La visita (cuento)

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El hombre no estaba ahí y de pronto estaba ahí. Debía haberlo visto cuando entró pero no lo vi. Después de una peritonitis por ruptura de la vesícula, con un catéter a través del pene, una sonda en la herida y dos botellas goteando agua y antibióticos allá arriba y detrás de mí, no estaba preparado para nada que no fuera oír cómo ella contaba un cuento de su niñez allá en el Escambay.
Pero con quince kilos menos todavía era reconocible por mi barba y mi bigote y las gafas de aro de metal que son ya como una tarjeta de visita. Sólo que era yo el que recibía la visita ahora.
     El hombre, que había empujado la puerta sin siquiera tocar, se instaló, sin pedir permiso, en la banqueta donde ella descansaba los pies, casualmente junto a la única puerta. Al otro lado de la cama estaba el timbre para llamar a la enfermera de turno pero quedaba fuera de mi alcance ahora. El hombre sonrió una extraña mueca de convidado de piedra. Iba vestido, pude notar, correctamente y por un momento pensé que era otro médico, con un traje sin embargo que no podía llevar ningún médico inglés porque era de una seda (era verano) que brillaba barata, como si quisiera al llevarlo dar la falsa impresión de ser importante. Fue, por supuesto, casi decisivo.
     Cuando se sentó ella le preguntó quién era porque también creía que era otro médico: un especialista más de visita. Hubo tantos alrededor de la mesa de operaciones donde había quedado infectado por un estafilococo áureo, una bacteria de quirófano que se comporta como un virus oportunista.
     —Who are you?— preguntó ella de nuevo.
     —Yo soy un cubano —dijo el visitante inesperado. Enseguida ella y yo supimos que era un cubano, casi un cubanazo por su desenfado y sus ojos maliciosos debajo de las gafas calobares, que se aclaraban ahora a la baja luz del cuarto.
     —Pero ¿cómo supo que estábamos aquí?
     —Señora, yo lo sé todo.
     —¿Cómo supo que estábamos en este hospital?
     Era el Cromwell Hospital, donde me habían ingresado del Chelsea-Westminster Hospital para combatir la infección aislándome.
     —Ah, fue muy fácil. Fui a los bajos de su casa y le pregunté a la vecina del sótano en qué hospital estaba él (señalando) ahora.
     Así había hecho y así le habían dicho después de declararse, enfático, muy buen amigo mío y sabido que había sido trasladado a otro hospital. La mentira crecía creíble todavía:
     —Me dijo que él se estaba muriendo.
     Miriam Gómez lo encaró de frente.
     —No, él no se está muriendo. Se le reventó la vesícula y tuvo después una infección.
     El visitante era insistente y sabía inglés.
     —Pero en la puerta dice que él está muy mal y que en este cuarto no se puede entrar.
     —Solamente tiene un microbio fecal que puede contagiar a otros enfermos.
     —Pero las enfermeras vienen siempre con delantal de plástico y guantes. Es lo que dice ahí.
     —Yo estoy aquí sin delantal ni guantes —dijo ella decisiva. El visitante cambió de conversación cuando vio su resolución.
     —Yo los vi a ustedes en el concierto de Rivera.
     Como si hicieran falta más credenciales llamó Rivera a Paquito, como lo conoce todo el mundo, menos sus enemigos de Cuba. Luego, de pronto musical, preguntó:
     —¿No fueron ustedes a oír a la Orquesta Aragón?
     Sabía por qué quería saber: la Aragón es una orquesta oficial.
     —Nosotros no vamos a esas cosas.
     —Ya veo.
     —¿A qué vino usted aquí?
     —Señora, soy un testigo de Jehová y vengo a ayudar a su marido a pasar al otro mundo —y metiendo la mano en un bolso-sobre de cuero dijo: —Tengo aquí un librito para que él vea lo que pasa en el más allá cuando uno deja este mundo.
     Casi dijo "este valle de lágrimas", pero con un ademán siniestro de su mano derecha me extendió un librito rojo. Que ella, rápida, interceptó y puso enseguida fuera de mi alcance en la mesita de noche para decir:
     —¿Pero ustedes no fueron los que le llenaron la Plaza a Fidel Castro pidiendo el fin del embargo?
     —Nosotros, señora, no hemos ido a ninguna parte —dijo y se puso de pie para irse como había venido el hombre que estuvo ahí y de pronto no estaba. Pero había cometido un error: habló demasiado y demasiado pronto. Ella, tan ágil como se lo permitió la banqueta, abrió la puerta pero no vio a nadie. Ahora apartó la parafernalia médica y fue a la ventana, con tiempo para ver salir a la calle a nuestro visitante y dar palmaditas en la espalda a un acompañante que vestía con el atuendo que hizo popular entre la diplomacia cubana Robertico Robaina cuando era ministro de Relaciones Exteriores. Sólo que éste no era Robaina, a quien en España llamaron el Embajador de la Salsa: la suya era otra misión, pero también era un agente a la moda de los años sesenta.
     Ahora ella se movió hacia la puerta y el pasillo, donde se encontró por una casualidad más divina que humana con la enfermera-jefe, que se movía ignorante de todo. Ella le informó que nuestra habitación había sido allanada por un obvio ajeno: an alien, dijo ella. "¡No puede ser!", dijo la enfermera-jefe. "Ahí no está autorizado a entrar nadie más que nuestras enfermeras cubiertas. ¡Imagínese el peligro que corremos de regar la infección que padece su marido!"
     —Nosotros hemos corrido algo peor que un peligro de infección. ¡Ha sido un peligro de exterminio!
     Entonces la enfermera-jefe se dirigió rápida al servicio de seguridad del hospital y regresó con uno de los guardas.
     Los visitantes nada bienvenidos habían penetrado sin saberlo en un sancta sanctorum árabe: el hospital donde van todos los jeques a morir. Había un servicio de vigilancia por control remoto que alcanzaba a todo el lobby. Allí, frente a la recepción. ¿Quién estaba atrapado por el video? Nada menos que nuestro visitante con su carnal, a quien daba la señal del deber cumplido —pulgar arriba— y el video los delataba. Ella los reconoció enseguida: "¡Son esos dos hombres! Pero sólo uno vino arriba". Alguien que vio la película dijo que de haber sido un hitman profesional, al estilo de Bullitt, nos habría acribillado con una pistola con silenciador y habría salido por la puerta más próxima, tan tranquilo. Mi médico de cabecera disintió: "Una almohada en la cara habría sido más eficaz. De haber estado usted solo". Pero no era la obra de un profesional al estilo de El padrino: era un funcionario del ministerio del miedo: su misión no era matar, sino asustar.
     De todas formas, vino un policía regular avisado por la seguridad del hospital y ella le relató todo: la visita inesperada, las amenazas veladas, la impostura, la cara de peligroso del falso testigo de Jehová que había dejado, además del librito rojo, una tarjeta de visita ¡de una peluquería! El policía se fue para volver, autorizado por Scotland Yard, a ordenar que me cambiaran de habitación. Viajé en mi cama con ruedas hasta la habitación 222, justo enfrente del servicio diurno de enfermeras. También me cambiaron de nombre: ahora me llamaría, para el hospital y todos sus servicios, Christian Smith.
     Los visitantes no volvieron al hospital, por supuesto. Pero si ustedes creen que mi fallido impostor se había conformado sólo con mi miedo, se equivocan. Dado de alta, al día siguiente de regresar a casa estaba tocando mi timbre y pidiendo que le abrieran la puerta. "Señora", dijo una voz por el intercomunicador, "somos los cubanos que fuimos a ver a su marido al hospital y le llevamos el librito rojo. ¿Se acuerda? ¿Ya lo ha leído?" "No, yo no lo he leído, pero al hospital no fueron dos, subió uno solo". "Sí, es verdad. Nada más que subí yo solo. Pero ahora somos dos. ¿Nos puede abrir la puerta?" "¡No!", dijo ella. "No voy a abrirles la puerta", dijo y corrió hacia la ventana: frente a la entrada estaban los dos visitantes, mirando para todas partes.
     Días después vino un inspector de Scotland Yard, quien tras identificarse —carnet y chapa— preguntó por los detalles de los visitantes: estatura, aspecto y al ser un policía inglés también preguntó por el acento del agente que habló. Pidió, además, ver el librito rojo y tomó nota en una libretica negra antes de irse. No volvimos a ver a ninguno de los visitantes. –

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