Detrás de cada gran hombre hay un biógrafo que se dispone a liquidarlo como grande y como hombre. Vivimos en la cultura de la hostilidad. Nuestro modelo de conducta sigue siendo el guerrero. El demoledor acapara la admiración que antes se reservaba al arquitecto. Se ha establecido un nuevo pacto fáustico en que la deidad invisible que William James llamó la Diosa-Perra del éxito entrega sus dones a cambio de la condenación eterna mediante una biografía capaz de exhibir todas las miserias. Nadie se salva, ni siquiera Einstein, Gandhi o la Madre Teresa de Calcuta.
La singularidad de Bellow: A Biography por James Atlas (Random House, 686 páginas) es que Saul Bellow no ha muerto. Por el contrario, el año pasado, a los 85, tuvo su cuarto hijo con su quinta esposa y publicó otra novela, Ravelstein (ver la reseña de Mauricio Molina en este número de Letras Libres). Se convirtió así en la negación de la leyenda negra de los escritores norteamericanos: para ellos (se supone) no hay segundo acto, sólo un comienzo brillantísimo seguido por el descenso a la locura, la oscuridad, la muerte. Bellow resistió a todo e incluso continuó escribiendo después de recibir hace un cuarto de siglo el Premio Nobel.
El don y la condena de Schwartz
La figura contraria es su contemporáneo y amigo Delmore Schwartz (1913-1966). Cuando tenía 25 años Schwartz apareció con In Dreams Begin Responsibilities, elogiado por Eliot, Pound, Nabokov y William Carlos Williams. A estos nombres ilustres hay que sumar (pero nadie se dio cuenta en su momento) el de Borges, que tradujo a Schwartz en el número doble 112-114 de Sur (1944). En 1940 se inició para él una caída en espiral que terminó con su muerte en un siniestro hotel de Times Square.
Bellow convirtió a Schwartz en el Von Humboldt Fleisher de Humboldt's Gift (1975). Tres años más tarde el joven James Atlas se dio a conocer con Delmore Schwartz: The Life of an American Poet. Juntos el novelista y el biógrafo levantaron el mito de la gran promesa fracasada, el genio que se autodestruyó. La lectura de los poemas de Schwartz y de su crítica literaria refuta o al menos pone en tela de juicio esa visión. También plantea preguntas acerca de los actuales métodos biográficos: vista con esa cercanía y esa perspectiva, toda existencia humana surge como una pesadilla y todo biografiado como un caso patológico.
El Proust de los zulúes
La vida, apuntó García Lorca, no es ni justa ni bella ni buena. Tal parece que un escritor se levanta sobre el cadáver de otro: el triunfo de Bellow necesitó el desastre de Schwartz. Otro aspecto quizá aun más perturbador que el libro de Atlas pone al descubierto es el origen de las novelas.
No salen de la nada, para escribirlas es necesario vulnerar la intimidad de otras personas, usarlas como pretextos para los textos. Sin esta violencia no tendríamos Dangling Man, The Victim, The Adventures of Augie March, Henderson the Rain King, Herzog, Mr. Sammler Planet y todos los demás libros que Bellow ha escrito a partir de 1970. Perderíamos una gran obra literaria y la posibilidad de compartir la experiencia de lo que significó vivir en los Estados Unidos entre la Segunda Guerra Mundial y el fin de siglo.
Entonces las biografías actuales aparecen bajo una luz más problemática. No hay razón alguna para callar, suprimir, omitir o censurar lo negativo y lo desagradable. Bellow es un gran novelista y es también el epítome de la llamada incorrección política. El retrato de sus mujeres enardece a las feministas, él desprecia a los negros y a las minorías que ya son mayorías, hace pronunciamientos infamemente célebres como "¿Dónde está el Proust de los zulúes?" Desde luego Proust no puede existir fuera de la cultura y la sociedad francesas. En cambio, la poesía de los zulúes y los pigmeos no es inferior a los epigramas griegos ni a los haikús japoneses.
Hipocresía del lector
La discusión sobre las biografías contemporáneas debe empezar por el autocuestionamiento. Existen porque hay un público ávido de leerlas y quienes lo formamos somos tan hipócritas como el cliente de la prostitución y el consumidor de pornografía que finge despreciar y sentirse superior a lo que ha disfrutado.
¿Apreciaremos mejor la obra de Bellow después de leer a James Atlas? ¿No sería más conveniente aprovechar la vida que se va y el tiempo que no vuelve en acercarnos a las novelas? Si de lo que se trata es de comer un pollo a la jardinera ¿no es contraproducente asistir a la decapitación, desplumamiento y destripamiento de la gallina? A semejanza de la comida ¿la lectura es también un placer basado en el crimen universal?
Sólo hay una diferencia de grado entre quienes se deleitan ante los talk shows y los tabloides con revelaciones sobre las estrellas del espectáculo y nosotros los lectores de biografías literarias. Atlas escribe muy bien, su narración fluye sin tropiezo y cuanto dice está sustentado por una fuente documental: incluye 599 notas en las páginas finales de su libro.
La voluntad de saber
En última instancia su biografía y todas las que son como ella resultan el chisme elevado a la altura del arte. Lo mismo puede decirse de la novela que hace una obra artística a partir del chisme, unidad elemental de la narrativa, baba que teje la maraña de narraciones en que, de la cuna a la tumba, se halla envuelta nuestra vida.
Todo relato contesta a la voluntad de saber. El mundo se nos presenta como una serie infinita de puertas cerradas y bocas que no se abren para comunicarnos sus secretos. Queremos enterarnos de todo para diluir así sea por un instante nuestra pesadumbre y engañarnos con el consuelo de que no somos peores que los demás.
Por otra parte, en la masa creciente que formamos, las oportunidades de intimidad son cada vez más escasas. Ya no conocemos a nadie, ni siquiera a nuestros prójimos más próximos. Antes sólo la novela nos daba ese conocimiento privilegiado. Ahora compite con ella la biografía total que no guarda silencio sobre nada. Después de leer a James Atlas sabemos de Bellow lo que nunca llegaremos a averiguar de nuestros más íntimos amigos.
Sin embargo todo es ilusorio. Por obra del proceso mismo de escritura "Bellow" no es Bellow sino un personaje como el Joseph de Dangling Man o Asa Leventhal de The Victim o Augie March, Henderson, Herzog o Arthur Samler. No se puede reconstruir ya no digamos una vida sino un solo día en la existencia de nadie. Para mitigar esa precariedad inventamos la narrativa que no es lo real por definición insondable e inabarcable sino su representación literaria.
La admiración
y la envidia
Como todos los biógrafos actuales Atlas intenta psicoanalizar a Bellow. Como todos nosotros al juzgar a los demás, en ningún momento inquiere acerca de sus propias motivaciones, más bien las idealiza. Al igual que Bellow, Atlas creció en Chicago, en el medio judío del noroeste, sus padres son casi de la época del biografiado y él siente que "escribir una biografía de Saul Bellow puede ser, en cierto sentido, escribir mi autobiografía, a una generación de distancia".
Atlas es un excelente periodista cultural el término literary journalist se reserva en los Estados Unidos para los que antes llamábamos "nuevos periodistas", es decir para quienes aplican procedimientos novelísticos a sus reportajes y ha escrito, además del libro sobre Schwartz, otro acerca del currículum, la lista de lecturas obligatorias en las universidades norteamericanas, The Battle of the Books, así como una sola novela, The Great Pretender.
Sin duda admira a Bellow o al menos lo admiraba antes de viviseccionarlo en su biografía y simultáneamente envidia su talento, su éxito sostenido por casi sesenta años, en un país y en un tiempo en que sólo puede aspirarse a acertar una vez en la vida, su dinero, sus mujeres, el prestigio de ser para muchos el mayor novelista vivo de ese país.
Se dice que la envidia es la admiración que no se atreve a pronunciar su nombre. Por tanto la admiración también es una forma de envidia que se distingue de la otra por no ser "tristeza del bien ajeno" ni desear el mal para su objeto. Bajo esta ambigüedad Atlas construye el monumento de Bellow y al mismo tiempo lo convierte en la pira funeraria donde quema lo que ha adorado.
Al leer su trabajo que ocupó más de una década es inevitable pensar en los lugares comunes según los cuales es una dicha no saber nada de Homero, si existió Homero, y casi nada de Shakespeare ni de Cervantes. Podemos leerlos sin la interferencia de las personas que ellos deben de haber sido. En cambio quien lea a Atlas perderá la inocencia, la "voluntaria suspensión de la incredulidad", y jamás volverá a leer a Bellow sin que se le atraviesen sus crisis matrimoniales y los problemas con sus amistades.
A los pies del coloso
El inconveniente de la biografía total es su fijación en los pies de barro del coloso. Pero sin ellos hubiera sido imposible construir la estatua. Además la parte más interesante del coloso son sus novelas, no sus pies de barro, el lodo elemental de que todos estamos hechos.
Para darnos esas novelas su autor ha pagado el altísimo precio de ser Saul Bellow. Si no las hubiera escrito nadie se tomaría la molestia de hacer un libro en torno de su vida. Un peligro adicional es colaborar sin quererlo a la demonización o monstruificación de los escritores, a la creencia de que, contra lo que supuso Malcolm Cowley ("ningún canalla puede ser un gran escritor"), para escribir buenas novelas se necesitan características nada recomendables.
No: Bellow no es peor ni mejor que usted y que yo. Insistamos: bajo los reflectores, las lupas y los escalpelos de la nueva disciplina biográfica, no hay ser humano que no aparezca como la pulga bajo el microscopio electrónico: un ser aterrador, la encarnación del mal y la fealdad sin remedio.
La tragedia y toda la verdad
En todo este enredo no es la menor paradoja el que James Atlas sea el editor de las biografías de Viking Penguin, serie admirable que funciona como alternativa y correctivo de las biografías totales y en menos de doscientas páginas da una imagen eficaz de vidas y obras. Al leerlas nadie sentirá que les está dando el tiempo que mejor hubiera consagrado a internarse en Joyce o a escuchar a Mozart.
Cuando todas las objeciones se han acumulado contra lo que Joyce Carol Oates llama "patografías", es imposible negar que constituyen un fenómeno todavía nuevo y una forma de conocimiento inesperado y estremecedor. Pueden ofendernos y molestarnos pero de todos modos al ocultamiento y el eufemismo es preferible, como antes se decía, la tragedia y toda la verdad. –