Lágrimas en la lluvia

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Primera Juana

Sobresaliente de un horizonte tapiado de libros, sorbiendo su agridulce sorbete de silencio conventual con tal fuerza que el ovalado rostro se le achica privilegiando los oscuros ojos algo saltones y las finas negras cejas aristocráticas, esta monja jerónima, sor Juana Inés de la Cruz, bonita, hieráticamente sentada, yergue el busto tras el hábito elegante, tras el pintado escudo de monja, posando para el autorretrato que ella mentalmente se pinta antes que para el de Miguel Cabrera (que copiaba al de Juan de Miranda que quizá copiaba otro), y si la mano izquierda acaricia levemente las cuentas del largo rosario, la otra apenas está a punto de posarse sobre el libro abierto en un gesto delicado, deliberado, con alzado meñique de tomadora de té. Pero ¿se trata de una monja? Qué consciente de sí está, como una primera actriz joven en una escenografía libresca, el rostro con una vaga insinuación leonardiana (casi la sonrisa de la Gioconda), y tan como jugando a monja con una pícara seriedad de niña bien plantada, muchacha traviesa, falsamente modosa, disfrazada de religiosa para seguir fabricando sus portentosos juguetes verbales, la aritmética de sus metros sonoros, la geometría de sus rimas, la alquimia de sus imágenes y metáforasesas linfas, de poesía susurrada en que el fuego es frío y la nieve ardiente, y la razón y el sueño juegan al alimón, sacando música del choque de cristales transparentes y noches de obsidiana, y haciendo azucararse la sanguínea piedra tezontle y volverse carne de mamey. Y desde la distancia temporal en que la contemplas, vuelto otra vez adolescente, el retrato, ese cauteloso engaño del sentido”, te motiva la quimera de la noviecita linda, la flor fina de barrio pobre, lopezvelardiana avant la lettre, de misteriosos ojos y dulce murmullo y coquetería casi secreta, sorbiendo fríos, coloridos, titilantes raspados de hielos de todos los colores, sorbetes de final de domingo.
     ¡Qué monja ni qué!, dan irrespetuosas ganas de decir. Juana, niña maga de las palabras, juega su papel de monja, y de monja jerónima nada menos. Favorita de la virreina, star intelectual del virreinato, en frágil equilibrio sobre la línea fronteriza entre el convento y la corte, entre la “publicidad del siglo” y “las trampas de la fe”, sor Juana sueña cerebrales cosmos en su linterna mágica interior, pero también sabe tener los pies sobre la tierra: es archivista y contadora del convento; por sus poemas y arcos floridos y piezas teatrales recibe favores cortesanos, alabanzas y prestigio ultramarino; posee alhajas y bienes, participa en compraventas; y además, allí en el claustro, tiene criadas, y además (hay que decirlo en voz queda, sonrojándose) tiene una esclava, que es una propiedad vendible en forma de ser humano.
     ¿Una esclava? Esa esclava existió, tuvo un nombre y apellido y además un hijo.

Segunda Juana

Dice Octavio Paz en su admirable monumento escrito, un suntuoso tombeau vivant para la monja poeta:
      
En las celdas no sólo se alojaban las monjas sino las “niñas” confiadas a su cuidado y las criadas. Tampoco en esto sor Juana fue una excepción. Durante los primeros años de vida conventual la acompañó su esclava, una joven mulata cuatro años menor que ella, Juana de San José, que su madre le había donado al tomar los hábitos. Vivió con ella unos diez años; en 1683 la vendió, a ella y a su hijo de pecho, por 250 pesos oro a su hermana Josefa. […] No se sabe si tuvo otras criadas o esclavas. Me inclino por la afirmativa […].1
      
¿Quién era Juana de San José? ¿De dónde venía? ¿Quiénes fueron sus padres? ¿Cómo fue su vida con y antes y después de sor Juana? ¿Cuáles fueron sus trabajos en el convento? Si sor Juana se levantaba a las seis para “los rezos de la prima“, ¿a qué hora madrugaba la otra Juana? ¿Salía del convento a hacer las compras? ¿Qué cosas le cocinaba a su ama? Su hijo de pecho ¿fue fruto del amor con un igual o de la violación cometida por un señor criollo? ¿Cuánto calor humano hubo o no hubo entre las dos mujeres? ¿Cuáles eran los sentimientos de la esclava respecto de su ama? ¿Tuvo algo que ver esta otra Juana con la literatura de Juana Inés (por ejemplo: como “documentadora” para los jocosos villancicos en que hablan negros y mulatos)?
     Estas preguntas se quedan inútilmente persiguiendo las respuestas; Juana de San José no fue la modelo del más mínimo “engaño colorido”, no existió para los pintores como no existirá para la Historia, no es ni siquiera un fantasma gris, y ni la sombra de un micropersonaje: es sólo un nombre y dos o tres escuetos datos; y, puesto que seguramente nadie, ni el microhistoriador más micro, investigó la persona de Juana de San José, la mulata se ha desvanecido en la Historia como tantos seres que (diría el agonizante, lúcido, trágico, androide del film Blade Runner) se perdieron en el tiempo “como lágrimas en la lluvia”.

Reproche a la historia

La Historia no es una balanza equitativa, no es democrática: se deja mover, y conmover, por personajes de primero, segundo, tercer planos, que son sus figuras; y a los demás, los del fondo del encuadre, los que no mueven sino que son movidos por los acontecimientos, los hace, no figuras, sino números en la suma, evaporados en el resultado global. Así, sor Juana, con toda justicia y para fortuna nuestra, está en la Historia y en la gran historia de la Cultura Mexicana, y tiene grandes biografías, dos de ellas debidas a ilustres poetas, Nervo y Paz. Y la otra Juana, la mulata que durante diez años sirvió y compartió con su ama la celda conventual, la intimidad, la vida, en el mismo espacio de ella, dentro de la misma respiración del tiempo sorjuanino, no está en la microhistoria, ni tiene minibiografía, como no sean el contrato de compraventa entre sor Juana Inés y su hermana y tal vez alguna mención en algunas otras biografías, más las seis líneas del libro de Paz, esas líneas que fueron para mí, en la lectura de las seiscientas y pico necesarias páginas dedicadas a la maravillosa poeta, como un brevísimo e intenso “grito del silencio”, apenas un latido del innumerable corazón del tiempo.
     En una de sus Lettrines que traduje hace veinte años2, Julien Gracq tiene una estremecedora anotación a propósito de los esclavos, los cientos de millones de vidas humanas que formaron uno de “esos poderosos paisajes sociales relegados a los limbos de la Historia para nada“, pues fueron tragados por el “fascinante poder de digestión del catoblepas social”, y sus nombres y rasgos, sus vidas, la de cada uno, se borraron en “el inmenso desvanecimiento de una clase”.
     Estremece, en efecto, el pensar que ese paisaje estaba compuesto de incontables rostros, cada uno tan individual como el del autorretrato de Cervantes en el Prólogo a las Novelas Ejemplares, y con gestos tan precisos, tan únicos, como el del actor Garrick en las anotaciones de Lichtenberg. Esos rostros, esos gestos, los de Juana de San José y su niño de pecho, se perdieron en el tiempo como “lágrimas en la lluvia”.

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Es escritor, cinéfilo y periodista. Fue secretario de redacción de la revista Vuelta.


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