Si los movimientos sociales presagian el clima en la política nacional, el 68 anunció la batalla por la democracia y el 88, la alternancia. ¿Pero qué presagió el CGH (Comité General de Huelga universitaria) cuando sesionó con un alambre de púas alrededor de una mesa que supuestamente conducía los debates? Hoy lo vivimos: la extinción del argumento para ganar el año de 1968 e incluso la lealtad al líder el año de 1988 para prevalecer. Todo devino en una irreductibilidad de posturas que se desató con órdenes judiciales. Sólo quedó el alambre de púas. El cgh, por supuesto, no es el responsable de ello, sino sólo un síntoma. Como lo es también la desaparición del debate. El fondo es, quizás, la extinción de la figura del intelectual en la arena que él creó: la esfera pública.
Desde 1968 el papel de la crítica en México ha sido enorme: le creó una forma de decir al país distinta a la del discurso oficial, retrazó los límites entre lo que era aceptable e inaceptable como verdad, redireccionó la esfera pública como el lugar donde lo que está en juego no es el poder sino la razón, tomó como única responsabilidad ante su público el interpretar y ordenar el debate público. Así, la crítica mexicana se colocó justo entre un Estado monopolizado por el PRI y la sociedad civil que venía de la derrota del 68: en esos años, las batallas se dieron desde la cultura, porque el momento político era justo de lo “cultural”. Lo propiamente político pertenecía al dominio exclusivo de los grupos dentro del Partido Único. La política era sólo un ritual público entre traiciones privadas. Por muchas décadas, nuestra literatura en los periódicos y revistas sobre todo desde los suplementos culturales, notablemente, desde Plural y La cultura en México fue nuestro único parlamento, con intelectuales si por ello entendemos la voz narrativa que, negándose a especializarse, abarca la interpretación de una época y, con ello, gana la autoridad para hacerlo que se opusieron tanto al autoritarismo como a la autarquía, tanto a la represión como a la violencia revolucionaria. De 1968 hasta el 2000, la crítica se convirtió en un nuevo poder, el poder del sentido. Sentido que, en el caso de México donde la locura baja en forma de paranoia represiva o plan genial (la población podrá estar enferma, pero las finanzas están sanísimas), era, sobre todo, sentido común. Y era liberal o de izquierdas (nunca de derecha) simplemente porque el origen de la esfera pública que ayudó a crear y a interpretar provenía del verano de 1968.
La transición, cuya primera etapa va de la independencia del IFE a la toma de posesión de un presidente no priista, abjura de los intelectuales porque va aparejada a una repentina libertad de los medios electrónicos de comunicación. La nuestra no es una democracia de partidos o de ciudadanos, sino que es sobre todo catódica: en el 2000, la gente sale a votar, sus votos se cuentan, pero para que cuenten debe aparecer el presidente del IFE en la tele y dar los resultados preliminares que el presidente Zedillo avala en el siguiente capítulo de la miniserie. Fue necesaria la confirmación catódica para evitar una impugnación que cubriera de sospechas a los derrotados. Fox le debe todo a la publicidad, nada a la cultura; todo al eslogan, nada al sentido. Y, también, le debe a la tele la demostración de su triunfo.
Y la dinámica gerencial se hace tendencia: la democracia no es comentada ya por los intelectuales, sino por los expertos, los encuestadores, los directores de imagen, los comentaristas muy queridos porque confunden el humor con lo banal, los periodistas que interpretan el sentir del ama de casa. La autoridad ya no proviene de voces discursivas que comparten la creación de un consenso público, sino de una fuente distinta. El “líder de opinión” no es un intelectual, sino alguien que se identifica con el rating.
Al discurso público le ha ido pasando lo que a la tecnocracia: encerrado en una teoría (“no hay más ecuación sobredeterminada de la economía nacional que la nuestra”), repite los términos de la experiencia, no intelectual, sino puramente académica. El experto en Bobbio lo ha leído tan bien que repite sus textos como si fueran consignas, aunque el tema sea la epidemia de sarampión. Los politólogos dueños de una buena cantidad de horas al aire en radio y televisión rumian las fórmulas: Estado de derecho, gobernabilidad, acuerdo, desprestigio de la política. Nadie parece estar escuchando porque ninguna de sus fórmulas es relevante para el resto. Los economistas rumian de igual forma sus urgencias: reformas estructurales, crisis del régimen de pensiones, aperturas. Pero, al igual que las urgencias de los funcionarios “expertos” (el momento en que la tecnocracia se montó en el primer gobierno de la alternancia es el del llamado “gabinetazo”, que lo mismo declaran como imprescindible un aeropuerto, que una reforma eléctrica y, al final, el aeropuerto que teníamos servía por varios años más y el apagón masivo no ocurría), los inmovilistas ganaban el punto cuando el Apocalipsis no llegaba. La tecnocracia, ya sea política o académica, carece de propuestas; cuenta con fórmulas. Y como las fórmulas no se discuten dos más dos no está a votación, realmente el debate no necesita ser organizado, sino, de entrada, requiere existir. Lo que vivimos como Babel, no es un vocerío desordenado, sino un automatismo en el que se repite la misma frase una y otra vez, sin variación, monocorde, cada quien tras su alambre de púas.
Con los intelectuales fuera de cualquier posición en el imaginario del gobierno, de los medios masivos, o de los opositores el PRI ha sido antiintelectual siempre, porque su poder proviene de regalar pobreza a cambio de la venta del voto, y el PRD los expulsó a cambio de los Bejaranos, los proyectos distintos se matan a videoescándalos y órdenes de aprehensión. Cuando el último vivo quede en pie, entonces estará en posibilidades de imponer su visión de las cosas. Y, sólo entonces, también, la esfera pública podrá ser reconstruida por la autoridad de la voz razonada, no especializada, y antisolemne, contra el nuevo poder. Ojalá. –
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