Lo que dice la boca de la sombra

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A partir de la creación de la Unión Europea y de que se ha puesto en circulación el euro, se hizo moda hablar de Víctor Hugo como de un adelantado a su tiempo, un visionario que, en diversos ensayos y discursos, propugnaba por una Europa que eliminara las fronteras políticas y económicas, planteando, entre otras cosas, una moneda para el territorio común. Hugo, en efecto, fue un adelantado a su tiempo; prueba de ello es su actividad como artista visual.
     Hace tres años, con el pretexto del bicentenario de su nacimiento, que se cumplió el 26 de febrero, se filmó una versión de Los miserables, se multiplicaron los artículos en torno a su persona y en Francia se volvió frecuente hablar del hombre que escribió Nuestra Señora de París con la intención de defender el patrimonio arquitectónico gótico de ese país, y que además fustigaba en aquellas páginas contra la pena de muerte. Pero la verdadera revelación del caudal de eventos que se han dado desde hace por lo menos tres años en torno a este personaje la constituye, sin duda, la exposición titulada “Víctor Hugo, caos del pincel…”, en la cual se exhibe gran parte de los dibujos y trabajos en técnicas experimentales que el escritor realizó desde 1825 y hasta su muerte.
     Yo recordaba alguna mala reproducción de uno de sus dibujos en la apolillada edición mexicana de Nuestra Señora de París, datada en 1899 y que circuló bajo el sello de El Mundo Ilustrado, con la cual mi abuelo me introdujo en la imaginación portentosa de aquel genio. Pero lo cierto es que aquella imagen borrosa de la fachada de una iglesia española no me alcanzó a presentar los alcances innovadores, verdaderamente predecesores de las vanguardias artísticas, que Víctor Hugo desarrolló en gran parte de su trabajo plástico. El título de este escrito es también el de uno de los poemas más ambiciosos e importantes de Víctor Hugo; sin embargo, su condición umbrosa me sirve para resumir los dibujos y trabajos en técnicas experimentales que el poeta realizó, teniendo como materia primordial la tinta, la misma tinta con que escribió su memorables novelas y potentes versos. Cuando hace dos años entré en la exposición que se desplegaba en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, tuve la sensación de estar ante el trabajo de un autor surrealista, ante el verdadero origen de Max Ernst. En el ardiente verano madrileño del año 2000, el programa de horario nocturno del Thyssen-Bornemisza permitía un marco más adecuado a los papeles entintados del maestro francés, realizados casi todos en tonos sepia que a menudo se oscurecen hasta el negro. La obra plástica de Hugo es una concienzuda investigación técnica y un espacio lúdico al mismo tiempo.
     El artista experimenta imprimiendo sobre el papel un encaje mojado en tinta y utilizando la forma consecuente, en ocasiones como peñasco sobre el cual dibujará un castillo, y en otro papel como cabeza de una anciana. Del mismo modo, utiliza el papel secante para generar manchas que le parecen nubosidades o le sugieren un ave u otros seres que él termina por delinear con el pincel o la pluma. A veces, derrama tinta sobre el papel, lo dobla y así genera una imagen simétrica que deja inalterada. En ocasiones, viaja con su hijo, a quien encarga fotografiar lo que él va eligiendo: un castillo, un paisaje, un rompeolas conformado por una hilera de troncos enterrados en la playa de Jersey y en el que aparece él mismo, recargado en lo que describe como “[…] una fila de gruesos troncos de árboles adosados a un muro, plantados en la arena, resecos, descarnados, nudosos, con anquilosamientos y rótulas, como una hilera de tibias. La imaginación, que está siempre dispuesta a aceptar los sueños para plantearse enigmas, podía preguntarse a qué hombres habían pertenecido aquellas tibias de tres toesas de altura”.
     Cito este párrafo de Hugo porque su imaginación plástica funcionaba así: tomaba un motivo real y lo convertía en un enigma visual, como el champiñón que sitúa en primer plano de un dibujo, haciéndolo aparecer monstruosamente monumental en mitad del paisaje árido, o como el propio dique que describe y que copia del negativo de la fotografía que le tomó su hijo, situando el rompeolas en una atmósfera nocturna, oscureciendo toda la composición para que las sombras sugieran con mayor fuerza la imagen de huesos pertenecientes a piernas de gigantes. Quizá Hugo es el primer artista en realizar una obra a partir no de una foto sino de un negativo, y quizá también es el único de su época capaz de cubrir toda una hoja con tinta, dejando únicamente en la parte superior una medio círculo invertido, como un escote, en el cual imprimirá sus huellas dactilares, como cabecitas que se asoman a un pozo, o simplemente, con la sugestividad erótica que esto conlleva: marcas de dedos en los límites de un escote.
     Pero no conforme con lo anterior, Hugo es tachista, utiliza el accidente de la gota, aprovecha las cualidades solubles de la acuarela y la tinta para crear mares con manchas, en los cuales dibuja, con facilidad notable, desamparados barcos, lanchas y veleros que se agitan en el maremoto de la aguada. También empuña las tijeras, recorta siluetas de castillos para que se proyecten en el vacío, o pinta alrededor del trozo de hoja de donde recortó el dibujo, creando una atmósfera que remarca el misterio de la silueta faltante. Practicó el arte abstracto, anticipándose a Kandinsky y señalando rutas que después siguieron Michaux, Franz Kline y tantos otros. El gratage, la impresión de plantas y otros materiales sobre sus pliegos de papel, casi todos los experimentos que en el campo del dibujo abordaron los surrealistas —además de obras plenamente conceptuales, como escribir la palabra alba sobre una línea azul y horizontal—, los inventó Hugo en pleno siglo xix y, como rúbrica de sus creaciones plásticas, en ocasiones hace crecer su nombre entre los paisajes de sus dibujos, como quien sabe que sufre de gigantismo creativo y pone sus iniciales a flotar sobre una fortaleza.
     Víctor Hugo es así un padre no reconocido del arte vanguardista y contemporáneo, que en una actitud duchampiana ofrecía, como tarjeta de presentación a sus afines, un guijarro con su nombre escrito y un breve dibujo en el anverso de la pulida piedra. ~

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