Ilustración: Martín Kovensky

Los sin miedo

Estados Unidos debate la posibilidad de legalizar a once millones de indocumentados. El costo amenaza con ser alto. Jorge Ramos explica los claroscuros de una reforma que podría hacer historia.
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Los van a agarrar y a deportar”, pensé. Era una locura. Cuatro estudiantes, tres de ellos indocumentados, habían decidido caminar desde Miami hasta Washington –2,414 kilómetros– para llamar la atención del país y del Congreso sobre la urgencia de una reforma migratoria. Era enero del 2010 y para ese momento el gobierno de Barack Obama estaba deportando, en promedio, a más de mil inmigrantes por día. Ellos podrían ser los próximos.

Estados Unidos vivía un terrible clima antiinmigrante. Arizona se preparaba para autorizar la ley sb 1070, que le permitiría a la policía actuar como agente del servicio de inmigración y detener a cualquiera que le pareciera un indocumentado. Esa “sospecha” afectaba, principalmente, a quienes tuvieran la piel morena y no dominaran el inglés. Otros estados seguirían el ejemplo de Arizona. La idea de aquellos que proponían estas leyes era reducir el número de indocumentados a base de arrestos y miedo. (Esta doctrina se conoce en inglés como attrition through enforcement.)

Pero los tres estudiantes indocumentados que caminaban hacia Washington –Gaby Pacheco (ecuatoriana de 24 años de edad), Felipe Matos (23, lo trajeron de Brasil cuando tenía 14 años) y Carlos Roa (venezolano de 22, llegó a Estados Unidos de bebé, a los dos)– ya habían perdido el miedo. El único de los cuatro estudiantes que estaba legalmente en el país era Juan Rodríguez, colombiano, quien apenas dos años antes había conseguido la residencia permanente.

Tras su recorrido de cuatro meses hasta la capital norteamericana les pregunté en una entrevista por qué habían arriesgado tanto. Su respuesta fue clarísima: no tenían nada más que perder. No podían trabajar, no podían estudiar, no podían ni siquiera manejar un automóvil. Estaban en Estados Unidos pero vivían escondidos y perseguidos.

El acto de desafío de estos estudiantes indocumentados –los sin miedo– fue equivalente al de Rosa Parks cuando en 1955, en la mitad de la lucha por los derechos civiles de Estados Unidos en Alabama, se rehusó a ceder su asiento de autobús a un pasajero blanco. Gaby, Felipe, Carlos y Juan creían, como Rosa, que solo un acto de desobediencia civil podía cambiar el rumbo del país.

Rosa Parks lo logró: Estados Unidos ya no permite ningún tipo de discriminación racial. Y los estudiantes indocumentados están a punto de conseguir su objetivo: una reforma migratoria que legalice a la mayoría de los once millones de indocumentados que hay en la Unión Americana y detenga los abusos en su contra.

El Senado norteamericano aprobó por 68 votos a favor y 32 en contra una propuesta de ley que le permitiría conseguir la ciudadanía estadounidense a quienes hoy tanto persiguen. Pero el costo fue altísimo. Para conseguir el voto de los senadores republicanos a esta propuesta, los senadores demócratas prácticamente le vendieron el alma al diablo.

El silencio mexicano

El trato fue la legalización de indocumentados a cambio de la militarización de la frontera con México. Antes de que el primer indocumentado consiga su tarjeta de residencia (o green card) Estados Unidos tendrá que contratar a un total de 41 mil agentes fronterizos y terminar la construcción de 1,126 kilómetros de muros.

Sí, muros en el 2013. Para comprender lo absurda, xenofóbica y racista que es esta idea, basta decir que el muro de Berlín que separó a las dos Alemanias tenía tan solo 155 kilómetros de longitud. El muro entre México y Estados Unidos será siete veces más largo. Además, ahí se utilizarán los mismos sistemas de vigilancia y rastreo que el ejército norteamericano ha usado en las guerras de Iraq y Afganistán.

Eso no se hace entre vecinos ni con quien se supone es tu principal aliado comercial del continente. Por eso es incomprensible la pasividad y negligencia del presidente Enrique Peña Nieto sobre este tema. Si se mantuvo en silencio para no meterse en los asuntos internos de Estados Unidos, se equivocó.

Estados Unidos, claramente, se mete en los asuntos internos de México, igual en temas de narcotráfico que de comercio. La era de la Doctrina Estrada –definida por una muy restringida interpretación de lo que es la soberanía– terminó hace más de una década, con la globalización y las nuevas tecnologías. Otros países, como Irlanda y Polonia, abiertamente buscaron aumentar el número de visas para sus ciudadanos en la nueva propuesta de ley. México no.

Las consecuencias a largo plazo de este silencio mexicano son enormes. El nuevo muro y el incremento de los agentes de la patrulla fronteriza provocarían muchas muertes de inmigrantes mexicanos y centroamericanos que intentaran cruzar por los lugares más peligrosos (incluyendo la costa del Pacífico).

Y la falta de un número realista de visas en la nueva propuesta de ley –se necesitan al menos 300 mil visas anuales solo para mexicanos– significa (como pronosticó la Oficina de Presupuesto del Congreso, cbo) que para el 2030 aún habrá siete millones y medio de indocumentados en Estados Unidos.

El gobierno de México aún tiene tiempo de corregir y ejercer su influencia, ya que la Cámara de Representantes todavía no vota sobre la reforma migratoria. Pero las cosas ahí son mucho más difíciles que en el Senado, porque en esa cámara los republicanos son mayoría.

Estados Unidos sigue aterrado ante la posibilidad de que ocurra otro ataque terrorista como el del 11 de septiembre, que mató a casi tres mil norteamericanos. Y en parte por eso quiere fortificar su frontera con México.

Pero los grupos más conservadores también temen –y esa es una verdad que pocos reconocen públicamente– que tantos inmigrantes latinoamericanos cambien física y culturalmente a la sociedad norteamericana. Quieren evitar una “invasión mexicana” y la reconquista –es decir, que México recupere culturalmente lo que perdió en la guerra de 1848.

Una manera de hacerlo es taponeando la frontera. Curiosamente, casi todos los recursos para implementar esta reforma –unos 36 mil millones de dólares– se utilizarían en la frontera con México, dejando la de Canadá sin cambios significativos. ¿Así o más claro?

Nos guste o no, ese fue el trato: legalización por militarización. No se consigue lo que uno quiere sino, únicamente, lo que uno negocia. Punto. Y no había otra manera de conseguir que los republicanos del Senado votaran a favor de la propuesta migratoria sin darles algo para aplacar a sus electores más furibundos y extremistas.

La ola latina

Esto lo comprendió perfectamente el llamado “Gang de los Ocho”, un grupo de cuatro senadores demócratas (Chuck Schumer, Dick Durbin, Michael Bennet y Bob Menéndez) y cuatro republicanos (Marco Rubio, John McCain, Jeff Flake y Lindsey Graham). Al aceptar una reforma migratoria, estos cuatro senadores republicanos están tratando, también, de salvar a su partido. Saben perfectamente que sin el apoyo de los latinos –que favorecen abrumadoramente una reforma migratoria– su partido corre el riesgo de volverse irrelevante en estados como California, Texas, Illinois, Florida y Nueva York.

Es una simple cuestión de aritmética. Los hispanos somos el grupo electoral de más rápido crecimiento en Estados Unidos. Actualmente somos 55 millones, pero en menos de treinta años seremos casi 150 millones. Es la ola latina.

La nueva regla de la política en Estados Unidos es que ya nadie puede ganar la Casa Blanca sin el voto de los latinos. En las pasadas elecciones presidenciales del 2012 los republicanos solo obtuvieron el 27 por ciento del voto hispano. Y si siguen así, no volverán a recuperar la presidencia en mucho tiempo.

Por eso la insistencia de este grupo de cuatro senadores republicanos de aprobar una reforma migratoria. Sin embargo, esta lección aún no ha calado hondo en la Cámara de Representantes. Si este otoño votan en contra de la legalización, los republicanos estarían cometiendo un verdadero suicidio político. Stay tuned.

Si hay una reforma migratoria en Estados Unidos antes que termine este año, existe una larga lista de agradecimientos. Pero los primeros que se deben llevar el crédito son esos cuatro estudiantes extranjeros (Gaby, Felipe, Carlos y Juan) que lo arriesgaron todo caminando desde Miami hasta Washington y, en el camino, se despellejaron del miedo. Se llaman a sí mismos Dreamers o Soñadores.

Perder el miedo es contagioso. Todos los días salen del clóset muchos indocumentados. Hace poco entrevisté a dos en la televisión. Bertha es una nicaragüense madre de dos niñas. “Hace unos años todos tenían miedo”, me dijo, “pero desde que salieron los Dreamers a decir ‘soy indocumentado’ nos dimos cuenta que nosotros tenemos que hacer lo mismo”. Miguel, un trabajador agrícola de Guatemala, coincide. “Ya no es tiempo de tener miedo”, me dijo. “Si seguimos con miedo, no van a saber de nosotros.”

La lección de los Dreamers, tanto en la política como en la vida, es inequívoca: con miedo no se puede soñar y, mucho menos, cambiar la historia.

Mi Estados Unidos

Soy, antes que nada, un inmigrante. Me fui de México porque me tenía que ir. Como dijo Alexis de Tocqueville en La democracia en América: “Los felices y poderosos no se van al exilio.” Y yo no era ni uno ni otro.

Vine por un año y me quedé. Acabo de cumplir treinta años en Estados Unidos. Tengo dos pasaportes, voto en dos países y, como sabiamente escribió la chilena Isabel Allende, quien vive cerca de San Francisco, no tengo que escoger entre uno y otro. Vivo entre dos naciones. Eso es lo que me define.

Sin embargo, tengo que reconocer que muchas veces me siento fuera de lugar. Es como no tener casa. En Estados Unidos no pocos me han dicho: “regrésate a tu país”. Y cuando visito México muchos ya no me consideran mexicano, como si el haberme ido me hubiera convertido en un traidor o peor. La realidad es que Estados Unidos me dio las oportunidades que México no me pudo dar.

El fallecido profesor Edward Said, quien antes de dar clases en Nueva York vivió en Egipto, Líbano y Palestina, se quejaba de lo mismo. “Con tantas disonancias en mi vida”, reconoció en su autobiografía, “he aprendido a sentirme fuera de lugar”.

Lo más difícil para un inmigrantes es no sentirse fuera de lugar. Ese es, precisamente, el objetivo de la reforma migratoria. Integrar a todos, que se sientan como en casa.

Lo mejor de Estados Unidos es esa intención de igualdad que plasma en su acta de independencia: “Todos los hombres son creados iguales.” La legalización permitiría que, tras un proceso de trece años, un indocumentado tuviera exactamente los mismos derechos y beneficios que un ciudadano norteamericano (con la excepción de ser presidente de Estados Unidos).

Eso no lo han entendido en Europa, donde muchos países han creado dos categorías de habitantes, sin integrar totalmente a su población inmigrante. Esa es la fórmula perfecta para conflictos, discriminación y tensiones étnicas.

Por eso, desde mi pequeña trinchera en Miami, siempre he apoyado la reforma migratoria y a otros inmigrantes como yo. No hay nada más cruel y deshonesto que cerrarles la puerta a los que vienen detrás de ti. No entiendo, por ejemplo, cómo el senador Ted Cruz, de Texas, puede negarles a los indocumentados un camino hacia la ciudadanía cuando su propio padre, nacido en Cuba, tuvo la oportunidad de convertirse en estadounidense.

Estados Unidos ha sido extraordinariamente generoso conmigo. Aquí nacieron mis hijos y estoy convencido de que podrán llevar una vida mejor que la mía; aquí me pude convertir en periodista sin que nadie, nunca, me haya dicho qué decir y qué no decir; aquí me ha tocado comprobar que a quien trabaja mucho le va bien (algo que, desafortunadamente, no suele repetirse en otras latitudes).

Mi único deseo ahora es que Estados Unidos trate a los inmigrantes que llegaron después de mí con la misma generosidad con que me recibió. De eso se trata, precisamente, la reforma migratoria. Nada más, nada menos. ~

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Inmigrante y periodista, es el presentador del Noticiero Univision en Estados Unidos y autor de diversos libros sobre inmigración y presencia latina en la Unión Americana


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