Los usos y las costumbres en contra de la autonomía

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Sin lugar a dudas uno de los aspectos más polémicos de los Acuerdos de San Andrés es lo relativo a los usos y costumbres de los pueblos indígenas. En la iniciativa de la Cocopa, ahora presentada por el presidente Vicente Fox al Congreso de la Unión, la propuesta de otorgarle un reconocimiento legal a las normas tradicionales de los pueblos
indígenas aparece en varias ocasiones. Así, por ejemplo, se dice que los pueblos indígenas tendrán el derecho de "aplicar sus sistemas normativos en la regulación y solución de conflictos internos respetando las garantías individuales, los derechos humanos y en particular la dignidad e integridad de las mujeres". También tendrán derecho de "elegir a sus autoridades y ejercer sus formas de gobierno interno de acuerdo a sus normas en los ámbitos de su autonomía, garantizando la participación de las mujeres en condiciones de equidad". Más adelante se precisa el primer punto diciendo que "En los municipios, comunidades, organismos auxiliares del ayuntamiento e instancias afines que asuman su pertenencia a un pueblo indígena, se reconocerá a sus habitantes el derecho para que definan de acuerdo con las prácticas políticas propias de la tradición de cada uno de ellos, los procedimientos para la elección de sus autoridades o representantes y para el ejercicio de sus formas propias de gobierno interno en un marco que asegure la unidad del Estado nacional".
     Los defensores de la iniciativa de la Cocopa alegan que este reconocimiento de las normas o tradiciones indígenas deriva lógicamente del derecho que tienen los pueblos indígenas a la autonomía. Pocos se han percatado, sin embargo, de que en realidad dar validez legal a la tradición (normas o usos y costumbres) resultaría tanto en una limitante de la autonomía indígena como en una reducción significativa de los derechos de los propios indígenas. Este es el argumento central que quisiera desarrollar en estas páginas.
     Se nos dice que los indígenas tienen una concepción de la democracia y de la justicia basada en el consenso y la defensa de la comunidad que se opone radicalmente tanto a la "democracia occidental", partidista e individualista, como a su justicia basada en normas generales y abstractas y administrada por un aparato administrativo independiente del Ejecutivo y del Legislativo. Así, pues, la democracia electoral y el derecho positivo serían ajenos, "externos" a la cultura indígena. En nombre del respeto debido a las diferencias étnicas y culturales debería, entonces, permitírseles practicar sus propias formas de gobierno y de impartición de justicia en vez de buscar imponerles las nuestras.
     Sin embargo, esta propuesta de respetar las formas propias de democracia y justicia que tendrían los indígenas, propuesta que se dice relativista, está basada en una serie de supuestos esencialistas que carecen de todo fundamento histórico. En esta propuesta se sigue identificando implícitamente lo indígena con aquello que tiene un origen mesoamericano y lo nacional (o mexicano) con lo que proviene de Europa, como si hoy, al finalizar el siglo XX, la situación siguiera siendo la misma que a principios del siglo XVI, cuando efectivamente dos sociedades y dos culturas que no habían mantenido entre ellas ninguna forma de intercambio se encontraron por primera vez frente a frente.
     Cerca de cinco siglos después, la situación guarda muy poca semejanza con aquel momento trágico. Indígenas y no indígenas forman parte de una única sociedad: ambos grupos son el resultado provisional de una larga historia común, en la que sus culturas originarias se han entremezclado, desarrollado y enriquecido con aportes externos a ambas, dando lugar no a una cultura homogénea, sino a una diversidad extrema de formas de mestizaje cultural que se extiende desigualmente a lo largo de todo el territorio nacional y de todos los puntos de la escala social. Esa misma historia común nos permite comprender el surgimiento, en algunas regiones, de identidades contrapuestas —indígenas contra ladinos en Chiapas—, que no existían en el momento de la Conquista.
     En efecto, no hay que olvidar que los indios son el resultado de la política uniformizadora y segregacionista puesta en práctica por la Corona española y sus funcionarios, como ya lo había señalado desde hace mucho tiempo Guillermo Bonfil.
     Por otra parte, aunque ladinos e indígenas fundamentan cada uno su identidad en el supuesto de que su cultura tiene un origen distinto y opuesto al del otro, el hecho es que ambos grupos tienen prácticas culturales que derivan tanto de las sociedades mesoamericanas como del mundo europeo. Así, gran parte de las prácticas tradicionales de los indígenas de Chiapas que ahora algunos quieren preservar, tiene un clarísimo origen español. Ese es el caso, entre muchos otros, de las cofradías y del ayuntamiento tradicional con sus alcaldes y regidores. A su vez, muchas costumbres mestizas incluyen elementos culturales de origen mesoamericano.
     Pero tal vez la parte más preocupante del discurso indianista actual es la valoración exclusivista y totalmente irracional de lo "propio", que de tomarse al pie de la letra conduciría a verdaderos absurdos: ¿Habría que privar a los indígenas de electricidad, agua potable, antibióticos y medios de comunicación modernos en vista de que se trata de inventos "externos"?
     De hecho, si aceptáramos esta lógica, la democracia electoral no tendría cabida en ningún lugar del país. En efecto, no cabe la menor duda de que las elecciones mediante sufragio universal y voto secreto y los partidos políticos no se inventaron en tierras mexicanas. ¿Habría entonces que rechazarlos como ajenos a nuestra idiosincrasia?
     El discurso "usocostumbrista" encierra otra contradicción a la que pocos analistas han hecho referencia, pero que está en el origen de muchas de las incoherencias en que han caído las propuestas legislativas que se han presentado hasta ahora. En efecto, con el fin de regular, orientar y sancionar prácticas humanas, los defensores de las auténticas tradiciones indias quieren recurrir no a principios claros y provisionalmente estables (con perdón de la expresión), sino a una realidad difusa, en buena medida escurridiza y siempre cambiante. Olvidan que las tradiciones no se dejan encerrar en unos cuantos principios abstractos (aunque en algunas ocasiones los antropólogos las expongan de esa manera en sus monografías): su riqueza desborda todo intento de definición. En efecto, la tradición es aquello que cada generación trasmite, entrega a la siguiente. Ese es de hecho su sentido etimológico. Pero toda generación es diversa, plural, contradictoria y tal es su herencia. Además, nadie trasmite a sus hijos lo mismo que ha recibido de sus padres. La tradición entregada es siempre una selección de la recibida (se desechan algunos aspectos de la cultura heredada). A su vez, cada generación la enriquece, debido a las circunstancias cambiantes que plantean retos inéditos y debido a la capacidad misma de la cultura de crear lo nuevo a partir de lo viejo. Así, la tradición, si está viva, se encuentra siempre en un proceso de transformación, de constante renovación.
     Del desconocimiento de la naturaleza misma de la tradición surgen propuestas absurdas: los indígenas deberían poner por escrito sus tradiciones para que puedan ser reconocidas legalmente. Lo que equivale a decir que sus tradiciones deben dejar de ser tales y transformarse en leyes o reglamentos.
     Por otra parte, la tradición, los usos y costumbres, dado su carácter mismo de pluralidad cambiante, son siempre objeto de debate entre sectores sociales con aspiraciones y proyectos encontrados. Así, cada facción de una comunidad indígena tiende a presentarse y a asumirse como la única defensora de las "auténticas tradiciones". Con ello busca descalificar a las otras facciones, a las que acusa de defender tradiciones falsas o corrompidas. De hecho, en las sociedades tradicionales el poder radica en quienes se han investido del derecho a interpretar las tradiciones (y que gracias a ese poder las transforman a su antojo y conveniencia). De ello se deriva un problema fundamental que se escamotea en las propuestas que pretenden dar fuerza legal al llamado "derecho consuetudinario". ¿Quién o quiénes van a ser reconocidos como los legítimos intérpretes de las tradiciones indígenas?: ¿los caciques?, ¿los antropólogos?, ¿o el Instituto Nacional Indigenista (INI)?
     En el caso nada remoto de que dos o más grupos se enfrenten entre sí alegando ambos el respeto a la auténtica tradición, ¿quién va a ejercer las funciones de árbitro, de juez? En efecto, de acuerdo con la lógica misma del discurso "usocostumbrista" resultaría contradictorio que fuera una institución externa a la comunidad indígena la que estuviera a cargo de interpretar y hacer valer una tradición que, se dice, le es ajena. Sin embargo, en todos los otros espacios sociales del país, el árbitro es (o por lo menos debe ser) siempre externo a los grupos en competencia, a los bandos en conflicto, ya que, como bien dice el refrán, "no se puede ser al mismo tiempo juez y parte".
     Me parece que el Partido Acción Nacional (PAN) percibió con claridad este problema y de esa conciencia deriva su propuesta de las cartas municipales en las que se detallarían los "usos y costumbres" de cada municipio. Estas cartas permitirían, por una parte, ver si los usos y costumbres se ciñen o no a los derechos humanos (de tal forma que sólo se legalizarían aquellos que no los violaran) y, por la otra, harían posible que un juez externo pudiera zanjar las disputas internas, recurriendo a su interpretación. Pero con esta "solución" se cae en la misma contradicción insalvable apuntada anteriormente. Para ser reconocida la tradición, siempre cambiante, debe plasmarse en un código escrito. Es decir que debe dejar de ser tradición para volverse ley.
     Pero, además, la tradición puesta por escrito tiene un grave inconveniente que no conocen las leyes. Las leyes pueden ser abrogadas y sustituidas por otras si dejan de resultar útiles ante una realidad en constante proceso de cambio o si los actores sociales exigen nuevas reglas de juego que tomen en cuenta sus aspiraciones. La posibilidad de cambiar una ley es parte de su naturaleza (y las constituciones prevén siempre cómo deben  ser reformadas o sustituidas). En cambio, abrogar o cambiar de tradición parece un contrasentido. De hecho, este es un problema que nadie ha querido ver: ¿Y si una comunidad indígena quiere cambiar alguna o varias de sus tradiciones, cuál va a ser el mecanismo legal para hacerlo?
     El problema fundamental del discurso "usocostumbrista" radica en querer orientar (y sancionar) los comportamientos sociales en función no de ciertos valores, de ciertos objetivos que se consideran deseables, sino de una realidad pasada, que como toda realidad puede tener aspectos muy positivos y otros terriblemente injustos.
     De hecho, en las negociaciones de San Andrés Larráinzar muchos de los participantes (o tal vez sería más preciso decir muchas, porque fueron sobre todo las feministas quienes se percataron del problema) se dieron cuenta de que algunas costumbres vigentes entre los indígenas iban en contra de los derechos humanos de las mujeres. Así, por dar algunos ejemplos, en algunas comunidades los padres son quienes deciden el matrimonio de sus hijas, tras recibir un "pago" de la familia del pretendiente. Es también muy frecuente que las mujeres no tengan derecho a heredar las tierras de sus padres. Además, las mujeres se encuentran marginadas de gran parte de la vida política de la comunidad. De igual forma, en las actividades religiosas suelen desempeñar un papel relativamente secundario. Y, finalmente, para dar un ejemplo especialmente escabroso, en algunas poblaciones indígenas de Los Altos el hombre que viola a una mujer debe —si es soltero— casarse con su víctima, para así reparar su falta.
     Gracias a la intervención de las feministas, en todas las propuestas de modificación constitucional en materia de derechos y cultura indígena que se han presentado hasta ahora se precisa siempre que el límite legal de las prácticas tradicionales sean los derechos humanos y, en especial, los de las mujeres. Aunque en lo relativo a la elección de autoridades en la iniciativa de la Cocopa se usó el término "equidad" para hablar de la participación de las mujeres, término que tiene un sentido subjetivo (darle a cada quien lo que le corresponde de acuerdo con la ley natural). Evidentemente el término igualdad (que es el que aparece en la iniciativa del ex presidente Zedillo) es mucho más preciso y no se presta a las diversas interpretaciones que los varones le quieran dar.
     Estos afortunados candados puestos por las feministas plantean sin embargo una grave interrogante: ¿Por qué exaltar las tradiciones por sí mismas si simultáneamente se afirma que pueden ser violatorias de los derechos más elementales de las personas en general y de las mujeres en particular? Si se reconoce que hay tradiciones buenas y malas, ¿no se está aceptando con ello que lo que debe estar en el centro del debate no es el respeto a las tradiciones sino algo que escapa a éstas, algo que está éticamente por encima de ellas? ¿No resulta lógico, entonces, que las normas a seguir no deban basarse en las tradiciones sino en los valores que nos permiten calificar a éstas de buenas o de malas?
     La cuestión de fondo es que el relativismo moral, que los defensores de los usos y costumbres dicen seguir, es una contradicción en sus términos. En efecto, el relativismo concibe a las personas como seres totalmente determinados por su cultura, incapaces de tener un criterio moral propio, diferente del de su grupo de adscripción, que, a su vez, se concibe como el simple producto de sus condiciones de vida materiales y espirituales. De acuerdo con esta lógica, no existiría ninguna diferencia entre hechos y valores, y por lo tanto no habría valores que respetar. Sin embargo, los valores no pueden coincidir con la realidad, con los comportamientos efectivos de las personas de carne y hueso. Nunca se ha visto que las sociedades se tomen la molestia de erigir principios que nadie viola, que elaboren códigos para castigar conductas inexistentes. Toda prescripción presupone su incumplimiento. No hay norma sin comportamiento desviante. Es decir que la existencia de una norma moral o legal revela la existencia de personas que piensan tener razones —personales o de orden general— para comportarse al margen de ella o incluso contra ella. Toda norma es siempre objeto de algún tipo de polémica, de discrepancia; toda norma pone de manifiesto la diversidad connatural a cualquier sociedad, porque la diversidad es parte intrínseca de la condición humana. Y si se reconoce que en toda sociedad hay defensores de la norma, personas que le dan la vuelta, personas que la cuestionan y personas que la violan, el determinismo cultural se viene abajo y el debate moral, humano y universal vuelve a abrirse.
     Aunque parezca paradójico, la diversidad propia de toda sociedad es la que hace posible el diálogo entre hombres de distintas culturas. Son las dudas sobre cómo comportarse en determinadas circunstancias las que hermanan a las personas del mundo entero. Son las preguntas, las angustias ante la inevitable necesidad de elegir, las que demuestran que la condición humana es una sola, aunque las formas concretas de vida sean infinitas.
     La existencia en toda sociedad de un continuo debate moral —que puede tomar formas de lo más diversas— revela que las personas no son simples productos de una cultura. En su calidad de sujetos (y no de objetos culturales) radica su dignidad humana, que es justamente el fundamento mismo de los derechos humanos universales. En efecto, es esta capacidad que tienen todos los hombres de comprender situaciones, de juzgarlas, de actuar con base en razones y no por instinto, de poder darse una ley moral (y de violarla), de superar los valores del pasado y no sólo reproducirlos; es esta capacidad de crear lo nuevo a partir de lo viejo lo que distingue al hombre del resto de la naturaleza. Esta condición de sujeto es la que le otorga a todos los seres humanos un conjunto de derechos imprescriptibles e inalienables, que conocemos con el nombre de derechos humanos universales. Estos derechos del hombre no son sino la lista de condiciones que garantizan mínimamente el respeto a la dignidad de la persona para que pueda participar en el debate moral de su sociedad.
     Así pues, detrás del discurso "usocostumbrista", detrás del objetivo de hacer que las tradiciones tengan fuerza de ley, subyace un peligro de enormes consecuencias políticas y éticas: el de dar lugar en México a dos tipos de ciudadanos. Por un lado, estarían los mestizos (o ladinos, como se les llama en Chiapas) a los que se les reconocería la capacidad y el derecho de examinar, sopesar y valorar distintas religiones, programas políticos, valores morales y costumbres para escoger de entre ellos los que juzgasen más justos y, por lo tanto, la ley les daría el derecho de vestirse de manera distinta a sus antepasados, de practicar una religión diferente a la de sus padres, y de adoptar modas y costumbres que no son originarias de su grupo social. Y, por el otro, estarían los indígenas, a los que se les concebiría como seres incapaces de tener un criterio moral personal y que estarían condenados a seguir ciegamente las costumbres de sus antepasados.
     En otras palabras, el discurso sobre el respeto a las culturas indígenas, el discurso "usocostumbrista", a pesar de presentarse como revolucionario y radical, como capaz de dar lugar a una relación inédita entre los indígenas y la sociedad nacional, no hace sino actualizar el viejo discurso paternalista de los tiempos coloniales, que dividía a la sociedad en "hombres de razón" y "naturales", en hombres que se guían por el uso de su razón (y que por lo tanto son responsables de sus actos) y en otros que están condenados a seguir su naturaleza o su cultura (y a los que por lo tanto no se les puede juzgar con la misma severidad, dado que no hacen sino seguir sus costumbres).
     La paradoja de este razonamiento paternalista radica en el hecho de que no se busca proteger a los indios de los otros, sino más bien de ellos mismos. Por su "propio bien", para que puedan preservar su cultura, se les limitan sus derechos. En efecto, este discurso maneja una lamentable y muy peligrosa confusión entre el derecho a practicar ciertas tradiciones culturales (derecho perfectamente respetable siempre y cuando no se violen los legítimos derechos de otras personas) y la obligación de practicarlas. Resulta lógico y justo que un grupo humano (en este caso los indígenas) que se encuentra en condiciones de extrema desventaja ante el resto de la sociedad (por su pobreza, por su marginación, por sus dificultades para manejar la lengua de la administración pública o incluso por la ignorancia total de ésta, por su analfabetismo, etcétera) goce de ciertos "privilegios" legales (subsidios económicos para desarrollar sus actividades productivas; derecho a una educación específica de mayor calidad que la que se imparte en el resto del país; derecho a tener la asistencia de un intérprete legal en los juicios en los que participa, ya sea como inculpado, ya sea como demandante; derecho a usar su lengua en ámbitos públicos; apoyos financieros e institucionales para desarrollar la escritura de su lengua y para realizar sus fiestas y ceremonias, etcétera), pero resulta sorprendente (e indignante) que lo que se proponga sea privarlo de ciertos derechos. Si un indígena tiene que obedecer las leyes nacionales, estatales y además las tradiciones de su pueblo (o aquello que se decrete que lo son) evidentemente su margen de acción será más reducido que el del resto de los ciudadanos mexicanos.
     El caso de las expulsiones en Chamula es altamente significativo al respecto. Nadie pone en duda que los chamulas tengan derecho a participar en el sistema tradicional de cargos religiosos (que implica desembolsar cantidades muy altas de dinero para financiar la fiesta del santo) si así lo quieren (y de hecho hoy en día no hay nada ni en las leyes ni en la práctica que se los impida). Pero lo que no es justo es que en nombre de los usos y costumbres se les obligue a participar en dichos cargos bajo la amenaza de expulsarlos de su comunidad y arrebatarles sus tierras y sus bienes.
     Otro ejemplo que también permite ilustrar la diferencia entre ampliar derechos y reducirlos es el de los rituales de los indígenas huicholes. Por respeto a sus tradiciones, se podría muy bien permitir que consumieran peyote con fines rituales (lo que es ampliar su margen de libertad), pero sería inconcebible obligar a todos los huicholes a ingerir periódicamente peyote porque así lo manda su tradición.
     Otra confusión frecuente es la de identificar el reconocimiento de los usos y costumbres con la autonomía. La autonomía supone el derecho a tomar ciertas decisiones en un ámbito local o regional (como puede ser el uso de los recursos públicos, la resolución de conflictos locales de poca gravedad, etcétera). En ese sentido, la autonomía, cuando se ejerce en un régimen democrático, es, sin lugar a dudas, positiva. Señalemos que la autonomía es siempre por definición limitada, si no sería independencia. Es decir que la autonomía presupone no sólo que ciertas decisiones escapen al ámbito autonómico, sino también el que existan ciertas instancias superiores a las que se puede recurrir en caso de que los problemas internos no encuentren solución o cuando la solución sea percibida como ilegítima por una de las partes en conflicto. En resumen, la autonomía es una manera de integrar a determinados sectores de la población a un Estado más amplio, no un medio para excluirlos o marginarlos de ciertos beneficios o derechos.
     El discurso "usocostumbrista" se contrapone en ambos aspectos a la autonomía. La obligación de respetar las tradiciones limita evidentemente las decisiones que pueda adoptar la mayoría, ya que dichas decisiones deben conformarse necesariamente a los usos y costumbres. Pero, por otro lado, dicho discurso priva de legitimidad a todo juez o árbitro externo, ya que se le concibe como parte de otro mundo cultural, como ajeno a las tradiciones autóctonas. En vez de fomentar un diálogo más justo y equitativo entre los indígenas y el resto de la sociedad nacional, la lógica "usocostumbrista" reifica las diferencias culturales y profundiza las distinciones sociales y de identidad entre ambos grupos que están en el origen de la discriminación y de la marginación que padecen los indígenas. –
      
     — Juan Pedro Viqueira es autor de María de la Candelaria, india
     natural de Cancuc y de Indios rebeldes e idólatras, ambos sobre
     la rebelión indígena de 1712, así como de Democracia en tierras
     indígenas. Las elecciones en Los Altos de Chiapas. Este último
     en colaboración con W. Sonnleitner.

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(ciudad de México, 1954), historiador, es autor, entre otras obras, de Encrucijadas chiapanecas. Economía, religión e identidades (Tusquets/El Colegio de México, 2002).


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