A
penas unas horas después de que el presidente del gobierno
español, José Luis Rodríguez Zapatero, anunciara
en televisión unas Navidades sin bombas y un optimista
panorama para el fin dialogado del terrorismo, ETA hizo estallar en
el estacionamiento de la flamante Terminal 4 del Aeropuerto de
Barajas doscientos kilos de explosivos plásticos, asesinando a
dos inmigrantes ecuatorianos, destruyendo una infraestructura básica
de la capital, y echando por tierra las esperanzas de acabar con la
pesadilla terrorista.
ETA
es uno de los grandes malentendidos que sobre España tiene la
opinión pública mexicana. La primera razón se
encuentra en que ETA nació en plena dictadura franquista, y
aunque sus fines y sus objetivos siempre fueron totalitarios, el
enfrentamiento a cara de perro con la cruel y ridícula
dictadura del nacionalcatolicismo del “Caudillo de España
por la gracia de Dios” la revistió de un aura de legitimidad
democrática que en realidad nunca tuvo. De hecho, la actividad
etarra se incrementó exponencialmente en la transición
a la democracia, y, lo que es aún más grave e
imperdonable, creció más ya en plena democracia. Los
“años de plomo”, como se denomina a ese terrible bienio en
que ETA atentaba casi todos los días, coinciden con la llegada
al gobierno de los socialistas, por primera vez desde la Segunda
República.
La
razón segunda tiene que ver con que una parte de la izquierda
mexicana nunca ha hecho con justicia la crítica de la vía
revolucionaria para acceder al poder, pese a sus evidentes y
dolorosas consecuencias; capaz de sacrificar a los mejores jóvenes
de varias generaciones en una espiral de violencia en los países
en que fracasó (Argentina, El Salvador…), y de construir
regímenes autoritarios, cuando no totalitarios, allí
donde triunfó (Cuba, Nicaragua). La tercera está
relacionada con la memoria histórica mexicana; esa opinión
inconsciente que mira a España como la vieja metrópoli
opresora –el estereotipo de nuestra historiografía
romántica– y, por lo tanto, siente empatía instintiva
por cualquier fuerza política o movimiento que cuestione esta
fantasmagoría. La cuarta es que la retórica de ETA se
inscribe parcialmente en el lenguaje de los movimientos
anticolonialistas de liberación nacional que cambiaron el mapa
del mundo en los años sesenta, discurso que sintoniza con la
opinión pública mexicana, y olvida la otra mitad de la
retórica etarra, claramente racista, o cuando menos etnicista.
Por último, la comunidad vasca en México, fuertemente
enraizada en la sociedad mexicana (inmigrantes de los siglos XVIII a
XX) y con ilustres representantes en la economía, la política,
las artes y el deporte, ha sido muchas veces poco clara en denunciar
y condenar la violencia terrorista, e incluso, en algunos de sus
miembros, francamente cómplice.
Notas
sobre una ficción
La
realidad de España y del País Vasco es, sin embargo,
contraria a estos filtros y distorsiones. España es un Estado
de derecho y una democracia plena, con alternancia en el poder,
libertad absoluta de prensa y expresión, un aparato judicial
independiente, y todas las características y señales
que permiten definirla como una de las sociedades más libres y
justas del mundo. Además, España llevó a cabo
desde su transición un proceso de descentralización del
poder sin paralelo en ningún país europeo, incluido el
Estado federal alemán. El País Vasco, a través
de su gobierno autónomo, tiene amplias competencias sobre la
educación, el turismo, la industria, la cultura y la lengua,
entre muchas otras; además, tiene su propia policía y
un sistema fiscal, el famoso “cupo”, que le permite recaudar
todos los impuestos correspondientes al Estado y pagar exclusivamente
por aquellos servicios que no se manejan desde la Presidencia
autónoma, la Lehendakaritza.
La soberanía española en el País Vasco está
también diluida por el hecho de pertenecer a un marco político
mayor, la Unión Europea, que legisla sobre materias
tradicionalmente propias de los Estados, como las fronteras, el
mercado laboral, el libre comercio y la moneda.
El
País Vasco está gobernado, desde que se instauró
la Comunidad Autónoma en el año de 1979, por el Partido
Nacionalista Vasco (PNV), una institución que ha orientado las
políticas educativas y lingüísticas en función
de su credo político (tienen la libertad de enseñar a
los niños y jóvenes, desde hace lustros, una historia
mítica, improbable y abigarrada, con la obsesión en
separar lo vasco de lo español y que para muchos analistas es
un verdadero caldo de cultivo de nuevos terroristas). El PNV gobierna
el País Vasco con una mezcla casi priista de demagogia
nacionalista y cooptación corporativista; se ha convertido,
más que en un partido en el poder, en el
partido del poder.
Frente a su discurso, se encuentran las dos filiales de los grandes
partidos nacionales, el Partido Socialista y el Partido Popular. Son
sus militantes y sus partidarios contra los que la vesania del
terrorismo se ha cebado. Incluso hay pequeñas poblaciones del
País Vasco en donde estos grandes partidos nacionales,
defensores de la Constitución Española y el Estatuto de
Guernica, que regula el gobierno autónomo, pero contrarios al
fanatismo identitario y la quimera histórica del nacionalismo
vasco, han tenido problemas para presentar candidatos a las
corporaciones municipales. Los que se atreven a ser candidatos son
simples ciudadanos de a pie que se juegan la vida por estar en la
oposición y no en el gobierno, ya que ETA, a lo largo de su
negro historial de casi novecientos muertos, nunca ha atentado contra
los que considera sus hermanos mayores, los militantes de los demás
partidos vascos nacionalistas, “equivocados” y “timoratos”
pero “verdaderos vascos” al fin y al cabo, hijos de Sabino Arana,
que en el Aberri Eguna (en vasco “Día de la Patria”)
celebran su “lealtad” nacional.
Además
de gozar de las mayores libertades democráticas, y de un
inusitado grado de autonomía, el País Vasco es uno de
los territorios más prósperos de Europa, y, por lo
tanto, del mundo. Por ello resulta atrozmente falso, una de las
grandes malinterpretaciones políticas del siglo XX, su papel
de víctimas de la “opresión española”. Y es
necesario repertirlo: los únicos oprimidos en Euskadi son los
numerosos vascos que se oponen al nacionalismo y su deriva
terrorista, que viven escoltados y que tienen enormes dificultades
para disfrutar con normalidad sus derechos civiles y políticos.
Las
razones sociológicas de la existencia de ETA no se pueden
desmenuzar en este ensayo, pero están vinculadas con la
permanencia del concepto medieval español de la pureza de
sangre, trasvertido, como ha estudiado Jon Juaristi (El
bucle melancólico), en una conciencia étnica,
que ubica ahora al vasco como un pueblo elegido, de guerreros
invictos, dueños de “la lengua más antigua de Europa”
y nunca contaminados con otros pueblos. En realidad, estas ideas,
falsas desde el punto de vista científico e histórico,
son la forma en que la sociedad vasca, fuertemente estamentaria y
privilegiada, se defendió de las vertiginosas transformaciones
industriales del siglo xix, de la llegada masiva de inmigrantes del
resto de España y del triunfo de los ideales liberales, el
laicismo y la universalidad de la ciudadanía. Por ello, para
Juan Pablo Fusi (El País
Vasco. Pluralismo y nacionalidad), hay un vínculo
directo entre el carlismo (la larga y reiterada sublevación
para poner en el trono de España al hermano de Fernando VII,
Carlos María Isidro de Borbón –o sus descendientes–,
en lugar de su hija Isabel II –o los suyos–), movimiento
claramente conservador, católico y monárquico –que en
México tendría quizá cierto eco en algunos
líderes cristeros–, y el nacionalismo vasco. Éste
será el terreno abonado que le permitirá a Sabino Arana
sentar las bases del nacionalismo vasco moderno, incluida la
fundación del PNV en 1895, y cuyo espíritu abiertamente
racista, católico y conservador ha sido estudiado, entre
otros, por Antonio Elorza (Tras
las huellas de Sabino Arana). Los etarras son la deriva
radical, sesentera, marxista-leninista, de esta ideología, que
combina en un coctel explosivo, valga el mal gusto del adjetivo, la
universalidad del credo marxista con el exclusivismo intrínseco
de todo nacionalismo.
Hoy,
ETA es más que nada una banda mafiosa, una maquinaria de
extorsión cuyo único sentido, después de tantos
crímenes, presos y dolor, es meramente seguir existiendo,
sobrevivir. Es la dinámica con que François Furet (El
pasado de una ilusión) describió
magistralmente a la Primera Guerra Mundial: una matanza inmóvil
e inútil, pero en la que se había invertido tanto que
nadie podía dar el primer paso atrás. ETA, más
allá de las víctimas y su dolor, ha desgarrado el
tejido social del País Vasco, ha provocado un exilio de cerca
de doscientas mil personas, tiene más de diez mil presos, ha
condicionado la vida de tres generaciones de vascos y por ello,
justamente, no puede aceptar su derrota. Y es que ETA, efectivamente,
no puede ganar. Apenas una minoría exigua de los propios
vascos comparte sus postulados maximalistas, y el terrorismo está
absolutamente desacreditado en el mundo occidental como una forma de
lucha política, antes ya incluso del Once de Septiembre.
Los
gobiernos de España han intentado dialogar con ETA en tres
ocasiones. La primera, durante el gobierno de Felipe González,
en 1989, con las famosas “conversaciones de Argel”. La segunda,
durante el gobierno de José María Aznar, cuando ETA
declaró un alto al fuego tras forzar un pacto entre los
distintos partidos nacionalistas vascos para encaminarse, en unidad
de acción supuestamente, hacia la independencia; la banda
utilizó esa oportunidad, pese a los gestos de buena voluntad
por parte del gobierno –como el acercamiento de ciertos presos al
lugar de residencia de sus familias y algunas medidas de gracia–,
únicamente para rearmarse después del golpe estructural
que supuso la detención de su cúpula en Bidart,
Francia, en 1992. La tercera es ésta, recién
finiquitada con el atentado del 30 de diciembre.
El
joven opositor José Luis Rodríguez Zapatero, cuando
José María Aznar gobernaba con mayoría absoluta
y ETA había roto la tregua del 98, decidió proponer al
gobierno –quizás para alejar de sí la sospecha de su
bisoñez política– un pacto antiterrorista basado en
el sensato principio de que, independientemente del partido que
gobernara España, la banda enfrentaría una misma
política de Estado en su contra. Aznar, después de
algunas reticencias, lo aceptó. El pacto obligaba a Batasuna,
brazo político de ETA, a aceptar las reglas del juego
democrático o, de lo contrario, enfrentar su ilegalización;
equiparaba los actos de sabotaje callejeros (la llamada kale
borroka) de las organizaciones juveniles subsidiarias de
ETA con actos de terrorismo, y proponía luchar con todos los
instrumentos de la ley para conseguir la derrota policial de la banda
terrorista, sin pagar a cambio ningún precio político.
Estas
medidas fueron un éxito: el sistema democrático español
probó estar lo suficientemente consolidado para atreverse a
expulsar de las instituciones y de sus privilegios a aquellos que
claramente las usaban con el único fin de vulnerarlas y
destruirlas, y con ello se le hizo un daño medular a la
estrategia de la banda terrorista; se demostró que, cuando a
los padres de los niñitos satisfechos que, con un
pasamontañas, incendiaban camiones y cajeros automáticos
como lúdica actividad de fin de semana se los multaba con
miles de euros, esas acciones cesaban de inmediato, limitando el
semillero de activistas de la banda.
La
acción policial y la colaboración con el gobierno
francés fueron por último capaces de detener y desarmar
a los principales comandos. Esta estrategia había dejado a ETA
en la situación de mayor debilidad de su historia, aunque, es
inevitable reconocerlo, todavía con capacidad operativa para
asesinar: en un sistema democrático y de plenas libertades,
una acción terrorista no es difícil de poner en marcha:
la democracia demuestra su superioridad moral, paradójicamente,
en esta debilidad intrínseca, ya que no puede combatir al
terror con el terror.
No
se suele hacer hincapié en otro elemento central en la lucha
contra ETA: el valor de muchos ciudadanos vascos y españoles
que, en los últimos años, se han organizado en
asociaciones civiles para disputar el espacio público a ETA y
sus seguidores, y para denunciar las complacencias con el terrorismo
de muchas de las actuaciones del nacionalismo vasco no violento. La
admirable actitud y actividad del Foro Ermua, del escultor Agustín
Ibarrola, de la plataforma Basta Ya, del filósofo Fernando
Savater y de Rosa Díez, entre otros muchos, son un emocionante
ejemplo de coherencia y de conciencia política. No todo en las
democracias corresponde a los gobiernos, y estos grupos, organizados
muchas veces sin recursos, con grandes costos en tiempo y con riesgos
personales obvios, son un ejemplo vivo de que los resortes morales de
la sociedad vasca no se han hundido definitivamente pese a los
cuarenta años de ignominia y opresión terrorista.
Historia
de una tregua
Éste
era más o menos el escenario de España cuando el Once
de Marzo de 2004 el terrorismo islámico atentó contra
los trenes de Madrid. Y todo cambió irremediablemente. La
cúpula del gobierno de Aznar, a tres días de las
elecciones en las que competía, segura de hacer ganar a su
delfín Mariano Rajoy, trató desde el principio de
inducir a la opinión pública española e
internacional sobre la supuesta autoría etarra del atentado,
bajo el presupuesto de que eso reforzaría el voto hacia su
partido por su política de “cero concesiones” a la banda
terrorista. Pero en la era de internet, del teléfono celular y
de las cadenas de televisión extranjeras, setenta y dos horas
son una eternidad, y la verdad del terrorismo islámico se
filtró por los hogares de España. Es justo decir que la
investigación policial a cargo del gobierno del mismo Aznar
actuó con prontitud y atingencia, e informó casi en
tiempo real a la opinión pública de sus acciones –lo
que puso al descubierto que los autores habían sido
terroristas musulmanes–, pero esta labor, que los honra, fue
entreverada con un discurso ambiguo que mantenía, por
especulación electoral, la posibilidad de la autoría de
ETA. El Partido Socialista, por su parte, aprovechó esta
ocasión de oro de regresar a La Moncloa contra sus propios
pronósticos, y sacó a sus partidarios a las calles,
haciendo a su vez una manipulación de la manipulación
oficial, culpando a Aznar del atentado por su apoyo a la guerra de
Iraq e interrumpiendo la jornada de reflexión con
manifestaciones ilegales. Esto movilizó a un sector de los
votantes tradicionalmente abstencionistas pero con tendencias de
izquierda a dar el triunfo al PP y llevar a la presidencia en minoría
a Rodríguez Zapatero.
Desde
entonces, la crispación es el signo de la política
española. Por parte del PP, por su incapacidad para asumir la
derrota y por ejercer una oposición radical, sin matices,
nunca constructiva, infantil, sistemáticamente en contra de
todo lo que propusiera el gobierno socialista; y por parte del PSOE,
por su pacto con los nacionalismos periféricos, en particular
con Esquerra Republicana de Catalunya, con la intención nada
disimulada de aislar y marginar al PP. Por primera vez en la historia
de la democracia española, grandes cuestiones de Estado, como
la reforma de los estatutos de autonomía, se han realizado sin
el consenso de los dos grandes partidos, los únicos que
realmente pueden gobernar España.
Es
en este escenario donde los emisarios de la banda terrorista se
acercaron al gobierno del PSOE a proponerle un alto al fuego, una
nueva tregua. ¿Rodríguez Zapatero pensó que,
tras los atentados del Once de Marzo, y con la debilidad manifiesta
de la banda, poseía una buena baza negociadora? ¿Qué
podía ofrecer el gobierno en una negociación así?
¿Se conformaría ETA con la legalización de su
brazo político, una amnistía para los presos sin
delitos de sangre y el acercamiento del resto al País Vasco?
¿Hubo algún tipo de compromiso sobre el que no se ha
informado? El fin negociado no parecía un mal negocio para
ETA, dado su descrédito universal, la inviabilidad de su
ideario y su flaqueza operativa. Para Rodríguez Zapatero se
abría la posibilidad de ser el primer presidente en no sufrir
ningún atentado terrorista mortal durante su mandato y quizá,
por qué no, en el artífice del desarme definitivo de la
banda, lo cual le garantizaría la reelección en los
próximos comicios.
¿Qué
salió mal? Todo. El gobierno aceptó la exigencia de
Batasuna de establecer dos vías de negociación: una con
los partidos políticos, la famosa “mesa de partidos”, y
otra con los terroristas. Éste fue un primer error gravísimo,
pues concedía de facto la legalización de Batasuna, que
se volvió interlocutora imprescindible de la noche a la mañana
con un espacio protagónico en los medios para sus posturas
extremas, a cambio de nada por parte de la banda. El segundo aspecto
central es que obviaron las señales de cautela que, de buena
fe, emitían los actores del País Vasco que conocen a
ETA desde dentro. El tercero fue la pretensión imperdonable
del presidente del gobierno de pasar a la historia como el único
capaz de aplacar a la bestia etarra, sin reconocer claramente el
esfuerzo enorme de los gobiernos anteriores y de las asociaciones
civiles, vendiendo además la piel del oso antes de cazarlo.
Para que el diálogo con la banda prosperara era necesario que
cesara toda acción violenta y que esto se verificara por un
tiempo prudente. He aquí la cuarta equivocación: hacer
una verificación demasiado simple y rápida, atada al
calendario político, y minusvalorando las señales de
que ETA y su entorno se movían otra vez: desde cartas de
extorsión a empresarios reclamando el “impuesto
revolucionario”, el renacer de la kale
borroka, además de las amenazas nada veladas de
Batasuna ante el lógico estancamiento de la “mesa política”,
hasta acciones abiertamente criminales: el robo de más de
seiscientas pistolas y explosivos en Francia, o el acopio de material
en un zulo o
guarida recién abierta en territorio español.
La
banda, para colmo, con sus comunicados internos, se permitía
condenar como insatisfactoria la actitud del gobierno, y su “falta
de voluntad” para avanzar en unas negociaciones en las que no
renunciaba a ninguno de sus postulados históricos:
independencia, unión de Navarra al País Vasco –sin
contar con los navarros, claro–, excarcelación de todos los
presos, etcétera, peticiones obviamente inaceptables para
cualquier gobierno.
Finalmente,
el estallido
Eta,
el 30 de diciembre, quiso poner a prueba las “ansias infinitas de
paz” del presidente del gobierno, con un atentado brutal cuya
intención primera no era causar víctimas. Aquí
es donde ETA perdió piso, como siempre, ya que debería
saber que doscientos kilos de explosivos pueden causar víctimas
mortales, y que, aunque no las causen, no son precisamente la mejor
manera de participar en una negociación de paz. Y que
Zapatero, por más afán protagónico que tenga en
este asunto, está sujeto al dictamen de la opinión
pública, que ha sido claramente contraria a proseguir ningún
contacto tras el atentado, y que lo ha atado de manos.
Lo
que preocupa del atentado no es sólo la resurrección de
la violencia, es también la actitud de reflejos lentos, de
ambigüedad discursiva, del gobierno español. Quizá
porque Zapatero sabe que si el año que le queda de legislatura
coincide con una ofensiva etarra, su reelección será
muy difícil, pero también que no puede mantener unas
conversaciones con dos víctimas y los escombros de un edificio
de cinco pisos.
En
ese laberinto retórico el gobierno se mueve sin rumbo. La
postura del PP tampoco es fácil, ya que tiene que demostrar
que considera el atentado un acto execrable, atroz y vil, más
allá de que les convenga políticamente en el corto
plazo, y que renuncia a los réditos políticos de este
“regalo envenenado” que le han puesto sobre la mesa los
terroristas de ETA.
La
negativa de Zapatero a volver a convocar el Pacto Antiterrorista y
luchar junto al PP por la derrota policial de ETA, modelo que tuvo
éxito en el pasado, es un triste augurio. La negativa del PP a
acompañar a las asociaciones de ecuatorianos en las marchas de
duelo y de protesta no lo es menos. ETA, con su bomba, ha logrado
dividir a los dos partidos políticos, y en este año
electoral que se abre todo parece indicar que España camina a
ciegas pidiendo a gritos un verdadero estadista. Uno que no se
vislumbra ni a izquierda ni a derecha. ~
(ciudad de México, 1969) ensayista.