Si el vello púbico sintético suele ser un must entre las adolescentes en Japón, en otras latitudes, las más maduras o “no suficientemente Lolitas” optan por una poda inmisericorde.
Resuelto el asunto de derecho al voto y ante una creciente igualdad de oportunidades entre los géneros, hay un tipo de mujer exitosa a quien no le basta llevar un bolso de marca, conducir un auto semilujoso y portar uno o dos teléfonos celulares que no cesen de sonar. El nirvana consiste en demostrar que existe congruencia entre lo de afuera y lo de adentro, entendido esto último como lo que se esconde, exhibe o adivina detrás de la vestimenta: un par de senos salidos de agencia, la rasurada ya dicha y, ¡atención!, un ano reluciente. A la manera de las leyendas urbanas, a mediados del año pasado, circuló en Australia el rumor de que algunos dermatólogos aplicaban a sus pacientes un blanqueador de anos para que éstos se vieran más tiernos y limpios. Los menos apocalípticos le dieron cabida al humor con frases como My ass is whiter than yours; otros lamentaron que la aparición del “elíxir” no hubiera sido tema de algún capítulo de Seinfeld o Sex and the city, y una mujer, entre asustada y paranoica, preguntó: “¿Ahora tenemos que hacernos eso para satisfacerlos?”
Pero el destinatario de la satisfacción hace rato que dejó de estar personificado; ahora, si hay algo que complacer, es una óptica. Aun cuando ciertos doctores insistan a sus pacientes femeninas que la transformación de sus cuerpos es un regalo para ellas y no un premio, castigo o demostración para la pareja, ex pareja o el grupo de amigas, ellas se miran, no sólo a sí mismas sino entre sí, con ojos de hombre y se tasan con los mismos criterios de los jurados de concursos de belleza.
¿Es el poder que confieren juventud y hermosura o una suma de complacencia más competencia? Vale la pena leer lo que Madame Ninon de L’Enclos escribió al marqués de Sévigné en el siglo xvii a propósito de los elogios femeninos: “Si es fea, la creemos y la amamos; si es tan bonita como nosotras, le damos fríamente las gracias y la desdeñamos; si es más bonita, aun la odiamos un poco más que antes de que hubiera hablado.”
Ninon, quien se ganó fama de profesar el amor como un arte, tenía claro que mientras dos rostros compitieran, era imposible que entre sus dueñas naciera “una sólida amistad”.
¿Qué quieren las mujeres?
Trasero firme y muslos de acero eran las partes del cuerpo más anheladas por las estadounidenses en la década de los ochenta. Según la socióloga Susan Douglas había una marcada masculinización de la figura femenina. La publicidad y los medios de comunicación hacían hincapié en la apariencia estética como una manera de tomar el control sobre el propio cuerpo, explotar fortalezas y mitigar debilidades de carácter y personalidad. Ello implicaba tiempo, dedicación y presupuesto, de los cuales la mayoría no disponía debido a que pasaban horas en sus vehículos, sentadas frente a un escritorio o de pie tras un mostrador.
Así, tildar de flojas o despreocupadas a estas mujeres no bastaba para que consumieran y, de paso, entraran en cintura. Las promesas para estar en forma se volvieron un poco más prácticas y accesibles: A better butt, fast! Aparatos como Ab Toner y Tigh Master aseguraban cambios sustanciales al ser utilizados unos minutos algunos días de la semana. ¿Cuál sería el pretexto esta vez? Estrés, saturación de actividades, traslados constantes, malos hábitos, pereza llana…
Había llegado el momento de dejarse amasar o desgrasar; inflar o desinflar; rellenar o rebanar. La masculinización cedía su turno a la voluptuosidad. No había que demostrar constancia o dedicación, quizás ahorrar un poco. Nunca más pertinente aquella frase con la que muchos y muchas crecimos: es un pequeño lujo, pero…
Así, se pasó de la mujer toda músculos a la mujer toda protuberancias de preferencia firmes y a una suerte de aniñamiento de recovecos íntimos que no pongan en evidencia el grotesco paso de los años.
Si ésas son las herramientas, si ésas son las reglas del juego que se quiere o se tiene que jugar, no hay mucho espacio para lamentos. Acaso sirva como paliativo al esquema sexista donde el envejecimiento del hombre es aceptable y mejor visto que el de la mujer: ellos, maduros, sabios y elegantes; ellas, las brujas fofas y arrugadas.
A la par de la esperanza de vida, la de belleza también se ha incrementado. En pleno siglo xix, la aristocracia francesa consideraba que si una mujer había sido colmada durante diez o quince años con los triunfos de la belleza, podía gozar a los cuarenta o cuarenta y cinco de un “magnífico retiro”. Hoy tenemos mejores noticias: hay quienes, bajo paralelismos simplistas, se refieren a la edad de cincuenta como los nuevos treinta. A ese paso, en algún momento los ochenta serán los nuevos sesenta y los ciento veinte los nuevos noventa y ocho, y nunca será demasiado tarde para procurarse el ideal de Mishima, la apoteósica combinación de muerte y lozanía.
“¿Qué es lo que casi todas las mujeres desean?”, preguntó la reina al caballero en el cuento La mujer de Bath, de Chaucer, bajo la orden de obtener la respuesta en un año, so pena de morir. Es justamente una bruja quien le da la respuesta, con la condición de desposarla: “Casi todas las mujeres desean ser soberanas y gobernar por sobre sus maridos y salirse con la suya en el amor.” Una vez que, sumido en la depresión, el caballero acepta, se le presenta una nueva disyuntiva: si permanece fea, ella le será siempre fiel, mas no así si se vuelve hermosa. Independientemente del desenlace de la historia, una interpretación plantea la alternativa de la fealdad contra la promiscuidad. Guardada la proporción, el dilema me hace recordar a un cirujano plástico que le dijo a una mujer que, aunque perdiera sensibilidad tras un aumento de busto, ganaría en sexualidad. Y con creces.
Centímetros más, centímetros menos; firmeza o lozanía, así como una anhelada y cada vez más confesa proyección hacia chicas Maxim o Lolitas, lo que se destruye, según Clarissa Pinkola, es la “cohesión instintiva” de una mujer con su cuerpo natural al basar su valor no en quién es sino en lo que parece.
Apenas logrado un objetivo, surgirá el siguiente en pos del cuerpo que se tuvo o que se sueña tener. Nunca el propio, nunca el presente. Y aunque, gracias a los favores de la tecnología y la biomedicina, ninguna meta es inalcanzable, la angustia por el aspecto del cuerpo impide explorar y desarrollarse en otra dimensión.
Paradójicamente, aunque los logros feministas han llegado a los rincones más insólitos, en el terreno del cuerpo lo que se entona a coro es la desgracia ante el paso del tiempo y el peso de la anatomía: ahí nadie logra acertar en los ideales de belleza o juventud sempiternas. Citaré nuevamente a Douglas: “De todos los desfiguros del feminismo, éste ha sido tal vez el más efectivo.”
Es la publicidad la que obtiene un mayor alcance al capitalizar los sentimientos de exclusión. Si hace unas décadas se ofrecían aparatos al rato inutilizados y empolvados en algún rincón, ahora Dove le dice a las mujeres que todas son bellas sin importar arrugas o grosores.
En tanto la creencia de que basta ser mujer para ser hermosa marque una pauta, podremos mostrar menos inclemencia incluso ante los “perversos” intereses comerciales. –
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