Mickey: la promesa de una felicidad global

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Un mar de trigo dorado se extiende hasta el horizonte. Las espigas ondean bajo la caricia de una brisa ligera. Una enorme segadora penetra en esta masa rubia que parece infinita. El hombre que la maneja se ve diminuto en esta inmensidad. Su viril mirada de pionero está puesta en la línea larga y pareja que divide el azul del oro. No
hay nada que detenga la mirada en esta vasta planicie que el calor aplana aún más. Y de repente algo surge en el horizonte. Al principio es sólo un punto luminoso, luego se distinguen murallas almenadas, torreones y torrecillas cubiertas con techos puntiagudos. Se parece al castillo de la Bella Durmiente del Bosque que Disney convirtió en emblema y símbolo de sus parques, el minarete y el campanario de su paraíso. Súbitamente aparece un niño envuelto en un halo fulgurante como si fuera un ángel, apuntando con el dedo la visión que se precisa con su gesto. No es un espejismo, es una aparición, y el granjero del Middle West, que al principio no cree en lo que ven sus ojos, acaba por comprender que él es el beneficiario del milagro. Pero esta elección lleva a cambio cierta obligación: deberá realizar el peregrinaje que cualquier buen americano debe hacer a California o a Florida al reino encantado de Disney. Y hará la peregrinación. Realizará esta acción de gracias. El musulmán a la Meca, el norteamericano a Mickey. No cabe duda: en cuanto se baje de su monstruo de hierro y estando aún bajo el influjo de la maravillosa visión, nuestro buen granjero correrá al teléfono y marcará el número gratuito que ofrece toda la información necesaria para emprender el viaje.
     Este es, descrito en pocas palabras, el corte publicitario que todas (o casi todas) las cadenas norteamericanas de televisión transmitían hasta hace poco a intervalos cortos y regulares. En Francia, el guión del comercial era muy distinto: presentaba a un niño que, en silencio, ardía de impaciencia e inquietud en la parte trasera de un automóvil, mientras que adelante sus padres comienzan a reñir esforzándose en descifrar un mapa de l'Ile de France más enredado que los garabatos de un pirata para indicar el escondite exacto del tesoro. Los departamentos de comunicación trabajaron los mensajes en función de las culturas nacionales. El tema del peregrinaje sólo funciona si previamente existe en la conciencia colectiva una cultura de Mickey con raíces tan profundas como la cultura religiosa e igualmente evidente. Las industrias de Disney trabajan en ello y la fabricación a escala planetaria de esta seudomemoria cultural marcha por muy buen camino.
     El comercial norteamericano explota el imaginario de la tierra prometida, así como el de la aparición milagrosa, ambos anclados en el viejo trasfondo cultural judeocristiano. Y si sus autores eligieron movilizar toda la imaginería religiosa de la promesa, la epifanía y la revelación, no es sólo porque se trate de lograr que el norteamericano medio viaje a Disneylandia, sino de hacerle creer en Mickey y su reino. No es una cuestión de paseo o excursión, de visita o de turismo; se trata más bien de una peregrinación, peregrinación al país donde se ha cristalizado el derecho a la felicidad que la constitución norteamericana reconoce sólo en teoría.
     Sin embargo, este castillo surgido de la nada y rodeado por un aura de estrellas, que en el idioma mundial de los dibujos animados y las tiras cómicas significa la fascinación y el deslumbramiento (versión profana del éxtasis), este castillo envuelto en gloria y glamour, no es todavía la tierra prometida, sólo es la promesa.
     Como San Pablo cuando se dirigía a Damasco, el granjero del Middle West advierte la luz que le enseña el camino. Éste no tomará la forma del camino estrecho y espinoso que los padres jesuitas convirtieron en lema de su orden (augusta per angusta), sino de una amplia autopista que desemboca en esta antesala de los paraísos modernos: el estacionamiento. Como en todos los lugares donde nuestro mundo desencantado trata de recuperar el encanto (templos de la mercancía o la diversión), Disneyworld es primero un inmenso estacionamiento. Nuestro granjero se perdería en él si un trenecito salido directamente de un mundo de juguete no lo condujera hasta las puertas del reino encantado. Así se dejan llevar padres e hijos, a menudo embutidos en los mismos pantalones vaqueros, las mismas playeras, los mismos tenis. ¿Cómo explicar que el entretenimiento de masas haya optado por hacernos regresar de este modo a la infancia? Se puede ofrecer una explicación económica y decir que los ingenieros de la industria cultural, comprendiendo la mina inagotable de consumo que representan los niños gracias al poder que ejercen sobre sus padres, se aplicaron a satisfacer ante todo a esta clientela. Apostaron a que esos niños grandes que aún somos los seguirían, y no se equivocaron.
     Desde este pequeño tren, que…

Desde este pequeño tren, que recorre suavemente los anillos turísticos en toda la superficie del mundo —globalización obliga— haciéndonos circular ora por un bosque de secoyas, ora por un cerco montañoso, luego por una ciudad medieval o por el viejo centro de una ciudad, o por un castillo y sus nobles dependencias, lo real acaba por existir sólo como espectáculo. En esta especie de travelling, donde nuestros ojos toman el lugar de la cámara (cuando no es la cámara la que toma el lugar de los ojos), todo acaba por confundirse en la masa indiferente de cosas que hay que ver o, mejor dicho, que había que ver. Lo real pierde su realidad espacio-temporal, pues el mundo como espectáculo es también la falsa conciencia del tiempo y el espacio. Al conservar nuestro patrimonio cultural como una atracción y no como un legado, se sueltan los últimos vínculos que nos ataban de manera viva y cuasi orgánica al pasado, y alcanzamos la madurez para una globalización sin freno.
     Al referirse a Disneyworld es preciso hablar de entretenimiento cultural; pero no solamente porque hoy cualquier entretenimiento forma parte de la cultura, sino sobre todo porque el parque pretende impulsar la diversión en el terreno de la cultura. Y en cierto modo no hay nada que sea tan cierto. Las diferentes regiones del reino mágico reactivan, exactamente igual que ciertos comerciales o producciones televisivas, un viejo trasfondo cultural estratificado en nuestro imaginario occidental. Todo lo que antaño se depositaba en cada uno de nosotros por medio del libro o la imagen despierta como la Bella Durmiente del Bosque al ser besada por el príncipe. Son los cuentos con los que nos criaron en nuestra niñez; son los westerns que señalaron nuestra juventud; los mitos que alimentaron nuestro imaginario y lo estructuraron… y a todos podrá encontrarlos el animoso granjero del Middle West en regiones de nombres evocadores: Frontierland, Fantasyland, Discoveryland, Adventureland, todos ellos a su vez países extraordinarios y que sin embargo le resultan familiares. Pues el placer también está allí, en la turbación provocada por un paseo que lo transporta a un país conocido. Sólo tiene que tomar Main Street con su calzada adoquinada, sus faroles de gas, su tranvía de caballos, sus fachadas de madera pintada, una calle tantas veces recorrida en películas sobrepuestas. Por ella llegará a una gran plaza que sirve de encrucijada de caminos. A nuestro disneyworldiano le narrarán una historia diferente dependiendo de la ruta que elija, al menos temáticamente, pues en todas partes opera la misma lógica de la simulación. Supongamos que escoge Fantasyland. Allí, después de una visita al Castillo de la Bella Durmiente, que es la principal atracción del peregrinaje, encontrará a todos los santos de Disney: a Mickey, desde luego, pero también a Mimí, Pluto, Donald y luego a Blancanieves y sus siete enanos, Pinocho, a Alicia y su País de las Maravillas. La lista es larga.
     Pero este retorno a la infancia no se traduce en modo alguno por esa alegría "simple", inseparable de todos los momentos festivos de lo que antes era la cultura popular: fiestas parroquiales, kermesses, carnavales… No sabe de jaleos, ni alborozos, ni excesos: es antidionisiaca. El cuerpo no tiene cabida, mucho menos el deseo y quizá ni siquiera el imaginario.
      
     La esterilización del imaginario
     En la apropiación de Walt Disney de los cuentos y los mitos forjados a lo largo de los siglos por el imaginario popular, hay una erradicación de su sentido y su función, es decir, precisamente de aquello a lo que debían su popularidad. Para comprenderlo no hay más que considerar la función de los cuentos en el equilibrio psíquico de los individuos y la de los mitos en la estabilidad de las comunidades humanas. ¿No hemos aprendido de los psicoanalistas y antropólogos que los cuentos sirven para resolver conflictos psíquicos individuales y los mitos para resolver conflictos ideológicos colectivos? Al ofrecer un espacio ficticio que se vale de la ambivalencia y la ambigüedad, permiten efectivamente una solución imaginaria de los conflictos. Esto evita a los individuos ciertos colapsos psíquicos, y a las sociedades ciertos estallidos de violencia. Bien puede uno preguntarse si la explotación globalizada que hacen publicidad, televisión y parques temáticos únicamente de la imaginería de este tipo de relatos provocando la desaparición de su dinámica funcional, no guarda relación con el ascenso en la intensidad de las neurosis entre los individuos y de la violencia en nuestras sociedades.
     Para que el antiguo fondo patrimonial de las fábulas y las leyendas entre en la Disney world culture, debe pasar por la homogeneización, no solamente iconográfica, sino también fantasmática. Disney sólo puede reinar en el mundo sobre inconscientes lobotomizados. Así que debe someter a cuentos y mitos tanto a un empobrecimiento simbólico como a una pérdida de su función originaria. De aquello que el imaginario individual o colectivo invistió poderosamente ya en el reino mágico sólo queda una imaginería inerte, que no provoca ningún otro afecto más que el reconocimiento jubiloso característico del recién nacido y que en el silencio de este mundo arranca al disney-worldiano una exclamación única: ¡Ah, Blancanieves! ¡Ah, Cenicienta! ¡Ah, Peter Pan! Lejos estamos del descubrimiento iniciático de lo arcaico y sus fuerzas oscuras que acontece al sumergirse en el corazón de los mitos eternos.
     ¿Qué puede entonces hacer el disneyworldiano con este afecto escindido de cualquier acceso a la simbolización? Nada más precipitarse en una de las numerosas tiendas de Main Street y comprar la efigie de una efigie. Escindido de lo simbólico, despojado de investidura imaginaria, el entretenimiento masivo desemboca en el consumo de productos derivados, para el que por otra parte fue concebido. ¡El reino encantado en realidad es un gigantesco centro comercial temático! Por eso en Disneyworld, a la inversa de lo que ocurría en las manifestaciones de la cultura auténticamente popular, no hay investidura pulsional, sino una compulsión de comprar que disfraza esta ausencia y que funciona como sustituto. No hay que sorprenderse entonces de que el objeto adquirido, sin virtud ni poder de transición, vaya a empolvarse en alguna repisa. Ni fetiche, ni reliquia, ni amuleto, es la huella más que el recuerdo de un peregrinaje a un lugar abandonado por el imaginario.
     Despojado de su cultura por la globalización, "el pueblo llano" acude en masa a ver sus restos embalsamados. ¿No asistimos en cierta medida a una folclorización de los oficios, del artesanado, de las fiestas en nuestros viejos países? Todo lo que era "popular" sólo se mantiene bajo la forma de un objeto muerto, destinado a la contemplación espectacular. Y que no vayan a hacernos creer que una nueva mitología se erige sobre las ruinas de la cultura popular ni tomará el lugar de ésta. Nada saldrá de estos parques temáticos en los que están convirtiéndose todos los sitios históricos y culturales según el modelo de Disney, pues la creación de mitos supone una comunidad activa y viva, no una muchedumbre pasiva y disneyworldizada.
     El camino que toma el buen granjero también lleva al Wild West, a ese país mitificado por la industria cinematográfica a un grado tal que se ha llegado a dudar de su existencia histórica y geográfica. Ya los referentes imaginarios habían llegado a anular su realidad desde antes de que Disney la momificara. El país de la frontera, Frontierland, con sus fachadas que tanto hemos visto en los westerns, su cantina, sus auténticos cowboys falsos, su mina excavada en una montaña a la que se baja a toda velocidad a bordo de unos vagoncitos, sus diligencias y sus barcos de rueda que navegan en un río simulado. Tranquilicémonos, no hay peligro: todo está firmemente amarrado a rieles invisibles, los cartuchos son petardos inofensivos y los feroces buscadores de oro, monigotes de cartón piedra. La democracia hedonista no reconoce más que una sola ideología: la ideología de la seguridad. Todo está cerca en Disneyworld, y los lugares y los tiempos remotamente separados en la realidad geográfica e histórica se ponen en comunicación; de manera peligrosa, al parecer de cualquier pensamiento crítico, de manera maravillosa, al parecer del pensamiento infantil precrítico que la world culture masiva requiere y explota.
     Frontierland tiene una frontera común con Fantasyland, los dos países son limítrofes y esta contigüidad de lo histórico y lo fantástico (reforzada por la federación de ambos territorios en un mismo reino) no deja de acarrear fenómenos de contaminación cuyo costo cubre, naturalmente, lo real. Por eso, debido a la exaltación de la frontera, Frontierland contribuye a la abolición de la frontera entre lo real y lo ficticio. Buffalo Bill acaba por no ser ni más ni menos real que Mickey. Esta confusión proviene esencialmente del hecho de que los promotores de este tipo de entretenimiento cultural trabajan no con la historia ni con lo que de ella nos concierne —en una palabra: con su sentido—, sino con las imágenes del pasado que se han sedimentado en el imaginario colectivo bajo la forma anquilosada de clichés, de estereotipos. La historia es sólo una colección de lugares comunes transformados con mayor o menor habilidad en cuadros perfectos, que parecen más reales que lo real, puesto que se conforman a la idea que se ha hecho uno de ellos. El resultado más inquietante de esta abolición de las fronteras entre lo real y lo ficticio, así como de esta compresión de las distancias temporales y espaciales, es una esterilización de la conciencia histórica que provoca fatalismo y pasividad y que provoca la instauración de una memoria pavloviana requerida por el devenir mundial de la (seudo)cultura.
     No hace falta decir que ni la torre medieval de almenas desdentadas ni el verdadero castillo renacentista de torrecillas carcomidas por el tiempo se apegan tan bien a la idea de castillo como la asombrosa morada, instalada pieza por pieza, de la Bella Durmiente del Bosque. En otras palabras, la realidad se vuelve decepcionante al grado que nos vemos obligados a revalorarla por medio de una puesta en escena que la vuelva más atractiva. "Atractivo" es el adjetivo clave para una world culture cuyo principio y motor fundamental es "divertirse", to have fun.
     Es así que hemos visto nacer en Francia un proyecto de "Romanoland" con legiones romanas, conductores de carros de bronce, gladiadores musculosos y otros tópicos de la romanidad, para transformar las ruinas del puente del río Gard, carentes de glamour, en un verdadero sitio de atracción popular. Recientemente los ediles de Boston, constatando una relativa indiferencia ante el paseo histórico de la Cuna de la Nación señalado por un discreto hilo rojo que recorre las estrechas calles de la ciudad vieja, ofrecieron como explicación del fenómeno el carácter poco entretenido y espectacular de lo que realmente había que ver y la distancia excesiva entre los lugares llamados de interés, pues esto provocaba la pérdida de concentración y el aburrimiento. Entonces se plantearon la necesidad de reanimar el corazón histórico de la ciudad transformándolo en parque temático. Existen otros proyectos, particularmente en Virginia, en este caso sobre el tema de la Guerra de Secesión y en el escenario mismo de las operaciones militares. Todo esto resulta de lo más sintomático y significativo, y pone de manifiesto el cambio de relación con la historia ocurrido en las sociedades donde se confunden cultura y entretenimiento.
     La historia ya no es una presencia real que habita los lugares memorables, aunque tampoco ha desaparecido del todo, pues su existencia espectral es la justificación del entretenimiento cultural. Mickey lo entendió muy bien y el uso que podía hacer del patrimonio histórico en un país viejo como Francia no le pasó inadvertido. Un videoclip que pasa interminablemente en las cámaras del reino mágico propone al peregrino otras zonas de atracción, otras regiones encantadas. En primer lugar, París con sus monumentos: Notre-Dame, la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo, y luego, en círculos cada vez más alejados, los Castillos del Loira… Pero todo está hecho para que al peregrino le quede claro que estos territorios deben todo su poder de encantamiento a la gracia de Mickey el encantador, quien primero los elige, luego los enaltece con un golpe de su varita mágica, como lo demuestra la serie de tarjetas postales de los monumentos parisinos a los que un Mickey mago envuelve con un aura de estrellas resplandecientes para anexarlos a la magia de su reino.
     Pero ¿no perderían su poder de encantamiento si Mickey desaparece? El pasado, en esa extensa Historyland en la que están convirtiéndose nuestras ciudades y nuestros sitios cargados de memoria, no renace; al contrario, así es como muere, con el derrumbe del sentido de la historia y la disolución del vínculo que nos ataba a él. Y junto con el pasado se pierde la evidencia de nuestra identidad y el sentimiento de nuestro dominio del devenir. Desarraigados y fatalistas, consumimos todo con un placer indiferenciado.
      
     La búsqueda de la felicidad
     Sigamos una última vez a nuestro granjero del Middle West en su descubrimiento de este Edén profano que es el mundo de Disney. Hablo de Edén por consideración a la felicidad digna de los bienaventurados que espera al creyente, pero el corte publicitario que explota todo el potencial mítico y místico de la aparición más bien evoca a Lourdes, aunque no ha podido registrarse en Disneyworld ninguna curación milagrosa, quizá porque allí carecen de una oficina de registro, pues ¿quién dice que el beso de Mickey no puede curar? Sobre todo que en materia de apariciones Walt Disney se ha mostrado menos parsimonioso que el Dios de los cristianos. Mickey aparece tres veces al día junto a los personajes de su universo y los del patrimonio cultural europeo que el hábil ratón se ha anexado. En la gran plaza que se encuentra ante el Castillo de la Bella Durmiente del Bosque Mickey deja que algunos elegidos lleguen hasta él. ¿Por qué no podría ser éste el instante del milagro? Encajaría bien en la lógica del encantamiento que Disneyworld nos promete con el boleto de entrada. Nos vemos obligados a comprobar que el único milagro es el de la triple encarnación cotidiana del ratón ficticio.
     Un novelista norteamericano, Stanley Elkin, tuvo la perversa idea de tomar esta promesa al pie de la letra para poner de relieve la terrible omisión que la sostiene, y que no es otra sino la omisión de la muerte. El efecto es devastador. El protagonista de la novela, un tal Eddy Bale, ha reunido suficiente dinero para llevar a Disneyworld a siete niños (siete, como los enanitos de Blancanieves) en fase terminal de distintas enfermedades, unas más abominables que otras. En el universo idílico y de una perfección enteramente mecánica que es el de Mickey y sus amigos, los pequeños incurables, con sus vómitos, sus vértigos, sus malestares, su picardía afectada y su auténtico desamparo, comienzan a causar problemas. Poco a poco se instala el desorden. El reino mágico revela su desnudez. Las carrozas se convierten nuevamente en calabazas.
     Todo el interés de la fábula de Stanley Elkin radica en la confrontación del reino mágico con la realidad de la muerte. Pues esta confrontación pone en evidencia uno de los mayores beneficios imaginarios de la espectacularización del mundo cuya realización perfecta ofrece Disneyworld con su artificialidad. Ese beneficio es la inmortalidad. Disney, quien entendió con claridad que en el principio del hedonismo democrático se encuentra el olvido de la muerte, cuida escrupulosamente que cada quien reciba su parte de inmortalidad. Con Mickey uno no muere. Desde luego que puede haber un ataque cardiaco o una agresión por parte de un desequilibrado, pero no dudemos ni por un momento que en esos casos sumamente raros se llevarían el cuerpo de inmediato, así como la escuadra de arcángeles de la asepsia recoge las boñigas de los caballos del desfile o los chicles de los visitantes. El cuerpo muerto es un desecho y como tal será tratado en esta ciudad feliz donde la higiene es un principio moral. Al decir que con Mickey uno no muere, sólo quiero destacar que la muerte es la gran ausente: la muerte en su dimensión existencial y metafísica ha sido excluida del espectáculo. Esta es la verdadera razón del encantamiento que este mundo promete, es por eso que rebasa el simple placer o la diversión banal. Teatro sin crueldad, pues ignora el vínculo catártico que los espectáculos guardaban antaño con la verdad de la condición humana, Disneyworld nos ofrece un mundo liberado de la angustia de la finitud.
     La muerte en nuestra sociedad no es solamente obscena, es asocial porque denuncia el pacto simbólico de las democracias hedonistas: la felicidad. Es condenada a la extraterritorialidad, relegándola al hospital o a esas antesalas de la muerte que son los asilos de ancianos. Por su parte, el mundo de Mickey no sólo respeta este pacto; lo restaura. Su promesa de felicidad lleva consigo la inmortalidad en prenda. La Bella Durmiente del Bosque duerme, como lo indica su sobrenombre, a pesar de que su lecho de satín color pastel recuerde los almohadones en los que descansan los muertos en las funeral homes. Pero ¿quién engaña a quién? ¿El embalsamador que convierte a la muerte en un simulacro del sueño o el escultor que convierte al sueño en un simulacro de la muerte para tratarla como una ilusión? La cultura popular integraba a la muerte. No queda nada de esta cultura en el reino mágico que expurga la muerte de la vida, ignora el sexo, tiene fobia por lo orgánico y ciertamente también por todas las funciones vitales (¡Bambi no tiene agujero en el trasero!), y es víctima de una obsesión por la higiene y la seguridad. En el sentido tradicional del término, no hay nada menos popular que Disneyworld, aunque tampoco hay nada más conforme a los fantasmas que acompañan a la ideología democrática de la felicidad. Por lo demás, de lo que se trata no es tanto de ofrecer al usuario del parque (sólo 20%, al menos en los Estados Unidos) un momento de felicidad arrancado a la tediosa vida diaria (aunque es lo que prometen los folletos), sino de presentarle la imagen de un mundo feliz, sin tragedia ni drama, como en la versión un tanto boba de la utopía cosmopolita cantada por 297 muñecos de todas las razas.
     En otras palabras, no son las atracciones, independientemente de lo divertidas que puedan ser, las que sumergen al disney-worldiano en la beatitud; es el sentimiento de haber alcanzado la tierra prometida mediante la democracia hedonista globalizada: una tierra liberada de la angustia que se aparece en el horizonte de un mar de trigo anunciando su existencia a quienquiera que tenga la fe. Las atracciones, que son una vieja invención humana, provocan alborozo, júbilo, placer —ese placer que los niños conocen tan bien y al que se mezcla un escalofrío de miedo, como se advierte en los gritos que salen de las ocho enormes montañas rusas. La beatitud también suele ser muda, por eso Disneyworld es un mundo de silencio.
     Para protegerse contra la angustia, el hombre ha creado rituales. Disney entendió la función de estas prácticas obsesivas. Sencillamente les ha quitado su valor simbólico esterilizando el imaginario. El reino mágico es un universo ritualizado, codificado, del que se ha excluido todo lo que pueda ser un acontecimiento, es decir, también "un advenimiento". Es un universo amablemente totalitario cuya imagen es la utopía de la felicidad que nos promete la forma globalizada de la democracia norteamericana. –— Traducción de Rossana Reyes

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