Cuando reproducen esas fotos con una medalla que le cuelga del pecho o imágenes en las cuales siempre está de traje, como el recorte ovalado de un héroe, me cuesta un momento reconocer al Miguel Ángel que tuve presente a lo largo de mi vida, porque los primeros recuerdos que tengo de él son en la pachanga. Cenas en casa de los Rivera; reuniones en la sala de mi casa junto a otros pachuqueños de ese entonces, a ratos hablando de política y a ratos cantando viejas canciones con las que el profe Guerrero se encomendaba al piano; comilonas en el rancho de Rubén Contreras: Miguel Ángel con una tortilla en mano junto al hoyo de la barbacoa, listo para servirse la primera tanda de escamoles o salar la primera ración de maciza; Miguel Ángel arrancándose con un bolero después de la barbacoa.
En una de esas comidas, recuerdo que un trío cantaba una canción que la mayoría cree que dice:
Dios dice que la gloria está en el Cielo,
que es de los mortales
el consuelo al morir.
Bendigo a Dios
porque al tenerte yo en vida
no necesito ir al cielo tisú,
si alma mía
la gloria eres tú.
Miguel Ángel felicitó al trío porque habían cantado la versión correcta, que dice:
Desmiento a Dios
porque al tenerte yo en vida
no necesito ir al cielo…
Una cubana que estaba en la mesa comentó que eso casi nadie lo sabía, que ese bolero se había popularizado con la otra versión porque a la burguesía cubana le pareció blasfemo que alguien dijera que se desmentía a Dios; estaba muy sorprendida. Porque no conocía a Miguel Ángel, para quien siempre había más por descubrir en cada historia.
Siempre regresaba. Se iba y enfrentaba dinosaurios o estafadores de la palabra; hurgaba en sótanos, libros, recuerdos, contaba lo que había encontrado, y siempre volvía. Como uno de esos obsequios que uno tiene el privilegio de recibir solo porque ha nacido en un lugar específico, en Pachuca sabíamos no solo que iba a enorgullecernos, que iba a decir las cosas que tenían que decirse, sino que luego regresaría, que luego podríamos una vez más comprobar que es uno de los nuestros, que somos uno de los suyos, que es posible levantar la cabeza y seguir atizando el mundo.
En Hidalgo, un estado en el que, una vez que se acabaron el pulque y las minas, la producción más notable es de políticos cínicos y brutales, Miguel Ángel demostró que era posible ser una clase distinta de ciudadano. Por eso es que los enfrentó en su propio terreno y por eso es que, aunque él opinara lo contrario, tuvo éxito: no ganó la gubernatura pero dejó claro que a partir de entonces ya no la tendrían sencilla los anquilosados herederos del caciquismo, que la oposición dejaría de ser testimonial, porque hasta alguien, como él, que no tenía nada que demostrar, estaba dispuesto a arriesgar todo, su prestigio, su carrera, para devolver sus derechos a los ciudadanos.
Participó en la creación de los diarios más importantes del México contemporáneo, así como de las instituciones democráticas con las que fue posible comenzar nuestra transición, puso atención donde a los demás les parecía que no había nada que ver y no se calló para evitar un disgusto. Lo suyo, diría, era causar disgustos informados. Supo dedicarse a las actividades más diversas sin ser alguien disperso. Antes de que se popularizara como el signo de nuestros días, ya había comprendido que el exceso de información podía volvernos miopes. Por eso, creo, su tierra le sirvió como una especie de lente para enfocar mejor la realidad. Era una de esas maneras de ver por qué hacía lo que hacía, por quién se arriesgaba como se arriesgaba.
(Yo no tendría que estar escribiendo este texto, sino mi padre. Él podía haber hablado de la familia de Miguel Ángel, de su juventud en Pachuca, de cómo lo vio hacerse. Pero no se pudo, y ahora me toca a mí conjurar este otro desamparo.) Frecuentemente me preguntan cuando estoy fuera de México si el país ha sido derrotado, si es un Estado fallido, si tenemos remedio. Entonces pienso en alguien como Miguel Ángel Granados Chapa, salido de la pobreza, luchando en un oficio que nunca ha sido fácil en nuestro país, aguantando despidos y amenazas, en su manera de plantarle cara a los poderosos con la insolencia de la verdad y la precisión de quien ama la lengua. Pienso en que, todavía, hasta el final, Miguel Ángel estuvo defendiendo a su amigo, colega y paisano Alfredo Rivera Flores del acoso al que lo ha sometido un político siniestro que no perdona que lo hayan puesto al descubierto. Y sé que no nos han derrotado porque en los periódicos podemos ver no solo los horrores de los que somos capaces, sino también encontrar las voces lúcidas y valientes de personas como Miguel Ángel, esas que siempre vuelven. ~