“Las exposiciones de Sófocles escribe Saint-Victor son célebres; hay una especie de grandeza regia en la manera con que abre de par en par la puerta de sus tragedias.” Por “exposición” se entiende, desde luego, el planteamiento del asunto de una obra de teatro. Edipo Rey abre con los estragos de una peste que ataca Tebas. Y esta exposición, sigue diciendo Saint-Victor, “es de una majestad sin igual, tal cual Fidias habría podido concebirla”.
La epidemia se ceba no sólo en los humanos, sino en los animales y hasta en las cosechas y “los muertos caen más rápido que bandadas de pájaros sobre la ribera tenebrosa”. La peculiar religiosidad de los griegos antiguos daba por hecho un significado: la epidemia obedecía a la justa cólera de un dios, despertada por algo que los tebanos debían haber perpetrado. Un castigo. Se trata de un estadio antiguo en la concepción de Dios. Ya hay justicia en la divinidad, lo que es un adelanto grande, pero es justicia humana, colérica, y por tanto, más o menos comprensible, todavía habrá que avanzar mucho teológicamente para entender que Dios no sólo es justo, sino santo e incomprensible.
Antes de sumirlo en la desgracia, Sófocles presenta a Edipo en la plenitud de su poder. Lo que es teatralmente perfecto: para caer al fondo precisas elevarte primero. Del mismo modo, recuerda Saint-Victor, Job antes de su ruina, era “el hombre más alto de todo el Oriente”.
Un grupo de niños y ancianos encabezado por el sacerdote de Zeus acude, con ramas de olivo en las manos, a pedir la salud al rey glorioso y sabio que derrotó a la perra que habla, id est la Esfinge, y los libró antes así de otra plaga. La vigilancia ha sido intachable, se ha hecho todo lo posible, declara el rey, y se ha enviado a Creón a Delfos, a consultar el Oráculo.
De esta manera queda montado el mecanismo para desenvolver el más limpio, penetrante y hermoso juego de ironía trágica que ha subido al escenario teatral.
La multitud está congregada. Creón regresa con el Oráculo del dios: Tebas será castigada por la peste en tanto guarde en sus muros al impune matador de Layo.
Edipo decide que buscará y descubrirá al asesino, y lo declara inmundo, proscrito y expulsado de templos y sacrificios, aislado, privado del uso del agua lustral y del trato humano como un sacrílego o un leproso. Y al declararse responsable de la venganza de Layo, con cuya viuda se ha casado y cuyo trono detenta, se le escapa una frase que destila todo el juego irónico: “Voy a vengar a Layo como si fuera mi propio padre.”
La ceguera de los anhelos humanos concentrada en este momento magistral: “Voy a vengar a Layo como si fuera mi propio padre.” ¿Ha alcanzado alguna vez la tragedia mayor pureza y claridad?
Y en ese momento hace su entrada Tiresias, el adivino ciego, que en un diálogo extendido, gradual y violento le revelará a Edipo, por insistencia suya, el horrendo misterio de su destino.
El mito de Edipo ha tenido sus metamorfosis. En la Leyenda Áurea, curiosamente, figura Edipo entre los santos, San Edipo.
René Girard hace otra lectura del mito en la que omite como espurios nada menos la muerte del padre y la boda con la madre. Para Girard, Edipo, como Job, es simplemente chivo expiatorio. En resumen bárbaro, e injusto por tanto, la explicación del chivo expiatorio dice: el triunfo que lleva a Edipo a ser rey, por la envidia colectiva de su destino, suscita su condena al sacrificio. Toda víctima sacrificial se torna sagrada. El grupo humano precisa un chivo expiatorio. Considérese con qué relampagueante velocidad los políticos mexicanos alcanzan la condición de chivos expiatorios (al menos en nuestras opiniones).
El chivo expiatorio explica muchas cosas. Para Girard da razón, por ejemplo, de sucesos tan dispares como la muerte de Abel o la de Romeo. Tiene un libro entero mirando personajes de Shakespeare como chivos expiatorios, para no decir nada de Dioniso o de Jesucristo, que son víctimas sacrificiales por excelencia. Sea válida o no esta reducción, la lectura de libros de Girard es siempre fascinante.
Pues sí, no nos cansamos de volver una y otra vez a Edipo. –
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.