Muertas sin fin

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Atención. Se busca. Se agradecerán informes
En Ciudad Juárez, el inicio de la primavera de 1999 consignó el rito inverso al simbolismo regenerador de la vida, propio de la fecha: se denunciaron cuatro violaciones —dos de las víctimas son niñas de nueve años.
También se halló el cuerpo de una joven de 18, morena, esbelta, de cabello largo, que fue desnudada, violada, estrangulada y que se intentó incinerar con llantas —la cuadragésima mujer víctima de asesinato desde que el nuevo gobierno del pri tomó el poder, el primero de octubre de 1998. Otro esqueleto al mayor de los osarios de la historia delincuencial de México.
     Aquel 21 de marzo se reportó a su vez desaparecida a otra muchacha. En la Ciudad de México, cuatro días antes, un grupo de diputadas había demandado que la Secretaría de Gobernación interviniera para esclarecer los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez. Jesús Murillo Karam, subsecretario de Seguridad Pública, aceptó el compromiso.
     Poco después, volvía el horror a Juárez: el día 18 la joven Nancy Villalba González, de 13 años, obrera de la firma Motores Eléctricos, fue secuestrada por el conductor suplente de un vehículo en ruta de la maquiladora, que la condujo a las cercanías de Granja Santa Elena, en el kilómetro 17 de la carretera a Casas Grandes, y donde antes se ha descubierto a más de una docena de muertas. El sujeto desnudó, violó, estranguló y dejó —sin identificación alguna— por muerta a Nancy.
     La niña sobrevivió al ataque por un milagro, caminó kilómetros hasta un caserío y logró denunciar a su agresor, que sería identificado como Jesús Manuel Guardado Márquez, de 25 años, ex agente de la Policía Judicial.
     El criminal —alias El Tolteca, El Chacal o El Drácula— cayó preso por azar a finales de marzo pasado en Durango, y se le han atribuido de inmediato siete asesinatos, además de aquel intento en el que Nancy salvó la vida.
     A principios de abril, las autoridades vincularían a Guardado Márquez —que se confiesa violador pero niega ser homicida— con una banda de choferes violadores y asesinos —que incluiría a dos hermanos suyos de la policía municipal—, “dirigidos desde la cárcel por Sharif”, el químico de origen egipcio a quien, en 1995, se le acusó de consumar asesinatos en serie de mujeres con la pandilla Los Rebeldes. Esto se anunció en medio de un despliegue espectacular. Sin duda, era la respuesta del gobierno local al compromiso ante las diputadas del subsecretario Murillo Karam, que ofreció una “estrategia de investigación en el plazo de una semana”.
     El gobernador Patricio Martínez declararía a la prensa que así “terminaba una pesadilla de horror con una altísima cuota de sangre”. Y se dirigió, triunfalista, a “la industria internacional”: “Ciudad Juárez está recuperando la paz, deja atrás los días de angustia, y podemos decir que los problemas graves policiacos de inseguridad que en años pasados estaban asolando a Juárez, los estamos viendo con el fin a la vista”. Un gobierno que desdeña a su comunidad y ofrece la manía declarativa como principio político.
     Los funcionarios de gobierno y de la Procuraduría de Justicia del estado de Chihuahua incurrieron en idéntica prisa por ganar la prensa, la radio o las televisoras, mediante declaraciones indiscriminadas y contradictorias, por completo improcedentes respecto del sigilo que solicita toda averiguación previa.
     La propaganda encubre. ¿Terminarán los crímenes con estas detenciones? ¿Desaparecerá la insensibilidad de las autoridades? Esther Chávez Cano, dirigente histórica del Grupo 8 de marzo, y una de las figuras a quien se debe que los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez hayan trascendido el ámbito local, expresa sus dudas. El problema de la violencia contra las mujeres en la frontera es de mayor profundidad: las fallas de educación en las personas.
     Y eso atañe lo mismo a los delincuentes que a las autoridades policiacas o judiciales. Chávez Cano recuerda que, por motivos políticos o electorales, el gobierno anterior del PAN en Chihuahua mintió, manipuló y ocultó las cifras sobre las muertas durante su gestión. Ahora, el gobierno del PRI podría estar en semejante trance.
     Sobre las detenciones de abril, Chávez Cano se muestra escéptica: “esto no cambia la situación, y van a continuar los crímenes como pasó con Los Rebeldes. Todas y todos creímos que era el principio del fin, y ya se han visto los resultados”.
     El relato de aquellos horrores se ha repetido año tras año desde principios de 1993, cuando comenzaron a presentarse los asesinatos sexuales contra jóvenes y niñas —de diez, once o doce años—, que ya se acercan a doscientos, de acuerdo con las cifras de las organizaciones no gubernamentales de mujeres, y que exponen muy diversos modus operandi y “causa mortal”: estrangulamiento, golpes, amarraduras, mutilaciones, suplicios, cortes, incineraciones.
     Tal incidencia implicaría un furor misógino, que por la ineptitud policiaca y judicial —o protecciones de poderes allí ocultos y transexenales— ha pasado del estatuto de crimen esporádico a estrago colectivo, bajo el temible efecto copycat, el de los imitadores que acechan en la penumbra y reproducen la violencia última en trazos discontinuos, pero eficaces. La muerte suburbana.
     Entre la desaparición, la esperanza y la muerte, se prodiga un florecimiento del luto que comienza en cada caso cuando se difunden los volantes, centelleo de presagios amargos. Los rostros de esos avisos en simples hojas de papel blanco, reproducidos en mimeógrafo o fotocopiadora, son casi indistinguibles, y, en su mayoría, se trata de desapariciones de niños, niñas y jóvenes.
     Allí, los trazos fisionómicos pugnan por escapar de los claroscuros que la reproducción deficiente les asigna, caracterologías que devienen manchas, nombres que se confunden o enciman unos con otros. Los datos rutinarios de cada volante insisten en una edad, un matiz de piel, una estatura, un color de ojos, una cicatriz. O una desventaja física, cuando la hay.
     ¿Cómo resumir en diez líneas una vida?
     Para los familiares y para los desconocidos que llegan a leer estos avisos callejeros, la imagen de las personas extraviadas —muchas veces perdidas para siempre— se ubicará en el centro de una intriga hostil: la de la muchedumbre flotante.
     Desaparecer es incurrir en esa suspensión del tiempo que conduce al limbo terrenal —el de las ilusiones que chocan con la violencia, o las explotaciones que destruyen identidades y construyen otras nuevas. Una geografía etérea de la que jamás se vuelve y que, a cambio, ni siquiera permite la certeza de la muerte, el dolor redimible por una causa profana. En ella, sólo se ahonda el cerco de la fatalidad, la providencia, la mano de Dios, la sola vida que se arroja contra sí misma hasta hundirse en la nada.
     Los volantes que claman por las víctimas de una desaparición se han convertido en la metáfora de la vida urbana —ya unánime en el mundo. Antes, las personas se perdían en los senderos naturales, en el mar, la montaña, el desierto. Ahora, tienden a perderse en el camino a las ciudades, en las carreteras, los arrabales, los basureros, los lotes baldíos, o en las esquinas céntricas, los cuartos de azotea, los barrios prostibularios, los centros recreativos donde se reúnen los jóvenes. O en los puentes que unen a los países.
     Los pasos de las personas son como la tinta invisible: sólo se revelará a quien esté al tanto del juego. Y en las ciudades —en particular en las zonas fronterizas— todos deben estar tan pendientes de sí mismos que apenas pueden atender alrededor.
     En Ciudad Juárez, los volantes están en los postes frente a la Clínica del Seguro Social, en la terminal de los autobuses foráneos, en los tableros de los supermercados, en las afueras de los templos, en las oficinas policiacas, en el interior de los camiones del transporte urbano, en el aeropuerto, en los muros junto a las fachadas de los comercios y los restaurantes de comida mexicana o china. Pocos días o semanas después de que se les coloca, esta suerte de botellas al mar de las intranquilidades fronterizas, exvotos en espera de un milagro evasivo o meros papeles al viento, son relevados por otro volante a su vez reemplazado por el siguiente en un montaje espectral de rostros, datos, señales, manchas. Atención. Se busca. Se agradecerán informes.
     Para los familiares de las víctimas, la historia de la desaparición y muerte reviste en cada caso una rutina de escalofriante insensibilidad policiaca: a pesar de las denuncias inmediatas, las autoridades se niegan a actuar —por apego a la regla—, o son lesivas en sus procedimientos. Por ejemplo, suelen aducir que las desaparecidas tienen una doble vida, se prostituyen, son afectas a las fiestas o a fugarse con algún amigo.
     Hasta los últimos días de marzo pasado, la Policía Judicial del estado de Chihuahua había recibido 85 reportes sobre personas desaparecidas, y reconocía 22 casos pendientes de resolver. En la mayoría de los reportes, las autoridades dicen encontrar sólo conflictos familiares, o amoríos en fuga. Una trivialización que encubre y propicia el crimen, la desidia que condena de antemano.

Voces sin eco
Desde 1995, cuando los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez trascendieron al interés nacional e internacional, los periodistas acudieron una y otra vez a entrevistar a Irma Pérez, cuya hija Olga Alicia Carrillo Pérez, militante del Partido Acción Nacional, apareció asesinada el 9 de septiembre de aquel año.
     Unos pocos restos humanos esparcidos en un radio de sesenta metros, a tres kilómetros al oriente del mercado de abastos local. Su blusa estaba desgarrada. Por la ropa y un análisis odontológico, se pudo determinar la identidad. Era la vigesimoprimera víctima de aquel año, de acuerdo con el registro del Grupo 8 de Marzo.
     La madre de la víctima se destacó en la tarea implacable de hacer antesalas en las oficinas policiacas, declarar a la prensa nacional e internacional, reunir a los familiares de otras víctimas, establecer contactos con grupos de mujeres.
     Ahora, hacia los cuatro años de que su hija desapareció, se mantiene inquisitiva ante las autoridades, e invita a “hablar con las muchachas del grupo”. Los sábados, a las tres o cuatro de la tarde, suele reunirse el grupo Voces sin Eco, compuesto por madres, hermanas, tías y otros familiares de niñas y muchachas que fueron víctimas de asesinatos sexuales, aún impunes.
     El punto de reunión ha sido la casa de Irma Pérez, en la Colonia Bellavista, un barrio con retícula estrecha y casitas pequeñas de un nivel, atravesado por algunas avenidas de fuerte tránsito de vehículos y peatones. Las calles tienen nombres de metales que suenan fantásticos en este barrio obrero: Plata, Uranio, Antimonio.
     En la Calle de Oro, tras un carrito de hot-dogs a quince pesos mediante el que se gana ahora la vida —ya tiene unas décadas acá en la frontera, y siempre se negó a irse “al otro lado”, donde incluso tiene familia—, Irma vive bajo esa arquitectura hecha para familias de dos o tres personas.
     En la sala se acomodan una mesa, cuatro sillas, un refrigerador, un aparato de radio. En un muro destaca una fotografía de Olga Alicia, coloreada al estilo de una artesanía pretérita, en la que viste su traje de primera comunión. Los manteles y las cortinas allí parecen transmitir una pulcritud de templo y, al mismo tiempo, una calidez doméstica. Irma, vestida de pantalones deportivos y playera, ropa de estar en casa de muchas juarenses, invita a las muchachas a que se expresen.
     Guillermina González Flores, de 22 años, menuda, de rostro moreno y bello, empleada de la misma maquiladora en la que trabajaba su hermana María Sagrario, que desapareció el 16 de abril de 1998 y fue hallada muerta el 29 siguiente, cuenta su decepción: “el propio nombre de nuestro grupo habla de que no somos escuchadas por las autoridades, ni por la comunidad entera. No ha habido justicia ni se han resuelto los crímenes”. El grupo Voces sin Eco lo forman en su base siete familias de víctimas, que a su vez se relacionan con otras familias que han padecido un drama semejante.
     González Flores señala que los familiares de las víctimas están cansados, y tienen miedo incluso. Ante la comunidad juarense, las autoridades carecen aún de credibilidad. Detalla González Flores:
      
Nos han decepcionado bastante en la forma en que, cuando se denuncia la desaparición de las mujeres, éstas no son buscadas ni localizadas; cuando ya desafortunadamente se les encuentra, las autoridades creen hacer su trabajo entregando los restos de las víctimas. Para mí eso es una incapacidad por parte de ellos, porque no actúan cuando es necesario.

Guillermina recuerda que su hermana María Sagrario, de17 años, desapareció después de terminar su turno laboral a las tres de la tarde, y de inmediato la buscaron en hospitales y clínicas —la suponían víctima de algún accidente. Luego la reportaron a la Policía Municipal, donde recibieron las típicas argumentaciones, “que si estaba con el novio, que si estaba con sus amigas, que ya regresaría”.
     A los catorce días apareció el cuerpo, acuchillado y estrangulado: “no mueven ni una pestaña, a pesar de que desde las primeras 24 horas hay tiempo de rescatar a las personas”, insiste González Flores. “Investigan hasta que tienen un cuerpo, y luego buscan a los criminales incluso en las propias familias, mientras el verdadero asesino sigue haciendo sus fechorías. Faltan capacidad y ganas. Nos quieren ver la cara nada más. ¿Por qué? No lo sé”.
     Guillermina González Flores relata —sus ojos negros se posan aquí y allá, en busca de la palabra exacta que honre la memoria de su hermana, la voz grave de prematura entereza— que, cuando su familia decidió viajar de Durango a Ciudad Juárez, sabían de los crímenes en esta frontera, y tenían la preocupación porque son una familia de casi puras mujeres: “al llegar, nos dimos cuenta de que las propias autoridades, o la gente, difunden la idea de que a las mujeres les pasa aquello porque se lo buscan”. Enfatiza González Flores:
      
Ante todo mundo desmiento estas versiones, porque son falsas, no sólo en el caso de mi hermana, sino en el de todas las jóvenes que han sido victimadas. Y aunque las mujeres tuvieran doble vida, eso no justifica que las asesinen así. En cuanto encuentran un cuerpo, cuando ni siquiera saben cómo se llama la mujer, las autoridades ya la están juzgando por prostituta. Es su justificación de siempre.
      
Hasta el fin de la gubernatura anterior de Francisco Barrio, en septiembre de 1998, el grupo Voces sin Eco se manifestó en un mitin público. A partir del nuevo gobierno, el grupo acordó colaborar con las autoridades, y así generar una mejor atención, a pesar del riesgo implícito de ser manipulado a favor de la propaganda oficial.
     En adelante, Voces sin Eco se propone construir una red informativa y de comunicaciones que contemple un programa preventivo —dirigido a la juventud—, y otro de respuesta inmediata cuando se presente una denuncia por desaparición, detalla González Flores. Mientras habla, sus ojos traducen el brillo acuoso del entusiasmo y la nostalgia por su hermana muerta —cuyo asesinato las autoridades atribuirían en abril a Guardado Márquez, y luego darían marcha atrás.
     A un lado, Irma Pérez atestigua —la mirada triste, de santa de capilla antigua— que el futuro de su empeño está en buenas manos.

Habla en voz baja, recibe a las recién llegadas, pregunta por las que no vinieron. Está contenta con esta nueva familia a su alrededor. Y sonríe cuando habla de lo bien que le quedan sus hot-dogs, que venderá ésta como todas las noches a partir de las ocho —excepto en Semana Santa—, cuando los autos y los camiones polvosos de la avenida 16 de Septiembre comiencen a dejar de pasar, a la luz tímida de los arbotantes, bajo la sonrisa y los saludos de los vecinos que se resguardan en la merienda y el televisor. Buenas noches, Irma, buenas noches.

Mujeres, y pobres
La vida en tanto un hecho subrepticio y volátil —por desplazamientos, por invisibilidad, por desaparición, por anonimato— alcanza en Ciudad Juárez un rango inquietante. También colabora aquello al alto grado de violencia: 350 delitos diarios, de los que el 80% no se denuncia.
     No todas las personas tienen rostro e identidad, aunque tengan cuerpo y alma. Víctimas y victimarios por igual. Y su existencia suele estar marcada por semejante volatilidad: son numerosos los casos de mujeres que desaparecieron a la espera de un camión o “rutera”, o fueron vistas por última vez mientras algún vehículo merodeaba en las cercanías.
     Los zapatos y las ruedas intercambian o fantasmagorizan su valor de uso y su valor de fetiches. La muerte surge como incidencia vehicular, sombra vertiginosa y depredadora. Una aspereza del desierto que se uniera al salvajismo del asfalto.
     Para mejorar un escenario tan adverso, en especial para las trabajadoras, Esther Chávez Cano confía en las tareas preventivas, sobre todo, la injerencia de la industria maquiladora: “tiene toda la oportunidad y el dinero del mundo para proteger a sus empleadas. Pero están cerrados porque no quieren adquirir ninguna responsabilidad”. Ante la denuncia de la maquiladora donde laboraba Nancy Villalba González porque ésta utilizó un acta de nacimiento falsa, Chávez Cano manifiesta su disgusto: “tras de corneada, apaleada”. Y recuerda:
      
Una de las pocas cosas que nos dejó el famoso investigador Robert K. Ressler fue su opinión de que iban a seguir apareciendo muertas, porque las mujeres están muy desprotegidas. En las colonias no hay vigilancia; creo que si de veras se quiere terminar con esta violencia, el gobierno tiene que tener ideas y acciones que dejen a un lado la política, por ejemplo, infiltrar agentes dentro de la maquila, en los transportes, etcétera.
      
Chávez Cano —una mujer delgada, de edad madura, mente ágil e ironía a flor de labios, que dejó la capital mexicana más de quince años atrás— lamenta que las autoridades de uno u otro partido opten por “soluciones políticas” a problemas de cariz policiaco y judicial. Menciona que si los panistas no las escuchaban pero al menos las oían, ahora los priistas —un gobierno “represivo y amafiado”— han intentado acallar los reclamos de los grupos de mujeres, o insistido en dividir o desintegrar sus esfuerzos. Precisa: “aunque a nosotras nos pudieran callar, surgirían otras voces; pero, ¿y las muertas?”
     La también directora de Casa Amiga, un organismo de apoyo a víctimas de violación o de violencia intrafamiliar —que arrancó sus tareas el pasado mes de febrero—, comenta que más que estudios académicos o pretextos de especializaciones, se requieren medidas prácticas por parte de la policía. “Se debe capacitar a la gente no sólo en aspectos técnicos, sino en el entendimiento del concepto de género”, agrega Chávez Cano, “lo que ayudaría a dejar atrás actitudes machistas y prejuicios que tienden a obstruir el ejercicio de la ley y la justicia”.
     Para Esther Chávez Cano la negligencia de las autoridades viene de una circunstancia integral: las muertas son mujeres, y son pobres. Las asedia un infortunio de dos caras.

Risas de hombres
El 14 de agosto de 1995, Elizabeth Castro García, de 17 años, salió de su casa a las cinco de la mañana —como todos los días— rumbo a su trabajo en una fábrica. A las tres y media de la tarde, al terminar su turno laboral, se dirigió a la escuela (ITEC), a la que entraba a las cinco. A las siete de la noche salió del plantel con una amiga, María Angélica Contreras, que la acompañó hasta la esquina de Juárez y Guerrero. Allí se perdió su rastro. Su familia elaboró volantes, y debió anotar algunos rasgos: 1.75 metros de estatura, esbelta, blanca, cabello castaño oscuro y largo… descripción que se ratificaría en la denuncia formal.
     Un par de transeúntes la vio caminar al lado de un hombre moreno, alto, que cargaba una maleta negra. Dos semanas atrás, su hermana Patricia la había visto cuando descendió de un auto negro con vidrios polarizados —como usan muchos vehículos en Ciudad Juárez. De acuerdo con su hermana Eunice, Elizabeth había tenido tres novios, Daniel “N”, Nicolás Herrera y Jorge Zamora. Al parecer, un conductor de camión la pretendía. Durante los días siguientes, la familia recibió llamadas extrañas: al descolgar, sólo se escuchaba alguna canción de Selena, la cantante de música tex-mex asesinada: “¿Bidi, bidi, bom, bom?”
     Cinco días más tarde, al mediodía del 19 de agosto de 1995, se halló un cuerpo a la altura del kilómetro cinco de la carretera a Casas Grandes, en Granja Santa Elena. La Averiguación Previa 16142/95-1101 indica que estaba bocabajo, con la cabeza orientada al norte; el brazo derecho flexionado bajo el abdomen y el izquierdo semiflexionado a lo largo del cuerpo; las piernas separadas entre sí. Muerte por estrangulamiento.
     El cuerpo conservaba una playera blanca con la leyenda “California. The Golden State” al frente. Esta prenda estaba enrollada encima de los senos, al igual que el brasier de color blanco. Bajo el cuerpo, se halló un pantalón de mezclilla color verde con manchas de sangre y fauna cadavérica. A la izquierda, a la altura del muslo, estaba un zapato sin agujeta y unas pantaletas blancas. Excepto el zapato, que llevaba el sello 3 Hermanos, ninguna de las prendas tenía etiquetas o marca visible.
     De acuerdo con el acta del caso, el cuerpo “presentaba un avanzado estado de descomposición”, lo que dificultó los exámenes periciales y forenses, pero se observó una “herida cortante de forma triangular, situada en la región coccigia, que abarca la parte interna en ambas regiones glúteas, y el ano dilatado”. Además, se apreció en la “muñeca del brazo izquierdo un par de cintas para zapato, atadas, presentando una de ellas un asa, donde puede caber perfectamente la otra mano”. El cuerpo era la víctima undécima del año 1995, de acuerdo con el registro del Grupo 8 de Marzo. Aunque la estatura del esqueleto era de 1.63 metros, se le identificó como el de Elizabeth Castro.
     Entrevistado en su oficina del departamento de patología del Hospital de Xoco, junto a las estanterías de especímenes o rarezas teratológicas tras el cristal y un formol ambarino, el doctor David Trejo —miembro del equipo asesor que envió a Ciudad Juárez la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal en el otoño de 1995— recuerda que el cuerpo hallado en aquel kilómetro cinco debió estar durante un día en otro sitio distinto a donde lo descubrió un lugareño, y tenía allí acaso seis horas a la intemperie, muy cerca de la cinta asfáltica de la carretera. Este patólogo, afín a los saberes milimétricos de su especialidad, se permite cuestionar —afable y demostrativo— las capacidades de la policía juarense para enfrentar el reto de los asesinatos en serie.
     Cita un ejemplo: los asesinos de aquella mujer habrían dejado el cuerpo entre las tres y la cinco de la mañana y, debido a que es un lugar muy transitado, aquél fue descubierto pronto. El propio Trejo se acercó a preguntar a quienes atendían un taller mecánico en las cercanías: se sorprendió de escuchar a un testigo que le aseguró haber oído esa madrugada el motor de una camioneta y risas de al menos dos hombres. La policía desestimó ampliar esa línea de investigación. Pronto hallaría a unos culpables de este y otros asesinatos: el egipcio Abdel Latif Sharif Sharif y la pandilla Los Rebeldes.
      
Condena bajo sospecha
Casi cuatro años más tarde de que se halló el cuerpo identificado como de Elizabeth Castro, el juez Armando Jiménez Santoyo dictó una sentencia de treinta años al egipcio Sharif, de 52, que tanto el acusado —”soy un chivo expiatorio”, alega— como su defensora particular, Irene Blanco, consideran aberrante por su falta de apego al derecho.
     Blanco —mujer alta, de tez clara tan peculiar en algunas chihuahuenses y una voz claridosa que se impone lo mismo a la música de una pianista meliflua de lobby-bar que a los ladridos de su perro— detalla:
      
[…] antes de que dictara la sentencia, el juez me llegó a comentar a mí en privado lo siguiente: en este asunto no hay nada, no hay motivos ni siquiera para que se hubiera ordenado el auto de formal prisión. En ese tenor platicamos dos o tres veces, y él me insistía: no hay elementos suficientes para culpar a Sharif. Después vino la sorpresa de la sentencia condenatoria.
      
La defensora afirma que el juez llegó a manifestarle su temor de que la opinión pública “se le echara encima” si daba un fallo absolutorio, debido a que durante tres años las autoridades del régimen anterior expusieron a Sharif como un “monstruo”.
     Blanco explica que al inicio de su causa —en 1995— Sharif acumuló tres cargos: secuestro, violación y lesiones. De inmediato, resultaron improcedentes el secuestro y las lesiones. Al año siguiente, se le dio sentencia absolutoria del cargo de violación. En tres años, las autoridades insistieron en acusar al egipcio de 149 cargos adicionales —asociación delictuosa, violación equiparada, inhumación y exhumación de cadáveres, etcétera—, y el juez en turno cada vez negó las órdenes de aprehensión respectivas, circunstancia que fue ratificada en una segunda instancia penal. Cuando Sharif logró salir libre, lo detuvieron por el homicidio de Elizabeth Castro. Argumenta Blanco:
      
Para su condena ahora el juez se basa en las declaraciones de Los Rebeldes, pero si tomamos en cuenta que Sharif nunca tuvo un proceso que lo involucrara con Los Rebeldes, dado que se negaron las órdenes de aprehensión correspondientes, el juez ha utilizado unas declaraciones de Los Rebeldes en las que Sharif no estuvo presente cuando ellos las hicieron, ni contó con un abogado defensor que lo representara. Esto es anticonstitucional.
      
En algún momento del proceso, puntualiza Blanco, se citó a los testigos de cargo para que ampliaran sus declaraciones, pero nunca aparecieron los que acusaban en forma directa, y habían proporcionado direcciones falsas o inexistentes. El caso lo habría inventado, “totalmente, y muy mal armado”, el gobierno anterior: “por ejemplo, consta en actas que a Sharif lo vieron en tres bares distintos el mismo día y a la misma hora con diferente vestimenta”.
     Asimismo, apunta que Sharif y Los Rebeldes carecían de todo vínculo, e incluso los integrantes de la presunta banda eran desconocidos entre sí: “fue una banda que crearon”. Por si fuese poco, las características fisionómicas de Elizabeth Castro y el cuerpo hallado que se le atribuye presentaron “tremendas diferencias”.
     La defensora añade que, además de apelar contra esta condena en una segunda instancia, ha elevado denuncias en la Comisión de Derechos Humanos de Egipto y México.
     Irene Blanco está convencida de que la extranjería de Sharif y el hecho de que carece de familia o amistades en México determinaron las acusaciones. Asimismo, la defensora reconoce que colaboraron a formar esta imagen estigmatizadora los antecedentes en Estados Unidos de Sharif por agresión sexual, delito allá de tercer grado. En otras palabras, un delito menor.
     El arresto de Sharif se dio, de acuerdo con Irene Blanco, cuando “la psicosis” por los asesinatos de mujeres en Ciudad Juárez estaba a punto de desbordarse, y el gobernador Barrio declaró que Sharif no operaba solo, que tenía dos cómplices mexicano-estadounidenses, pero a la semana corrigió: “los culpables son un nigeriano y un egipcio, primo de Sharif”. Dos semanas después, hacen una redada y levantan a ciento veintitantos jóvenes, de los cuales detienen a su vez a doce bajo una orden ministerial, y afirman: esto es el fruto de una investigación que llevó ocho meses. Y si fue así, ¿por qué tantas versiones? El juicio sumario en los medios de comunicación.
     Desde que Sharif está detenido, concluye Irene Blanco, ha habido unos 81 asesinatos más, y ahora que se detuvo a Jesús Manuel Guardado Márquez, puede suponerse que, al margen de las culpabilidades demostrables, “van a empezar a fincarle todo”.
     Respecto del cargo reciente contra Sharif como jefe de aquella banda de choferes que debe veinte muertes, la defensora lo considera “jaladísimo de los pelos”. Y fraguado con el ánimo, por una parte, de bloquear la apelación a aquella sentencia de treinta años y, por otra, de ofrecer como resueltos los asesinatos de mujeres, y así acallar los reclamos nacionales e internacionales. Lo juzga, como el propio Sharif, producto de una averiguación fantasiosa e inducida.
     En conferencia de prensa, el 2 de abril, Sharif dijo: “estamos viendo la misma mala película que nos hicieron ver cuando me acusaron de haber participado en asesinatos en compañía de Los Rebeldes”. Tres días después, para impedir que hiciera más declaraciones públicas, las autoridades transfirieron a Sharif del penal de Ciudad Juárez al de Chihuahua. Y confiscaron las memorias, análisis y gráficas del egipcio sobre las muertas de Juárez. De nuevo, la ley se encuentra bajo sospecha.
      
La certeza del mal
Sacrificar mujeres encarna el placer de una fama que se quiere clandestina y anónima. El proyecto concluso de las fantasías sangrientas en medio de un territorio donde día tras día fermenta la incertidumbre, y donde las mujeres emergen y participan. En el sacrificio de mujeres que podrían ser el emblema de la mexicana de tierra adentro —joven, morena, breve, empeñosa—, Ciudad Juárez —acaso el punto fronterizo del norte más mexicano en sus imágenes y representaciones, usos y costumbres— ve desplegar un odio extremo a los orígenes. El salto imposible hacia afuera de la propia sombra. La regeneración perversa y destructiva.
     Estos asesinatos de mujeres —de tipo serial o aislado— han asumido también un rostro característico del mundo posmoderno: el acto de imitar —de reproducir y estimular las transgresiones— resulta supremo para los asesinos, más aún cuando estos crímenes han adquirido una resonancia espectacular o noticiosa de orden global, y suceden en una urbe bajo la guerra secreta del narcotráfico.
     Las muertas de Ciudad Juárez plantean un acertijo donde se transparenta el país: la dificultad de la justicia y el peso abrumador de sus inercias funestas de ineptitud y corrupción. La certeza del mal en la frontera, en la que ya estamos todos. –

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