Sabemos muchas cosas sobre la Tierra: que es redonda, que rota sobre un eje ligeramente oblicuo, que sigue un camino elíptico alrededor del Sol. Pero no siempre las supimos. Hicieron falta un batallón de científicos y un batallón de argumentos para emigrar de la visión plana a la esférica y del geocentrismo al heliocentrismo. Los cambios de paradigma llevan tiempo, y esas ideas tienen siempre un paladín, normalmente alguien que haya hecho los cálculos y corrido la voz, como Galileo o Copérnico. O alguien llamado Alfred Wegener (1880-1930).
Hace un siglo, Wegener era un meteorólogo joven, que hacía viajes científicos para observar el Ártico. Pero observaba también el resto de nuestro planeta cuando escudriñaba mapamundis. Notó entonces que las costas del Atlántico de Sudamérica encajaban con las de África, como piezas rasgadas de un rompecabezas gigante. Y leyó acerca de las relaciones entre animales que vivieron en continentes lejanos, como Australia, la India y África, según los reportes de los biólogos que estudiaban los fósiles de las mismas criaturas encontrados aquí y allá.
Los continentes debieron de haber estado conectados alguna vez, meditó Wegener, y no precisamente por los puentes de tierra o por los continentes hundidos propuestos por otros científicos. Debe de moverse la superficie de la Tierra, los continentes deben de flotar en la superficie esférica, como balsas, propuso Wegener. Las montañas y otras estructuras debieron de crearse por la impresionante fuerza de dos continentes chocando uno contra el otro, como es el caso del inmenso empuje de América presionando el piso del océano Pacífico, que creó los Andes. Aquellos continentes, que habían estado estrechamente unidos, se separaron.
Hace cien años, el 6 de enero de 1912, Alfred Wegener habló en la reunión anual de la Asociación Geológica Alemana, en Fráncfort. Pero cuando el joven de 31 años explicó su idea del “desplazamiento” o la “deriva” continental, la comunidad científica protestó. Wegener presionó: en un libro escrito una década después de esa primera conferencia sobre la deriva continental escribió que “los continentes debieron de haberse movido” y presentó evidencia. Como otros que anteriormente habían coqueteado con la idea de una Tierra “móvil”, él tampoco pudo encontrar los mecanismos responsables de esos movimientos.
En los cincuenta y sesenta, los científicos comenzaron a armar el rompecabezas de Wegener. Un siglo después, los científicos de ahora saben que Wegener tenía en parte razón, y que, en los últimos 4.5 mil millones de años de la historia de la Tierra, los continentes han derivado hacia sí y se han separado en una extraña danza.
Los investigadores han estudiado los sismos –que marcan los límites de las placas continentales, por ejemplo, en la falla de San Andrés y la depresión del océano japonés– para mostrar dónde colisionan las placas una contra otra. Y los geofísicos han usado las vibraciones de los sismos para medir el interior del planeta, de acuerdo a sus cambios de velocidad conforme atraviesan el planeta, como ondas sonoras viajando a través del agua.
En las profundidades encontraron evidencias de que la Tierra tiene un núcleo sólido en el centro, rodeado por una capa caliente y viscosa, y esa parte chiclosa está recubierta por una corteza dura. La capa viscosa está hecha de rocas derretidas, que transfieren el calor como una tetera hirviendo. La corteza externa se mueve por encima de esa mezcla hirviendo y por debajo de nuestros pies; al estar cuarteada, se forman placas que se mueven unas contra las otras. Ahí donde las placas se empujan, surgen montañas. Si se distienden, la piedra derretida sale a la superficie en forma de lava, ya sea en el fondo del mar o sobre el suelo, en lugares como el Gran Valle del Rift, en África. (Mediciones con radar de submarinos militares recolectadas primero durante la II Guerra Mundial y después durante la Guerra Fría mostraron por primera vez la zona –marcada por una elevación a la mitad del Atlántico– donde la corteza oceánica se está rasgando.)
El movimiento continental de Wegener se transformó en el concepto moderno conocido hoy como placas tectónicas. “La idea de las placas tectónicas fue introducida lentamente en México, pero tardó muchos años en ser aceptada”, recuerda Jaime Urrutia Fucugauchi, investigador del Laboratorio de Paleomagnetismo y Paleoambientes de la UNAM.
Los geólogos profesionales y los profesores mexicanos fueron parte de la revolución que comenzó en los cincuenta con el Año Geofísico Internacional (1957-1958) y con otros programas internacionales para documentar el interior dinámico de la Tierra. Estos científicos permanecieron activos las décadas siguientes, mientras se desarrollaba el concepto de las placas tectónicas. Urrutia Fucugauchi las recuerda de sus épocas de estudiante en los setenta, la época frenética en que las placas tectónicas condujeron a concebir la Tierra como un planeta activo, y no simplemente como una masa dura y congelada de rocas.
Urrutia Fucugauchi y sus coetáneos han trazado el mapa de México y otros lugares del mundo de acuerdo a las nuevas visiones a las que los condujeron las placas tectónicas. Ahora, los investigadores conciben los sismos causados por los movimientos de las placas como fuerzas inmensas que se acumulan y acumulan, hasta que las rocas dan de sí y, según el reacomodo de las placas, se desencadenan los terremotos.
Sus observaciones encierran pistas sobre las amenazas de los sismos en lugares como la ciudad de México, incluyendo las probabilidades de que se repita uno de 8.1, como el de 1985. La placa de Cocos, que es parte de la corteza del Pacífico, se está hundiendo por debajo de la placa Norteamericana, frente a la costa surponiente de México. En la medida en que esa inmensa masa de piedra que es la placa de Cocos se desliza contra el fondo de la Norteamericana, la fricción –el crujir a través las placas– genera terremotos, como si fueran las vibraciones de dos bloques de madera raspándose entre sí.
La teoría de las placas tectónicas ha ayudado a los geólogos modernos a entender sus observaciones de campo. Cuando Wegener propuso sus ideas, los geólogos de Europa y Estados Unidos estaban estancados en un planeta pétreo e inmóvil. Murió durante una expedición a Groenlandia en 1930, antes de que sus ideas ganaran credibilidad y mucho antes de que cualquiera pudiera entender los mecanismos de los movimientos de la Tierra. Pero la nueva visión del joven científico se impuso y modificó radicalmente las ideas acerca de la estabilidad de nuestro planeta: de pronto, la Tierra se volvió un lugar bastante activo. Aunque costó décadas adoptar esta postura, ahora es difícil entender el planeta de otra manera. ~
Traducción de Enrique G de la G
es escritora en materia científica y ambiental, colaboradora habitual de revistas como Nature, Science y Scientific American.