Ilustración: Vicente Martí

¡Nunca más!

En 2006, Barry Lopez visitó Auschwitz. Su propósito era comprender cómo el genocidio podía convertirse en una política de Estado. De aquel recorrido, lleno de sensaciones contrastantes, se desprenden estas siete entradas de su diario.
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Sábado

El avión rumbo a Cracovia se mantiene detenido durante cuarenta minutos en París, pero el retraso no me preocupa. Nadie me está esperando. Mi plan es trabajar solo y de manera anónima, después de haber pasado cinco días en París acompañado de colegas.

No discutí con nadie mis planes de visitar Polonia, porque no sé qué estoy haciendo. Por centésima vez me dirijo a un lugar con la idea más simple, fiándome de una intuición basada en los deseos que han marcado mi vida como escritor y que, tarde o temprano, termino por cumplir. En esta ocasión se trata tan solo de ver Auschwitz.

A lo largo del año pasado visité lugares de Estados Unidos, mi propio país, en donde han ocurrido masacres, lugares donde racistas y acólitos del Progreso asesinaron a nativos americanos sin previo aviso, actos de genocidio en los que el gobierno estuvo directamente involucrado o fue cómplice. Auschwitz, espero, me aclarará algo, aunque solo sea un mínimo atisbo para comprender cómo se pueden llevar a cabo esas políticas asesinas. Lo que pasó en Auschwitz, por supuesto, es ampliamente conocido y ha sido públicamente condenado; la historia genocida de Estados Unidos continúa siendo, por desgracia, una región de olvido político.

El primer lugar que visito en Cracovia es el Museo Czartoryski; no lo hago para ver, como me urgió en su momento Peter Matthiessen, La dama del armiño, el famoso cuadro de Leonardo da Vinci, sino para contemplar El buen samaritano, de Rembrandt. He releído recientemente la historia de Lucas 10:30-36 con la que Cristo responde a la pregunta “¿Y quién es mi prójimo?”. En el cuadro de Rembrandt no solo el sacerdote y el levita ignoran a un hombre al que los ladrones han desvestido, golpeado y dado por muerto, sino que es la misma actitud que toman un caballero y su sirviente, parados a poca distancia. Dos niños observan temerosos mientras el samaritano atiende al hombre en mitad del camino. El artista parece decirnos que todos los demás tienen asuntos más importantes que resolver en ese hermoso paisaje iluminado por el sol.

Me voy a la cama leyendo las últimas páginas de Sin destino, de Imre Kertész, una novela en la que el narrador lucha por comprender por qué ha sido condenado a Auschwitz, el famoso Konzentrationslager en el río Sola, al sur de Oświęcim, Polonia.

Domingo

Debo dejar el grupo en varios puntos del habitual recorrido de tres horas y media por Auschwitz. Vine deliberadamente para tratar de abrirme. A pesar de mi esfuerzo consciente para hacer lo contrario, me temo que me he vuelto inmune al sufrimiento humano contemporáneo –en Somalia, Haití, Siria–. La depravación conmemorada en los terrenos de Auschwitz está más allá de la comprensión humana, más allá de Primo Levi, Elie Wiesel, Kertész o Tadeusz Borowski. Al pasar por algunas de las exposiciones en los pabellones me siento al borde del pánico, como si de repente tratara de nadar en gasolina. El museo recomienda que los jóvenes menores de catorce años no entren al complejo, pero hay niños más pequeños por todas partes. También pide que se haga la visita guiada en silencio, que no se usen teléfonos celulares, no se tomen fotografías con flash, no se consuma comida rápida, no se usen atuendos impropios. Nadie ha hecho caso de esas recomendaciones. Reflexiono, sin embargo, que si no fuera por esta indiferencia hacia las víctimas, la exhibición sería emocionalmente inmanejable para muchas personas. Negar la historia es una forma de autoprotección.

Le digo al guía que necesito abandonar el recorrido y que tomaré otro transporte para regresar a Cracovia. Paso las horas estudiando los hornos Topf en el Crematorio 1 mientras otros grupos de visitantes llegan y se van; trato, una vez más, de mirar directamente las exposiciones en el sótano del bloque once, el “bloque de la muerte”; y recorro la sombreada cuadrícula de caminos de tierra que separa las barracas de los prisioneros. Es en estos recintos donde Pol Pot, Pinochet, Mobutu y los arquitectos del apartheid insisten en ser recordados. Vienen a mí imágenes del derramamiento de sangre y su tópico seductor: solución. “Te daremos una solución para tus frustraciones –dicen los políticos–. Solo permítenos actuar.” En Estados Unidos, nuestro dos veces presidente George W. Bush parece creer que si estás lo suficientemente convencido de algo, las restricciones legales están de más y hay lugar para la tortura. Desdeña a Amnistía Internacional por haberse atrevido a cuestionar al “líder del mundo libre” sobre la bahía de Guantánamo, Abu Ghraib o cualquier otro monumento de este horror continuo.

Por la noche ceno solo en Cracovia –en el Restauracja Farina de la calle Marka– mientras tomo notas. Lo que vi hoy –las celdas de castigo, las marcas de uñas en las paredes de yeso de una cámara de gas– está lejos de poder comprenderse. Lo soportas y te vas desconcertado, creyendo que no eres ni serás parte de eso.

Lunes

Unos minutos después de despertar, me doy cuenta de que debo regresar a Auschwitz. No se me rompió el corazón, solo la mente. Mis obsesiones de ayer giraron en torno a los contextos históricos, la literatura de testimonio y la resistencia, el incomprensible guiño de aprobación que da el gobierno polaco actual al antisemitismo y las maneras insidiosas en las que Estados Unidos con frecuencia mira hacia otro lado mientras algunos tiranos acaban con las libertades civiles –si resulta conveniente para el comercio norteamericano–. Caminé en un paisaje de homicidio y dolor abyecto pero todo tomó lugar en mi cabeza. En los márgenes de las novelas que he estado leyendo –Acts of faith, de Philip Caputo, y Ensayo sobre la ceguera, de José Saramago– he tomado nota del autoengaño, la injusticia y la inocencia. He reparado en la obstinada postura del poco educado presidente George W. Bush, sobre su dañina y adolescente convicción de que ha sido llamado para enseñarle a otros cómo comportarse.

Pero este es el trabajo del intelecto.

En el viaje de sesenta kilómetros desde Cracovia hasta Oświęcim, me encuentro más absorto que distraído por la bucólica campiña, por el color y la textura de su agricultura a pequeña escala, la conducta de los hombres a caballo y sus parejas, ya mayores, trabajando codo con codo. La evidencia de la dignidad de esta tarea ordinaria –siglo tras siglo cosechar alimentos afanosamente y con éxito– es un antídoto para mi hastío, la indulgencia existencial para mi desesperación.

Acudo a algunas de las exposiciones que evité ayer e intento enfrentarlas con aplomo. Es en la número trece cuando por fin me quiebro y lloro ante un monumento –elocuente en su simplicidad de luz azul y granito– de los gitanos gaseados y quemados por las ss. Esta es una de las exposiciones menos visitadas del museo. Durante veinte minutos permanecí solo.

Martes

Al amanecer abandono Cracovia para dirigirme a Múnich, abordo un segundo avión rumbo a Chicago y un tercero hacia San Francisco. Ahí tomo un avión más que me llevará a Oregón, donde se encuentra mi casa. En mi mente reverbera una expresión con la que Primo Levi expone la mórbida miseria de los campos de Auschwitz (que abarcaban Birkenau y Monowitz –donde estuvo Levi–, el campo principal y otros cuarenta centros de encarcelamiento de los alrededores): “la mística del vacío”. El señuelo dentro del olvido. El campo principal de Auschwitz se cubrió después con abedules, álamos y robles, que han crecido frondosos y robustos. Durante mi visita se escuchaban por todos lados los cantos de las aves –lavanderas cascadeñas, golondrinas, gorriones, cornejas cenicientas, cucos–. Las abejas zumbaban a un nivel audible por encima del pulcro césped, cubierto de tréboles en floración. Suaves vientos llegaron para llenar el vacío que había dejado la violenta tormenta eléctrica de la noche anterior. Lo que quedaba del campo de exterminio parecía benigno, su aspecto casi saludable. Ayer no hubo prueba de la destrucción de la personalidad, el aburrimiento detrás de la compulsión de infligir dolor, las urgencias lascivas de los guardias para la perversión y la degradación, el tedio del asesinato industrializado. Pero yo sé que estas llamas centellean en las personas con las que me topo en el aeropuerto y en el avión; y que si nosotros, en el lugar que sea, continuamos viviendo en la negación política y en la ingenuidad, nuestros hijos terminarán por maldecirnos. Cuando los altos funcionarios de gobierno nos aseguran que tienen un plan para el triunfo del bien pero nos esconden los pormenores de ese plan, aceptarlo es ponernos a un paso de consentir acuerdos que conducen a matanzas.

Miércoles

Paso el día desempacando y leyendo el correo. Por la tarde hago una larga caminata por los bosques que rodean mi casa, aturdido por las muchas escenas de luto, vergüenza e incredulidad que atestigüé en el campo principal de Auschwitz y en Birkenau. Me pregunto por qué no hay carteles en esas instalaciones, por ejemplo, sobre Stalin y los gulags de Siberia que vendrían más tarde. Sobre el ascenso de Marcos, Stroessner, Charles Taylor, Milošević. Recuerdo a las madres de la Plaza de Mayo en Buenos Aires en la década de 1980, gritando “¡Nunca más!”. Luego esas mismas palabras en Chile. Y después de eso, en Nicaragua.

Jueves

Cuando estuve en París visité el Memorial a los Mártires de la Deportación en la punta oriental de la Île de la Cité. Hoy, organizando mis ideas, me topé con las notas que escribí en ese momento sobre la necesidad –“el imperativo” fue la palabra que utilicé– de resistir. Si uno toma en cuenta todo lo que hay que resistir hoy en día –el gigante de la omnipresente publicidad, sus promesas de riqueza, belleza, comodidad, juventud, poder, sus orwellianos y seductores callejones sin salida–, esa amplitud quita el aliento. Es tan vasta que la simple idea de resistencia parece grotesca y poco sofisticada. Ante el asesinato, en un solo día de agosto de 1944, de veinticuatro mil judíos, gitanos, homosexuales y combatientes de la resistencia en Birkenau por parte de las ss, ¿los residentes de Berlín habrán pensado que admitir la existencia de los campos de exterminio era una idea ajena, impertinente y antipatriótica?

Viernes

Esta mañana llamé a un hombre, reportero estadounidense, que viaja con regularidad a ese mundo que algunos israelíes y palestinos están tratando de compartir. Él tiene más conocimientos sobre este nudo gordiano que es la paz en el Medio Oriente que cualquier otra persona que yo conozca. Necesito escuchar su erudición, sus manifestaciones de moralidad. Visitar Auschwitz, le digo, puede dejarte temeroso de tu propia insensibilidad y falta de determinación. Le pregunto si cree posible que el gobierno de Estados Unidos aborde el genocidio y la esclavitud, dos pilares sobre los que se construyó el país, y que lo haga de forma similar a la Comisión para la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica. O si tendrían que ser los ciudadanos, actuando por sí mismos, quienes se encarguen de definir estos temas. ~

 

 

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Traducción del inglés de María José Evia Herrero.

Publicado originalmente en Libération.

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(Port Chester, 1945) es autor de abundantes obras de ficción y no ficción, entre las que destaca Artic dreams (1986), que le valió el National Book Award.


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