Nada tan asombroso como la antigua maldición de la oftalmología cultural. Homero era ciego. Tiresias también, aunque gracias al don de la profecía, veía el futuro. Edipo se destrozó las pupilas con la hebilla del cinturón de Yocasta y exclamó: “¡Ah, oscuridad, mi luz!” Demócrito también se arrancó los ojos para que la contemplación del mundo exterior no interrumpiera sus meditaciones. Odín, principal dios nórdico, sacrificó un ojo a cambio de la sabiduría y la clarividencia.
En la dimensión mítico-poética, las patologías y traumatismos oculares generan poderes sobrenaturales o formas superiores del conocimiento. Tal vez eso explique el predominio de la ceguera en la literatura empezando por el astuto ciego del Lazarillo de Tormes. El autor de Los lusiadas, Luís de Camões, era tuerto. Milton no solo “perdió” el paraíso sino también la vista en 1652. En las novelas de Benito Pérez Galdós abundan los ciegos y el escritor acabó igual que sus personajes, víctima de una inefable afinidad o de un acto de justicia poética.
El padre de Borges, su abuela materna y su bisabuelo eran ciegos: regalo genético que el escritor adquirió progresivamente. Pero ahí no para la cosa. El misterio se incrementa cuando a Borges lo nombran director de la Biblioteca Nacional, pues asume un cargo ostentado veintiséis años atrás por Paul Groussac, otro invidente que, a su vez, había heredado ese mismo sillón de José Mármol, quien también perdió la vista. ¡Durante más de un siglo, tres gigantes gestionaron novecientos mil volúmenes sin poderlos leer! Parece un cuento salido de la pluma de otro ciego argentino, Ernesto Sabato, quien escribió tanto sobre bastones blancos –El túnel (1948), “Informe sobre ciegos” (1961)– que sus pesadillas le merecieron un epígono: Saramago con su Ensayo sobre la ceguera (1995).
Acaso de tanto inspirarse en la Odisea, Joyce se contagió de la enfermedad homérica y terminó usando un parche de pirata. Otra parcheada famosa es la bella princesa de Éboli, a quien mucho favorece su defecto, a diferencia de las dos amantes de Baudelaire: la bizca (la Louchette) y la mulata hemipléjica que murió ciega.
La ceguera es el estigma ancestral del séptimo arte cuya historia empezó en 1902 con un cohete clavado en el ojo de la Luna de Georges Méliès, continuó con la abuela de las gafas astilladas y ensangrentadas en El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) y siguió con la navaja de Buñuel cortando el ojo de una mujer en Un perro andaluz (1929). En 1945 Hitchcock y Dalí prolongaron esas mutilaciones oculares en la escena onírica de Recuerda donde un hombre corta con una enorme tijera los ojos que decoran una cortina. En Los pájaros (1963) aparece un cadáver con las cuencas vacías y sanguinolentas mientras en otra secuencia una niña que huye despavorida cae de bruces y vemos en primer plano sus anteojos de miope con los cristales astillados: homenaje del cineasta británico a la anciana de las gafas rotas de Eisenstein. En Blade runner (Ridley Scott, 1982) los ingenieros genéticos fabrican ojos para replicantes y los asesinos matan hundiendo ojos con los pulgares… tanta acumulación no puede ser casualidad y devino maleficio o mal de ojo que persiguió a ilustres directores tuertos: John Ford, Fritz Lang, Raoul Walsh, André de Toth, Nicholas Ray.
Guerreros: A Filipo, padre de Alejandro Magno, le faltaba un ojo, y el condotiero y duque de Urbino, Federico da Montefeltro, perdió el derecho en un torneo, por lo cual se hizo cortar el puente de la nariz para poder ver en la batalla hacia ambos lados con un solo ojo, tal como lo vemos de perfil en varios retratos del siglo XV. Rembrandt pintó a Claudio Civilis sin un ojo y empuñando su espada, casi como un trasunto del Odín de los vikingos.
Exquemelin fue un filibustero y cirujano francés a quien debemos un excepcional libro olvidado: Piratas de América (1678). Allí detalla las recompensas que obtenían los piratas del Caribe cuando perdían algún miembro en sus abordajes: “por la pérdida de un brazo derecho, 600 pesos o seis esclavos […] por una pierna derecha, 500 pesos o cinco esclavos […] por un ojo, cien pesos o un esclavo”.
Más allá de militares y bucaneros, es evidente que algunos ciegos y tuertos son “videntes”, en el sentido poético revelado por Rimbaud. De modo que en el país de los que creen ver sin ver nada, los tuertos y los ciegos son reyes. ~
Nació en la Habana en 1948. Narrador y ensayista. Cuando escribió su primer novela, El Comandante Veneno, Alejo Carpentier le escribió: "Es usted un novelista nato"