B, el personaje principal de “Vagabundo en Francia y Bélgica”, un cuento de Roberto Bolaño, deambula sin objetivo tratando de entender las extrañas señales con las que tropieza: lee novelas en una lengua que parece de otro planeta, escucha a una mujer pero no puede traducir lo que dice e intenta descifrar los grafismos de un autor con el que está obsesionado. Esa sensación de anarquía en el lenguaje es la que uno experimenta en Germinal, la exposición de Carlos Amorales (México, 1970) que se exhibe en el Museo Tamayo, curada por Magnolia de la Garza. En la entrada hay seis pósters y un libro con grafías abstractas en negro. Se trata de una traducción de ese mismo cuento a un alfabeto desconocido. En las salas se relata una historia muy parecida a la de Bolaño e, incluso, el visitante puede recorrerlas como si personificara a B.
En uno de sus paseos por París, B encuentra en una librería de viejo el número dos de la revista belga Luna Park, “dedicado a los grafismos o a las grafías, con textos o con dibujos (el texto es el dibujo y al revés también)”. Tal vez esto sea una obviedad, pero para mí fue una sorpresa descubrir que la revista y algunos de los extraños nombres que aparecen como colaboradores en ella –Roberto Altmann, Frédéric Baal, Jacques Calonne, Carlfriedrich Claus, Mirtha Dermisache, Christian Dotremont, Pierre Guyotat, Brion Gysin, Sophie Podolski, Roland Barthes y Henri Lefebvre– no son una invención del escritor (yo conocía solamente a los dos últimos). Conseguir un ejemplar me resultó imposible, pero extraviada como estaba entre las pistas que emite la pieza de Amorales, llegué eventualmente a un blog donde aparecen escaneadas dos páginas del interior y la portada. Luego investigué a los autores referidos y me di cuenta de que la traducción de Amorales del cuento de Bolaño podría formar parte del índice de Luna Park y sumarse a esa genealogía de escrituras ilegibles.
No hay forma de recorrer el trabajo de Amorales sin enredarse en la concatenación de referencias que produce, sin intentar buscarle un origen. De tal forma que quien intenta adentrarse en él termina atando cabos cual detective aficionado. Eso ocurre con la referencia al cuento de Bolaño, la pieza conserva solamente el título –Vagabundo en Francia y Bélgica– y el resto son extraños signos que hacen eco de un origen borrado. Tal vez también por eso al centro de la sala principal está suspendida del techo Veremos cómo todo reverbera, un móvil de címbalos y platillos que los visitantes pueden tocar: el sonido resuena y ocupa el espacio aunque la raíz que lo produce se detenga. O Terremoto vertical, una circunferencia de ondas telúricas dibujada con reglas metálicas que tienen forma de grieta. Esas grietas nos remiten al terremoto que azotó a la ciudad de México hace veintiocho años y dejan ver los efectos que aún irradia. Las piezas de Amorales se multiplican como la reverberación de un sonido: permanecen una vez que la fuente original ha dejado de emitir señales, una vez que el germen se desdibuja.
En el cuento, B se obsesiona con encontrar a Henri Lefebvre, que es, curiosamente, el único nombre de la lista que no le suena conocido y también el que tiene una conexión más honda con Amorales. La palabra que une al filósofo con el artista es “anarquía”. Una de las aportaciones del pensamiento de Lefebvre al marxismo fue su crítica a la vida cotidiana. Sostenía, para decirlo en pocas palabras, que la cotidianidad debía liberarse de las convenciones impuestas por el capitalismo para no convertirse en una mentira más de las clases dominantes. Y ese llamado a la emancipación es, de alguna manera, un acto de anarquía que Amorales secunda. Germinal, pieza que le da título a la exposición –y que evoca el séptimo mes del calendario republicano instaurado por la Revolución francesa o a la novela de Zola–, es también un nombre usado con frecuencia en grupos y publicaciones libertarias. Se trata de un periódico diseñado por el autor en el que aparecen titulares como “Crear una nueva esfera pública sin Estado” o “El mecanismo ideológico de las ideas fijas”, además de imágenes de edificios derruidos por el terremoto de 1985 y líneas de grafito que emulan caos geológico. El periódico parece decirnos que las fisuras provocadas por el sismo resquebrajaron algo más que la arquitectura y llegaron hasta las oxidadas estructuras del poder. Algo parecido sucede en la Lengua de los muertos, un cómic en blanco y negro hecho con imágenes del enorme archivo de muertes que ha producido la guerra contra el narcotráfico y globos de texto que muestran diálogos escritos con letras extrañas –cada una similar al dibujo de una grieta–. Los muertos también nos hablan en una lengua que no podemos traducir, como si fuera de otro planeta. Hay cierta anarquía en los paseos de B, la hubo en aquel grupo de personas que, frente a la inacción del gobierno de Miguel de la Madrid, se organizaron para buscar y rescatar sobrevivientes entre los escombros del temblor. También hay anarquía cuando no usamos el lenguaje convencional sino un cuerpo colgado de un puente o grafías irreconocibles para comunicarnos.
El origen de los diversos alfabetos y extrañas formas de comunicación que guían la muestra está en el Archivo líquido. En realidad, todas las piezas de Amorales se remiten a ese archivo intangible que es una colección de imágenes que el artista ha acumulado en su computadora por más de diez años. Como espectadores conocemos solamente su contraparte materializada (es decir, las piezas terminadas), pero Graciela Speranza asegura que ahí hay un catálogo de “cientos de figuras virtuales, creadas a partir de fotografías del entorno urbano, la iconografía popular, el cómic, los videojuegos, el grafiti o internet” y que todas ellas funcionan como “un modelo topológico, inmaterial y apropiable, capaz de desplegarse con la imaginación, pero también con las intervenciones y traducciones de otros artistas”. Por otro lado, Néstor García Canclini dice que “es un archivo hacia el futuro, no hacia el pasado; no para guardar, sino para crear o recrear”. Yo agregaría que la estrategia de esa mirada hacia el porvenir produce un continuo desdibujamiento del origen, porque efectivamente, el archivo no custodia documentos del pasado, al contrario, de él se derivan piezas que lo evocan remotamente, tal vez porque a Amorales no le importa el sonido ni el estruendo, sino su propagación y expansión.
En el cortometraje Ámsterdam, un hombre y una mujer interactúan entre los escombros de una construcción. Están atrapados, no hablan, no se dicen nada; terminan comunicándose con gestos y señas. En Fantasía de Orellana, un compositor dibuja una partitura que no tiene pentagrama y cuya gramática musical está totalmente alterada. Cada una de las piezas de Amorales parece recrear ese lenguaje torcido e indescifrable que obsesiona a B. Tal como lo haría un anarquista, Amorales hace explotar una bomba en medio del alfabeto, de la sintaxis, de la semántica. Sus piezas son las ondas de expansión que produce el estallido, ecos cuyo origen se vuelve impreciso, se desvanece. Entonces, en un afán de devolverle sentido a los caracteres, de entender las extrañas señales con las que tropezamos en el museo, terminamos vagabundeando entre reverberaciones, siguiendo pistas que tal vez él no dejó ahí. ~
(ciudad de México, 1981). Artista visual que escribe.