¿País de lectores?

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Lo detonó Crónica el 15 de febrero, al encabezar su portada con un titular alarmante: “Apología del narco en libro oficial de la SEP.” Unas líneas más abajo, Jesús Blancornelas aseguraba que “el cacareado espionaje en Los Pinos se queda chiquito. Aquí el tema del narcotráfico se metió en las escuelas por la puerta de la sep, utilizando a la CONALITEG. Cuando el presidente Fox se entere verá: Esto no es una exageración. Y es que la SEP distribuyó en la mayoría de las primarias de la República un librito donde se hace apología de los narcocorridos”.
     Con sorprendente agilidad, un día después diputados de la Comisión de Educación exigieron a la sep retirar inmediatamente de las primarias del país los ejemplares de Cien corridos / Alma de la canción mexicana, por considerar que esos textos vuelven héroes a los capos de drogas e idealizan al crimen organizado. En la misma nota se señala de paso que los legisladores se comunicaron a la sep para pedir que les hicieran llegar un libro para analizarlo: primero disparo, luego viriguo, en la peor tradición policíaca. (Crónica, 16 de febrero.)
     Por su parte, el Senado aprobó el 17 de febrero un punto de acuerdo a fin de iniciar una investigación para determinar la legalidad de los procedimientos de asignación del contrato para la publicación, solicitar su retiro y dar comienzo a una investigación para fincar responsabilidades por “la probable ejecución de recursos no justificables en el marco de nuestra Constitución y de las Leyes aplicables”. Esa semana, en algunos estados, ya se había comenzado a retirar los ejemplares.
     En ningún lugar se informaba que el libro había sido publicado en el 2003 ni que había sido seleccionado por representantes de las 32 entidades de la República para integrar las bibliotecas de aula en un proceso en el que intervinieron más de mil seiscientos maestros (en la selección del 2004, el número se incrementó a dieciséis mil), y otras personas que cotidianamente trabajan con niños y tienen mejor conocimiento que nuestros legisladores de lo que puede hacerse con los libros en el salón de clases.
     Es preocupante que legisladores y periodistas confundan un libro de texto con uno de lectura complementaria, y que desconozcan un proceso que ha sido profusamente ventilado en la prensa. Pero causa más alarma que, también aquí, la primera opción sea de carácter judicial. Y es que, si los libros llevaban meses en las escuelas, lo prudente habría sido investigar qué había sucedido en las aulas. Un tema que, vale subrayar, tampoco ha motivado indagación periodística alguna ni parece preocupar a los detractores de la selección de los acervos: les basta con sus prejuicios.
     De haber investigado se habrían llevado muchas sorpresas. La primera sería constatar algo difícil de asimilar por preceptores y censores: que los libros no transmiten valores a la mente de los lectores como si vertieran su contenido en un recipiente vacío. Y es que los libros en las aulas son oportunidades para el diálogo y la discusión. Al leerlos, los niños no se mimetizan con ellos, sino que contrastan sus lecturas, discuten, conversan.
     Recojo el testimonio de una profesora de Chihuahua:
     “En cuanto a los narcocorridos, te puedo contar varias cosas: a raíz de lo que salió en la prensa he recorrido mis escuelas para platicar del punto con los maestros. Todos me han dicho que les parece muy exagerado el punto, que no lo han notado. En Ojinaga, incluso, que es una región con fuerte presencia del narcotráfico, donde los niños dicen que cuando crezcan quieren ser narcos, porque eso es lo que ven, los maestros de las escuelas me han dicho que fue muy importante tener el libro en clase, porque por primera vez se pudo hablar y reflexionar abiertamente sobre el tema, que hasta ese momento, pues, era incuestionable. Los maestros dicen ‘si está en un libro, puedo hablar de eso’, y esto es muy benéfico para el diálogo en las aulas.”
     Y si los libros señalan el territorio de lo que se puede comentar, la pregunta es ¿queremos que se hable con los niños de un problema que los toca y del que escuchan hablar en todos lados?
     En la discusión pública sobre el asunto, una y otra vez se ha ventilado el carácter popular del corrido, de forma de expresión popular y, como señaló Andrés Henestrosa, de “órgano periodístico”. Pero en la era del celular, la TV y el internet, los narcocorridos cumplen otra función: son un dato de realidad compleja, en el que se entrelazan cuestiones económicas y culturales, y forman parte de una cultura que ha contribuido a normalizar un gravísimo problema social. Pero justo por eso deben discutirse en la clase. Cuando hay tantas fuentes de información y tan poco espacio para procesarlas, el papel de la escuela debería ser el de abrir un espacio para la reflexión y el análisis.
     Lo que han promovido los legisladores puede tener muchas consecuencias nefandas. Lo dijeron muchos que protestaron ante estas medidas: ¿Qué libro podrá salvarse de no incitar conductas amorales? Comenzando con la Biblia (que es un catálogo de la depravación humana) hasta llegar a Aura, para recordar a Abascal. Pronto sólo tendríamos acervos con libros inocuos, inútiles para formar lectores, pues sólo nos acercamos a la lectura porque podemos participar en cosas valiosas. Los acervos al lado del libro de texto complementan o contrastan informaciones y puntos de vista, señalan que no hay una ruta única, que los libros pueden ser usados dentro y fuera del programa.
     Pero más grave aún es dar marcha atrás a uno de los logros más importantes del programa instrumentado por la SEP: darle a un creciente número de maestros la responsabilidad y el poder de decisión por los acervos con los que trabajarán en el aula.
     Motivados a leer, analizar y discutir diferentes opciones editoriales, los maestros han experimentado lo que idealmente deben propiciar y transmitir: la cultura de la discusión y la argumentación sustentada, algo cada día más necesario para consolidar nuestra democracia.
     Desde que se inició la federalización de la educación, el papel de la SEP se ha concentrado en proponer programas y establecer reglas, pero son los estados los que disponen. Al amedrentar a los profesores que deben seleccionar los acervos, en los estados donde no se los defienda, las fuerzas locales más retardatarias tomarán el poder. En Sonora, por ejemplo, las autoridades ya decidieron retirar este título ante el malestar que ha generado en algunos sectores de la población, entre ellos la Iglesia (La Jornada, 11 de marzo). ¿Habrá alguien que los acuse por el daño patrimonial? Vamos bien: ahora serán los curas locales los que decidan qué deben leer los niños en las escuelas.
     Campañas así revelan que, detrás del aparente consenso en torno a la voluntad de formar un país de lectores, hay poca discusión y muchas lagunas. Prejuicios, supuestos, no experiencias ni investigación. Y, lo peor de todo, desconfianza en los lectores. –

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