Paul Bénichou

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Se cumplen cien años del nacimiento de Paul Bénichou, el gran historiador de la literatura francesa con frecuencia excluido del canon, de la lista o del panteón de la crítica. Se asumía con tanto descaro –o al menos así pasaba hasta bien entrados los ochenta del siglo pasado– la identidad entre la crítica literaria y la teoría literaria que omitir a Bénichou parecía natural. Que un escritor (para llamarlo de alguna manera) se dedicase íntegramente a la historia de la literatura sin urdir teorías ni ofrecer métodos científicos era motivo suficiente para excluirlo del festín apologético que, cocinado en Francia, se vendía como comida rápida en Estados Unidos.

Esa infatuación por el presente que se encuentra en el afán de teorizar parecería ser la distinción capital entre los críticos modernos y los críticos antiguos. Lo sería de no ser falsa. Como lo explica Antoine Compagnon en La troisième république des lettres, de Flaubert à Proust (1983), al menos en Francia la historia dejó de ser una rama de la literatura sólo en 1870 y en las últimas décadas del siglo XIX nació la historia literaria como la conocemos, establecida a partir del cultivo de las fuentes bibliográficas y hemerográficas. No es cierto entonces que la antigua crítica fuese sincrónica e historicista, y la moderna, formal y diacrónica. Gustave Lanson (1857-1934), el aborrecido padre de la crítica académica francesa, fue un formalista exasperante, el inventor del concepto de la “explicación del texto”. Pero esa guerra, que fue de principio a fin una batalla entre profesores, acabó por ser presentada, por Roland Barthes y su entorno, como un conflicto de principios entre la nueva teoría literaria, revolucionaria, y la historia de la literatura, vieja y conservadora. El antihistoricismo de los novatores tuvo un efecto paradójico: sin la historia literaria la crítica aparecía como una sucesión atemporal y neoclasicista de modelos retóricos o máquinas de interpretar. De haberse expuesto puntillosamente ese cuadro (para no llamarlo historia) de la crítica habríamos tenido como resultado un panorama un tanto irreal, un país fantástico donde Taine excluye a Sainte-Beuve, Lanson a Georg Brandes, Lucien Goldmann a Lukács, Roman Jakobson a Bajtin…

A un profesor como Bénichou (Tlemcen, Argelia, 1908-París, Francia, 2001) la rehabilitación le vendría, en 1984, como resultado del arrepentimiento de Tzvetan Todorov, quien venía de regreso del cogollo telqueliano. Todorov, un personaje magnífico, tocó la puerta de Bénichou, autor en ese entonces de Imágenes del hombre en el clasicismo francés (1948) y de La coronación del escritor (1973). El historiador literario y el crítico duro, un judío sefardí y un emigrado búlgaro, se entendieron muy bien y, para decirlo periodísticamente, el joven semiólogo se convirtió al humanismo clásico y el viejo erudito fue disculpado, no sin condiciones, del destierro destinado a los historiadores literarios.1 En pocos años cayó el muro de Berlín y los humanistas ganaron la partida. Gracias a Marc Fumaroli y a Jean-François Revel, en la academia y en la prensa, Bénichou moriría rodeado de reconocimiento, desprestigiadas las teorías que le habían cerrado las puertas del público.2Man proposes, but God disposes...”, se dirá en los años noventa.

El logro mayor de Bénichou fue escribir, tras una investigación tan minuciosa que convenció a sus patrones en Harvard de liberarlo de sus obligaciones como catedrático, una de las mejores historias del romanticismo europeo, proeza mayor cuando nadie acierta a asegurar si la modernidad es ilustrada o contrailustrada pero todos admitimos que el moderno es, sin discusión, romántico.3 Es el momento, sin embargo, de anteponer, al elogio de Bénichou, las reservas. Hablé arriba de “romanticismo europeo” y debí decir francés, pues en La coronación del escritor, que abarca el periodo 1750-1830, no aparecen ni Hölderlin ni Novalis y apenas lo hace Goethe. Aunque Bénichou nunca ofreció otra cosa que hacer historia de la literatura francesa, esa fijación, no sólo por el romanticismo sino por la historia literaria nacional, decimonónica, es una de las limitaciones del proyecto. Bénichou no fue un E.R. Curtius: en La coronación del escritor, como en sus secuelas, El tiempo de los profetas / Doctrinas de la época romántica (1977), Les mages romantiques (1988) y L’école du désenchantement (1992), se asume que la Ilustración y el romanticismo son franceses porque son universales y la obra misma de Bénichou vendría a ser una demostración del enunciado.

El nacionalismo (si es que puede llamarse así a esa especie única que es el universalismo francés) de Bénichou le ha sido menos reprochado que su incapacidad, considerada como característica congénita e irremediable del historiador literario, de actuar en el interior de la literatura. No es tan fácil entender a qué se refieren quienes anteponen esa reserva si se leen las páginas dedicadas, por ejemplo, a Nerval en Les mages romantiques. Pero Bénichou, según el propio Compagnon, un exorcista del “demonio de la teoría”, es autor –como Paul Hazard o el abate Henri Brémond– de historias de las ideas que, pese a sobrevivir mejor que sus semejantes marxistas o estructuralistas, se mantienen ajenas al hecho literario. Compagnon se permite ser despectivo y asegura que Bénichou sobrevivirá sólo como fuente de información sobre las condiciones sociales y las estructuras mentales de una época.4

A ese reparo, cuando se lo planteó, más gentilmente, Todorov en la entrevista recogida en Critique de la critique (1984), no respondió Bénichou con mucha gana de convencer. Pese a que el apologético es antipático, en “Reflexiones sobre la crítica literaria” dio una lección magistral sobre el predominio de la verdad y la comunicación sobre el relativismo y el sinsentido, en unas páginas que son hasta un poco cínicas para quien sepa leerlas.5 Sibilino, le dijo además a Todorov que más vale no tratar de definir la literatura. Al joven Bénichou, que jugueteó con el surrealismo, se le pasó el disgusto por la vieja escuela de Lanson, que en 1930 representaba lo chato, lo apolillado y acabó por reconocerse, sin remordimiento, como uno de sus herederos. Un libro como L’art de la prose (1908), de Lanson, que dejó de publicarse, nada casualmente, en 1968, le parece a Bénichou una fuente ejemplar a la que hay que volver pese a que ni siquiera los críticos maltratados por Barthes se atrevieron a reconocerse en lo que se ha llamado la “vieja-vieja crítica”.6

En el conservadurismo de Bénichou, en su rechazo de las escuelas marxistas, freudianas y estructuralistas, ellas sí fundadas, según su opinión, en disciplinas exteriores a la literatura, se oculta una respuesta que no se atrevió a darle a Todorov, que tantas ganas tenía de ser convencido. Si la literatura, le preguntó Todorov, expresa su tiempo histórico y es ella misma la destilación artística de una época, como lo sostuvo Bénichou desde Imágenes del hombre en el clasicismo francés, su libro más cercano al marxismo, ¿es posible que la crítica se asuma como extrahistórica y que el lector de Homero, de la Biblia, de Montaigne y de Baudelaire, sea más o menos el mismo a través de los siglos, una especie constante? Si Bénichou no fuera el modesto profesor que se empeñó en ser, si hubiese sido Blanchot o cualquier otro de los “pirómanos en pantuflas” de los que se burlaba un deturpador de los postestructuralistas, le hubiera dicho a Todorov que sí, que la crítica debe arrogarse ese privilegio trascendente.

La respuesta de Bénichou al cargo de insensibilidad o indiferencia ante el lenguaje está en un sitio distinto de su obra. Él quiso responder con su otra pasión intelectual, junto a la historia del romanticismo, el romancero judeoespañol y, en menor medida, la canción folclórica francesa. Sin epítetos ni metáforas, dice Bénichou al hablar de la poesía oral, el romance no parece requerir del momento poético y se configura más allá de la interpretación. Ese es, digámoslo así, su grado cero de la escritura. Lope de Vega y Nerval, grandísimos imitadores del género, se delatan con la nota falsa del gran escritor. A través de los romances, a su vez, Bénichou se permite lo autobiográfico, en los cantos sefarditas conservados en el pueblo del litoral occidental de Argelia donde nació. La verdadera poesía pura, dice Bénichou en un alarde de consecuencia romántica, está en el romancero y gracias a este ha podido llegar a Mallarmé.

Si hablar del “método de Bénichou” no fuese una coquetería, este podría deducirse de sus ensayos sobre Mallarmé (Selon Mallarmé, 1995). El que mejor conozco, porque lo releo desde hace un cuarto de siglo, cuando el Fondo de Cultura Económica lo publicó, junto con otros libros de Bénichou, en las ejemplares traducciones de Aurelio Garzón del Camino, es “Mallarmé y el público”, una cátedra que ilustra cómo abordar con claridad un tema tenido por oscurísimo, hermético. Bénichou sostiene que la literatura es, en principio, comunicación consciente y tendenciosa establecida entre un escritor y sus lectores. Más allá del sentido literal, el número de las interpretaciones es consecuentemente finito. Mallarmé, dice el crítico, no sólo decidió ser oscuro para separarse de sus lectores: “No se debería creer con demasiada rapidez que la oscuridad mallarmeana sea el simple resultado de un cifrado destinado a alejar al vulgo; el poeta, al tender su cortina entre el público y él, se oculta el universo a sí mismo.”7

Es más fácil ridiculizar la claridad de Bénichou que los misterios de un Derrida y es natural que el Mallarmé del primero les parezca, a los decepcionados, el inaceptable y vulgar retrato de un romántico amargado por la condena burguesa del poeta. En ese sentido, agregaría que la tetralogía que Bénichou escribió sobre el romanticismo y que abarca una época que termina hacia 1860, durante la juventud de Mallarmé, es, también, una obra sobre el siglo XX y una de las más secretamente influyentes. Al hablar, como reza el subtítulo de La coronación del escritor, del “advenimiento de un poder espiritual laico en la Francia moderna”, Bénichou retrató de manera genial sus propios tiempos y desnudó el mecanismo originario que encumbró al grupo de Le Temps Modernes, primero, y a los maîtres à penser del estructuralismo, después. Es imposible leer a Bénichou y no seguir la trayectoria que traza de los destinos de Chateaubriand y Ballanche, del socialismo utópico y de sus profetas, de George Sand, Lamartine, Nerval o Victor Hugo sin ver, sombríos o a contra luz, a Jean-Paul Sartre y a Simone de Beauvoir, a André Malraux y a Jean Genet, al barrio existencialista de Saint-Germain-des-Prés y su irradiación mundial. El 68 y sus universidades falansterios aparecen prefigurados con una intención que yo encuentro bien implícita en El tiempo de los profetas o en Les mages romantiques. Bénichou, al enriquecer la historia de la literatura, iluminó la vida intelectual contemporánea utilizando a la imaginación romántica contra sí misma, como el instrumento de autoconocimiento más penetrante entre todos los inventados en Occidente.

No olvidemos, en el centenario de Bénichou, que el judío argelino fue, a su vez, un filólogo de nuestra lengua, autor, en español, de la Creación poética en el romancero tradicional (1968) y del Romancero judeo español de Marruecos (1968). También fue uno de los primeros traductores de Jorge Luis Borges al francés: junto con Sophie Bénichou vertió Otras inquisiciones (como Enquêtes) en 1958. Y Borges fue, además, el único autor moderno no francés al que Bénichou se dedicó, con tres notables ensayos sobre Ficciones, El Aleph y Otras inquisiciones, aparecidos en Francia a principios de los años cincuenta. Bénichou conoció temprano a la persona y la obra de Borges, en 1945 y en Buenos Aires, adonde había llegado, huyendo del antisemitismo y la guerra, a dar clases de lengua en el Instituto Francés. En su elección como crítico y en su camino de historiador literario, Bénichou se inspiró en Borges, según propia confesión, y festejó, intrigado, aquella página de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

“Todo lector”, escribió Bénichou en 1952 contra los tlönistas, “es a su manera traductor, incluso cuando el libro es de ayer: la relación del autor y el público está siempre sujeta a un malentendido, y el debate literario envuelve necesariamente alguna engañifa. De allí proviene, en el límite, la concepción absurda o heroica, de una crítica literaria creando libremente a los autores a partir de los textos en lugar de explicar los textos según los autores preexistentes. En el país imaginario de Tlön [y aquí Bénichou cita Ficciones], ‘la crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles –el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos–, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…’.”8

Paul Bénichou encontró en esa página de Borges una moral o, si se prefiere, un prejuicio: la crítica no puede ni debe “cerrar los ojos para ver claro”.9 ~

 

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1. Tzvetan Todorov, Crítica de la crítica, traducción de José Sánchez Lecuna, Buenos Aires, Paidós, 1991.

2. Véanse Marc Fumaroli (ed.), Le statut de la littérature: mélanges offerts à Paul Bénichou, Ginebra, Droz, 1982, y M. Fumaroli y T. Todorov (eds.), Mélanges sur l’oeuvre de Paul Bénichou, París, Gallimard, 1995.

3. Sobre la carrera de Bénichou, véase Mark K. Jensen, “The Difficult Ideal of Paul Bénichou: An Interpretative Essay”, en www.plu.edu/~jensenmk/benichoudiff1.html.

4. Antoine Compagnon, Le démon de la théorie. Littérature et sens commun, París, Seuil, 1998, pp. 244-245.

5. Recopilado en Variétés critiques. De Corneille à Borges, París, José Corti, 1996. El ensayo fue traducido en Vuelta, núm. 144, México, noviembre de 1988.

6. A. Compagnon, La troisième république des lettres, de Flaubert à Proust, París, Seuil, 1983, p. 8.

7. P. Bénichou, Figuras, traducción de Aurelio Garzón del Camino, México, FCE, 1985, p. 83. El FCE también ha traducido La coronación del escritor (1981), El tiempo de los profetas (1984) e Imágenes del hombre en el clasicismo francés (1984).

8. P. Bénichou, Variétés critiques, op. cit., p. 220.

9. Ibíd., p. 284.

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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