Ana García Bergua, Rosas negras, México, Plaza y Janés, 2004, 191 pp.
Nada tan imaginable como el pasado. Es tierra conocida de la que a la vez ignoramos sus rincones, lo que ha quedado oculto bajo las líneas grandes de la historia. Tierra nuestra que no pudo pertenecernos y que hace despertar esa extraña y poderosa nostalgia por lo que no vivimos y tercamente y suavemente se nos presenta como un tesoro personal y compartido. A aquel territorio ha acudido la imaginación de Ana García Bergua con inteligente sensibilidad. La autora trama una historia imposible con paciencia y con una sonrisa que no pierde nunca. Se mueve a distancia de sus personajes para mirarlos con maliciosa piedad, comprenderlos en sus minúsculas miserias y vislumbrar alguna probable grandeza. La vida de Sibila y un puñado de paisanos suyos, habitantes del pueblo imaginario y verosímil llamado San Cipriano, en los años de esplendor del gobierno de Porfirio Díaz, aparece como un entramado de creencias y guiños y pliegues culturales dominados por el signo de la contradicción. ¿No es paradójico que sea en una hermosa lámpara eléctrica donde llega a alojarse un espíritu? El avizorado progreso choca con la vieja creencia, y la vieja creencia tiene a su vez un correlato auténtico. ¿No es extraño, y no poco chusco, un tanto cómico, que aquel espíritu, aquella alma, en vez de estar penando ambulatoriamente esté varada en aquel artefacto tan lujoso y prestigiado como caprichosamente útil o inservible? Hace reír, con intención y con fortuna, la suerte de aquella alma: un alma que sufre porque sin cuerpo no puede enderezar las torceduras que en su presunta ausencia puede percibir. Su cuerpo ha terminado, por propia y expresa voluntad, hecho cenizas y ella, sin más fuerza expresiva que la que le presta la energía eléctrica, ha quedado confinada en los límites de su impotencia.
Desde las primeras líneas de la novela es posible dar con su aire ibargüengoitiano, presente en virtud de aquella distancia abierta entre la autora y los personajes, mantenidos siempre a raya, es decir, en el cumplimiento de sus papeles (en la realidad creada y en la propia creación) pero siempre a la vez dueños de una libertad latente. Los personajes actúan del modo más normal, como los de Ibargüengoitia, en su mundo cerrado en el que cuentan tanto la moral, las buenas costumbres, los prestigios bien o mal ganados, las preferencias gastronómicas (como el pan de dulce) y alcohólicas. Pero claramente Ana García Bergua ha ido más allá de aquel influjo. Su novela es un juguete puesto a vivir en la vieja e irrecuperable provincia mexicana, no se detiene con eficiente sutileza ante el ridículo en el que incurren sus probables habitantes, pero al mismo tiempo incorpora un elemento que abre una dimensión diferente.
En la literatura, como en la vida real, los fantasmas suelen dar miedo. Los espíritus se vuelven elementos buenos para asustar a los otros, a los que inesperadamente los reciben sin saber bien a bien de qué o de quién se trata. Aquí ha habido un vuelco: aquí es el propio fantasma el que es víctima de los otros. En vez de hallar dolor ante su ausencia el muerto encuentra ahora, como tenía que ser, voracidad. Los otros quieren apoderarse de todo lo suyo: sus bienes y su mujer, aquella Sibila, que es un gran personaje. Una mujer común: empujada muy joven por la inercia al matrimonio con un hombre mucho mayor que ella, inexperta y por tanto dependiente en todo, dócil y con sentido común, amable, educada. Una mujer apta en la sociedad de aquel pueblo tan parecido a tantos otros al menos en la imaginación. Pero es mucho más: en un pueblo cruzado por la religiosidad y la práctica del espiritismo, es leal a un cuerpo que uno tiene que adivinar macizo y hermoso, anguloso y curvo en los lugares precisos, rematado por una cabellera larga y bella. Es una mujer fuerte a la que la natural sujeción previa no arredró ni venció y que es capaz de entregarse con curiosidad y brío a empresas impropias de su condición. Ante las cenizas de su marido aprovecha la ocasión para destapar cierta cachondería; ante los embates de conquistadores más bien ruinosos y sin falta torpes, se escabulle o, de plano, en la escena central de la novela, parece reunir las fuerzas del espíritu al fin y pasajeramente liberado del marido (de las que se apropia) con las de la energía eléctrica, símbolo de progreso ahora sí, en cuanto que son fuentes de liberación. Por lo demás, Sibila no pierde una porción de misterio, espléndidamente planteada a lo largo de toda la historia: su fascinación al ser espiada. Si la excita la “mirada” del marido hecho cenizas, ¿qué será lo que suscitará en ella la mirada de un enamorado anónimo? García Bergua se las arregla para que las fascinaciones de ambos, la mirada y el que mira, discurran en la trama con toda fortuna.
La novela alterna planos, momentos de los diversos personajes, en un montaje efectivo y siempre fluente. Quedan al descubierto uno a uno los apetitos dormidos y poco a poco exaltados de los personajes: la codicia, la lujuria, la sed alcohólica, la recurrencia al láudano. Falsa ciencia, charlatanería, superstición, locura cierta, un fantasma vivo, invocaciones de resultados concretos e imprecisos: todo esto queda detrás de la figura de Sibila en esta novela entretenidísima y escrita con la mejor prosa de narrador alguno de la generación de la autora. –
Ensayista y editor. Actualmente, y desde hace diez años, dirige la revista Cultura Urbana, de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México