1
El difunto hace mutis del gran teatro del mundo, sale definitivamente de escena, pero deja ahĂ su cuerpo inanimado. ÂżQuĂ© hacer con Ă©l? La verdad es que no hay muchas maneras de deshacernos de un cadĂĄver. El paganismo grecolatino optĂł por quemarlo y luego dar sepultura en un tĂșmulo de los huesos mondos. JudaĂsmo y cristianismo en cambio, opina el gran Paul de Saint-Victor, âtratan con dureza los cadĂĄveres: vuelven la carne a la tierra y la arrojan ahĂ, desnuda y sin defensaâ. Job dice a la podredumbre: âtĂș eres mi madreâ y dice a los gusanos: âUstedes son mis hermanos y hermanas.â La prĂĄctica del entierro, tan comĂșn entre nosotros, habrĂa horrorizado a un griego clĂĄsico, ya veremos por quĂ©.
AdemĂĄs de estas canĂłnicas formas, ÂżquĂ© otras hay? Se puede echarlo al mar, como en las largas travesĂas, pero este procedimiento es ocasional. Puede disolverse el cuerpo en ĂĄcido, pero esta quĂmica, ademĂĄs de repulsiva, es cara, complicada y estĂĄ penada por la ley. Queda devorar el cuerpo en algĂșn guiso, pero ni quĂ© decir que es de mal gusto y contrario a las buenas maneras. Ya acorralados, podrĂamos entregarlo en alguna azotea a la voracidad de las aves de rapiña, segĂșn prescribe el Zend-Avesta de los persas, pero este procedimiento de aves carroñeras es desagradable, inmundo e infeccioso, detalle de salud pĂșblica que no previĂł Zoroastro.
PodrĂamos no desaparecer el cuerpo, esto es, volver a las melancĂłlicas devociones de la momificaciĂłn. En Egipto el frenesĂ embalsamador preservĂł todo: no solo faraones, sino locos, esclavos, enanos y leprosos, niños y embriones, pĂĄjaros y huevos de serpiente, escarabajos y ratas; todo preservado cabalmente gracias a una farmacopea enĂ©rgica e incansable. En materia de pompas fĂșnebres, nadie ha igualado a los egipcios.
2
Ahora bien, todo rito funerario estĂĄ en funciĂłn de un dualismo delicado, a saber, en la muerte permanece el gravoso cuerpo; en esto hay unanimidad. Pero no hay siquiera mayorĂa de votos acerca de cierto elemento sutil, cierto soplo etĂ©reo, cierto hĂĄlito delicado, que no muere, y tampoco nace, sustancia eterna, a juicio de los indostanos, que la llamaron atman. Esta cosita ingrĂĄvida, digo, abandona el cuerpo y se va al mĂĄs allĂĄ. Los griegos la llamaron psique, nosotros la llamamos alma.
ÂżQuĂ© es eso que deja el cuerpo a la hora de nuestra muerte? La suposiciĂłn incrĂ©dula segĂșn la cual no deja nada y con el final de la fĂĄbrica del cuerpo acaba todo, propia del ateĂsmo burguĂ©s, fue desconocida entre los antiguos, si hacemos excepciĂłn de Epicuro.
Si quiere comprenderse el ritual funerario griego, objeto de esta modesta disertaciĂłn, conviene tener claro quĂ© se entendĂa, en los tiempos heroicos, por psique.
La psique homĂ©rica no corresponde a nuestra idea de alma o espĂritu. Esta psique, por ejemplo, no es inteligente, tiene muy adormecida conciencia y voluntad, y apenas sabe ya quiĂ©n es. Es psique pachicha.
Sombra del difunto, imagen, reflejo, otro yo, yo amortiguado y deficiente, paralelo al yo del humano vivo, la psique permanece fundida al yo consciente, pero puede separarse, y se separa, como dijimos, en la muerte y, antes, decimos ahora, durante el sueño. En sueños âesta imagen o sombra del durmienteâ, sostiene Erwin Rohde, el amigo de Nietzsche, en su indispensable tratado sobre el asunto, âve y vive en sueños muchas y extrañas cosas [como ni mĂĄs ni menos nuestro nahual]. Las ve y las vive Ă©l mismo [no hay duda] y no las ve y vive, sin embargo, su yo visible, […] pues este yo yace muerto, inasequible a cuantas sean sus impresiones. Esto quiere decir que vive en Ă©l, alojado en su interior, otro yo, el que obra en sueños, mientras Ă©l duermeâ.
La psique sobrevive a la muerte solo en calidad de imagen, algo asĂ como nuestro reflejo en el espejo. La idea de una felicidad o dolor de ultratumba, asĂ como la idea de una justicia post mĂłrtem que desploma a los malos en el infierno y remonta a los buenos al cielo, en el mĂĄs allĂĄ, es aportaciĂłn cristiana, y por eso nos es tan familiar, pero fue desconocida tanto para los griegos como para los judĂos, cuyo mĂĄs allĂĄ es elemental y confuso.
ÂżAdĂłnde va la psique?, ÂżcĂłmo es la tierra de los muertos? En primer lugar, el Hades puede localizarse, es decir, es lugar en el espacio, no como el infierno cristiano que no puede localizarse porque es lugar espiritual y no estĂĄ en el espacio (incluso, como sabemos muy bien, hay un infierno en la Tierra, entre los vivos).
ÂżDĂłnde estĂĄ? HesĂodo sitĂșa el abismo del TĂĄrtaro, como le llama, cuando dice que si arrojas un yunque desde la Tierra durante nueve dĂas y nueve noches va a desplomarse sin parar antes de alcanzar el mĂĄs allĂĄ, muy abajo, hasta allĂĄ, donde estĂĄn las raĂces del mar y de la tierra.
¿Y cómo es este Tårtaro? Cuando Ulises baja a hablar con los muertos, las almas se precipitan hacia él en multitud dando alaridos; este ulular de las almas es detalle horrible, el miedo hace palidecer al héroe, pero se recompone y desenvaina la espada y, asà como el domador en la jaula del circo, con låtigo y silla, va imperando sobre los leones, Ulises con la espada va obligando a las almas a ponerse en hilera para responder a sus preguntas.
En el Hades los muertos han conservado cuerpo, vestido, armadura, pero solo en imagen, âcomo figuras en un museo de ceraâ, puntualiza Jan Kott, y por ahĂ, en imagen infernal, deambula âHĂ©rcules, semejante a la tenebrosa noche, lleva desnudo el arco, con la flecha sobre la cuerda, y vuelve los ojos atrozmenteâ, buscando a quiĂ©n matar. Aunque, claro, no puedes matar a un muerto. Este absurdo del TĂĄrtaro recuerda el de otro forzudo en otro infierno, Johnny Weissmuller, TarzĂĄn, que en la noche del inmundo manicomio de Acapulco, donde ya viejo y loco estĂĄ recluido, hace resonar su grito caracterĂstico con que llama en la selva a los animales.
3
Canta PĂndaro: âSigue a la muerte todopoderosa el cuerpo, permanece viva la imagen del viviente, porque solo ella desciende de los dioses.â
ÂżQuĂ© pasa con la psique una vez que se desliga del cuerpo? La idea operativa es esta: despuĂ©s de la muerte, la psique vaga, alma en pena, sin poder entrar a hallar descanso en el Hades hasta que el cadĂĄver al que pertenecĂa es purificado en la hoguera ritual, segĂșn, esto es importante, los rituales apropiados. Es decir, las elaboradĂsimas pompas fĂșnebres, que examinaremos, responden a la necesidad de calmar a la psique errabunda del difunto, ayudĂĄndolo a entrar a su Ășltima morada, apaciguando asĂ su cĂłlera y posible resentimiento.
Dije resentimiento del difunto, creencia comĂșn entre las supersticiones sobre la muerte. El difunto es peligroso. Las tumbas se cubren con lĂĄpidas para guardar, no la memoria, sino al propio difunto, para evitar que el peligroso sujeto escape de su prisiĂłn y vuelva a la luz.
Que la psique siga post mĂłrtem atada al cuerpo es siniestro, porque el alma continĂșa vagamente sintiendo lo que le sucede al cadĂĄver. Si, por ejemplo, el cuerpo es arrojado a los perros para que lo devoren, la psique (reflejo, imagen, otro yo) sentirĂĄ todavĂa cada tarascada. Y, peor que eso, vagarĂĄ errabunda sin descanso. Esta posibilidad, que aterraba aun a los hĂ©roes homĂ©ricos mĂĄs valientes, explica la peticiĂłn de HĂ©ctor que vamos a oĂr.
En el canto a XXII de la IlĂada muere HĂ©ctor a manos de Aquiles. ÂżQuĂ© habrĂĄ sentido Homero al matar a HĂ©ctor, flor y espejo de hĂ©roes, domador de caballos y matador de hombres, esposo, hijo, padre y guerrero ejemplar? El arte impone sacrificios: el poema exige que HĂ©ctor muera, y a Homero, de seguro, no le temblĂł la mano. Con sentimentalismos no se llega a nada en literatura, HĂ©ctor muere.
Homero, con esa grave materialidad anatĂłmica tan suya, describe esta trayectoria de la lanza de Aquiles: âLa punta penetrĂł derecha a travĂ©s del delicado cuello; y el asta de fresno, pesada por el bronce, no le cercenĂł la trĂĄquea, con lo que todavĂa pudo responderle y decir unas palabras.â Estas palabras son las que nos interesan y estamos exponiendo.
Dicen asĂ: âÂĄTe lo suplico! […], no dejes a los perros devorarme junto a las naves de los aqueos; acepta bronce y oro en abundancia, regalos que te darĂĄn mi padre y mi augusta madre, y devuelve mi cuerpo a casa, para que me hagan partĂcipe del fuego ritual.â Aquiles, âmirĂĄndolo con torva fazâ, no solo se niega sino que permite una acciĂłn de inesperada vileza, a saber, que se profane el cadĂĄver de HĂ©ctor: âLos hijos de los aqueos acuden corriendo, admiran talla y envidiable belleza de HĂ©ctor, y nadie hubo de ellos que no le clavara su lanza.â La soldadesca, cebĂĄndose en el cuerpo indefenso del hĂ©roe, es indigna de un poema Ă©pico. Pero asĂ es el realismo homĂ©rico: muerto el leĂłn se acercan a olisquear los perros.
La negativa de Aquiles a devolver el cadĂĄver abre espacio al ruego del anciano rey PrĂamo, padre de HĂ©ctor.
4
Aquiles mata a HĂ©ctor. Simone Weil, en su ensayo âLa IlĂada o el poema de la fuerzaâ, define âfuerzaâ como âaquello que hace cosa a cualquiera que cae bajo su poder o influenciaâ. El verdadero protagonista de los cantos de Homero es esta fuerza. El humano vivo nunca es cosa, la mĂĄs directa forma de volverlo cosa es, claro, matarlo. CadĂĄver es cosa. En la IlĂada se registran mĂĄs de setenta distintas maneras violentĂsimas de transformar a un humano en cosa.
Pero en el vertiginoso mundo de Homero la fuerza acecha a todos por igual, grandes o pequeños, débiles o poderosos; de uno u otro bando, la total imparcialidad del poeta es admirable. Y observemos, es una de las claves del poema: que en sus versos nadie es malo, no hay ninguna maldad, todo es como tiene que ser.
Rey suplicante, de eso se trata. Zeus mismo comunica a PrĂamo que ha de ir solo a rogar a Aquiles que devuelva el cadĂĄver de su hijo. Pero no solo ha de rogar, tambiĂ©n ha de llevar regalos. Los mexicanos somos suspicaces hacia este tipo de negociaciones dadivosas. Homero no. Y asĂ dice PrĂamo: âAbriĂł las bellas tapas de las arcas y sacĂł doce magnĂficos vestidos, doce mantos, otros tantos tapices y otras tantas tĂșnicas. SacĂł y pesĂł diez talentos de oro, dos fogueados trĂpodes, cuatro calderos y una copa bella que los tracios le habĂan procurado.â Estos son los regalos que el padre desolado va a dar al matador de su hijo a fin de ablandar su corazĂłn y recuperar el cadĂĄver.
Una de las caracterĂsticas mĂĄs señaladas, y deliciosas por completo, de la IlĂada es que Homero es muy visual y sus cuadros son detallados, lo dice todo, no se brinca nada. Antes de salir a hacer entrega, el rey reprende a gritos a nueve de sus hijos varones ahĂ presentes (PrĂamo engendrĂł en HĂ©cuba cincuenta hijos varones, entre ellos un tal Polites, âbueno en el grito de guerraâ, extraña especialidad): âApĂșrense, viles hijos, ruines. OjalĂĄ a todos ustedes juntos los hubieran matado en vez de a HĂ©ctor junto a las veloces naves.â No muy pedagĂłgico el viejo. Y los hijos âtemerosos de los denuestos del padre, sacan una carreta de mulas, de buenas ruedas, bella, por primera vez claveteada, y atan encima un cesto de mimbre. Luego, uncen los mulos, de sĂłlidas pezuñasâ.
Este pasaje da muestra de la naturaleza del arte de Homero, de la nĂtida transparencia, luminosidad y precisiĂłn dignas de un pintor prerrafaelita, un Fra Angelico, un Mantegna, un Botticelli. Nada yace en la sombra, todo estĂĄ bien dibujado, es exacto. De los mulos del carro de PrĂamo, por ejemplo, informa Homero que son regalo de los misios. ActĂșa como si tuviera miedo de dejar algo en el aire, sin precisar.
Y bien, allĂĄ va el cargado carromato chirriante, ÂżquĂ© va a suceder? La IlĂada, que arranca con la cĂłlera de Aquiles, una emociĂłn, la ira, desembocarĂĄ en otra emociĂłn, pero inversa, la compasiĂłn. Porque Aquiles, conmovido por el viejo, no pensemos que tambiĂ©n seducido por los regalos, devuelve el cadĂĄver de HĂ©ctor. El tema de la IlĂada no es la guerra de Troya, que durĂł diez años y cuyo desenlace no figura en el poema, sino la trayectoria moral del hĂ©roe Aquiles de la furia a la compasiĂłn.
Estamos explorando un detalle del poema. La IlĂada estĂĄ hecha de detalles fascinantes y explorables. No hay excipiente, relleno, toda ella es principio activo. Por eso es una obra maestra.
5
Pasemos al funeral de Patroclo, pero antes expongamos la secuencia que lleva a la muerte al amigo de Aquiles. Esta secuencia da inicio con Patroclo llorando en escena. Los guerreros homĂ©ricos son llorones, y no sienten vergĂŒenza, no solo de llorar, sino de, cuando viene al caso, quejarse a gritos.
ÂżPor quĂ© llora Patroclo? Llora de indignaciĂłn, raro que la indignaciĂłn haga llorar. HĂ©ctor estĂĄ ya prendiendo fuego a las naves aqueas y Aquiles sigue ahĂ, impasible.
Ahora, la IlĂada avanza a travĂ©s de tres procedimientos literarios: uno es la narraciĂłn directa de las acciones, donde el poeta es de extraordinaria eficacia; otro lo constituyen las comparaciones, a veces muy elaboradas, siempre bienvenidas y refrescantes; y el tercero, el menos atractivo para nosotros, consiste en âaladas palabrasâ, esto es, en discursos retĂłricos emitidos con empaque muchas veces divorciado de la ocasiĂłn: el guerrero despuĂ©s del duelo, agonizante, puede, y aun suele, pronunciar un discurso. Y el obstĂĄculo es que la escena del guerrero con la lanza traspasĂĄndole el cuello, derechito, pronunciando un discurso con ademanes oratorios, se vuelve ridĂcula al visualizarse. SĂ, claro, pero recordemos que la IlĂada no es novela psicolĂłgica, imitativa, del siglo XIX.
Llora Patroclo y Aquiles pregunta (ojo con el sĂmil): âÂżPor quĂ© lloras, Patroclo, cual pequeñuela que corre tras su madre y ruega la tome en brazos, y del vestido le tira, impide que avance y con ojos llorosos suplica que la alce del suelo?â
HĂ©ctor incendia las naves aqueas y Patroclo solicita vestir la armadura de su amigo y salir a combatir al frente a los temidos mirmidones. Aquiles accede al uso de la armadura y a la arenga a los mirmidones, pero prohĂbe terminantemente que su amigo entre en combate.
Ni quĂ© decir que Patroclo desobedece, avanza dando gritos, acomete a un tal TĂ©stor, hijo de Enope, y sobreviene una escena horrenda: TĂ©stor, que se desplaza en un âbien labrado carroâ, se arrodilla, resguardĂĄndose en su coche, tan turbado que suelta las riendas, y Patroclo llĂ©gase a Ă©l, y de cerca, la lanza le clava en la mejilla derecha, traspasa por los dientes la cara, y despuĂ©s tira de Ă©l hacia arriba, pasĂĄndolo sobre la baranda del carro. âY como el hombre, sentado en el abrupto peñasco, que saca de la mar un gran pez con la cuerda, asĂ, levantando la pica sacolo del carro boquiabierto, y lo echa en tierra.â Es brutal, pero âsi un cuadro es hermoso, dice Picasso, no puede ser bonitoâ.
Sigue Patroclo matando gente, cuando aparece SarpedĂłn, gran guerrero, hijo de Zeus, nada menos, y de LaodamĂa o Europa, no se sabe bien. Patroclo lo acomete y âcomo dos buitres de garras curvadas y picos torcidos, que graznando pelean en una alta roca, de ese modo atacĂĄronse aquellos dos lanzando alaridosâ.
Zeus mira angustiado este combate, habla a Hera, su hermana y esposa, diciendo: âAy de mĂ que la Parca ha dispuesto la muerte de mi hijo SarpedĂłn, el mortal mĂĄs amado, a manos de Patroclo.â Y declara el propĂłsito de alejar a su hijo de ese combate y llevarlo a las âfĂ©rtiles tierras de Liciaâ. Hera, de ojos de novillo y sandalias de oro, contradice y argumenta que todos los dioses tienen hijos combatiendo en esa guerra y que todos van a querer sacar del combate a los suyos. Zeus no puede alejar a su hijo y Patroclo arroja su lanza y hiere a SarpedĂłn âen el tejido que su corazĂłn envolvĂaâ.
Entonces, de Zeus las oscuras voluntades se materializan en la acometida de HĂ©ctor. Homero ya no narra sino que se dirige a Patroclo y a Ă©l directamente le habla. Mal augurio.
Carga el Matador de Hombres contra Patroclo, lo alcanza con el bronce agudo y le atraviesa el bajo vientre. Siguen, pero cĂłmo no, discursos tanto del agresor como del moribundo. Patroclo, con voz lĂĄnguida, formula un augurio: âNo habrĂĄs de vivir mucho tiempo, HĂ©ctor âle diceâ, se acercan ahora a tu lado la Parca funesta y la Muerte, morirĂĄs a manos del magnĂĄnimo Aquiles, nieto de Ăaco.â Y como primer paso del cumplimiento de este pronĂłstico, HĂ©ctor despoja a Patroclo de su armadura, que es la de Aquiles, para vestirla Ă©l, acto que va a costarle la vida.
Eludamos tratar de esclarecer el llanto de los caballos de Aquiles al saber que su auriga ocasional, Patroclo, yace en el polvo. âInclinando el testuz, de sus ojos caĂan al suelo ardientes lĂĄgrimas.â
AntĂloco, hijo de NĂ©stor, va a comunicar a Aquiles la funesta noticia âde la muerte del amigo a quien Ă©l mĂĄs querĂaâ. Al oĂrla, envuelve al Pelida una oscurĂsima nube de pena y echa ceniza en su cabeza, afea su gracioso semblante, se tiende en el suelo y exhala un gemido.
6
Los funerales de Patroclo ocupan la mayor parte del canto XXIII, penĂșltimo de la IlĂada. Poco antes, la psique de Patroclo se ha aparecido en sueños a Aquiles. Ahora, visualiza la escena. Estamos a la orilla del mar, en la noche. Los funerales homĂ©ricos eran siempre nocturnos. Ha finalizado un festĂn en el que ânadie careciĂł de porciĂłn equitativaâ, Aquiles estĂĄ âdando profundos suspirosâ entre sus mirmidones âen un claro donde las olas bañaban las arenas de la playaâ. Pero âlo vence el sueño liberador de cuitasâ, porque, claro, estĂĄ muy cansado del combate singular de la mañana, en el que venciĂł a HĂ©ctor.
Aparece entonces la psique de Patroclo. âProdigioso es el parecidoâ, se asombra Aquiles y Patroclo le reprocha: âEstĂĄs durmiendo y ya te has olvidado de mĂ, Aquiles. En vida nunca te descuidaste, pero sĂ ahora que estoy muerto.â Aquiles se duele del reproche, y todo mundo en el campamento se activa.
Y sigue Patroclo: âEntiĂ©rrame cuanto antes [despuĂ©s de la cremaciĂłn, se entiende] que quiero cruzar las puertas del Hades. Lejos de sĂ me retienen las almas, las sombras de los difuntos, que no me permiten unirme a ellas del otro lado del rĂo [que, en tradiciones posteriores, se cruzaba en la barca de Caronte], y en vano vago por la mansiĂłn de vastas puertas del Hades. Dame por piedad la mano, te lo pido, pues ya no volverĂ© a regresar del Hades cuando me hagas partĂcipe del fuego.â
Ălzase la pira, se sientan alrededor los dolientes, en masa compacta, y aguardan. Los mirmidones depositan el cadĂĄver en la pira, se cortan el cabello y lo dejan como ofrenda sobre el cuerpo del difunto. Aquiles da la orden de que sus soldados ciñan sus corazas, alisten carros y caballos para que dĂ© comienzo el desfile fĂșnebre.
El pasaje que sigue trae dos noticias, y dice asĂ: âse apartĂł de la pira [Aquiles] y se cortĂł la rubia melena que se habĂa dejado crecer exuberante para el rĂo Esperqueoâ. Primera: Aquiles es rubio, cosa que tampoco se visualiza con frecuencia, rubio y muy joven, el mĂĄs joven en la expediciĂłn aquea, y de larga melena. Segunda noticia: el rĂo Esperqueo es un dios, como es dios el Escamandro, rĂo que fluye por la llanura de Troya. Esperqueo tuvo un hijo, Teucro, rey legendario de la TrĂłade. Debe ser curioso ser hijo de un rĂo.
Hecho esto dan inicio los sacrificios. Primero reses y vacas bien cebadas, âde torcidos cuernosâ, y a todos ellos se les quita la grasa y con ella, Aquiles personalmente cubre el cuerpo de su amigo de pies a cabeza. Los cuerpos desollados de las bestias se hacinan alrededor de la pira. Luego añade ĂĄnforas de miel y de aceite âque colocĂł apoyadas en el lecho funerarioâ. Imposible no pensar que se estĂĄ âdando de comer al difuntoâ, costumbre muy difundida, casi generalizada.
Los sacrificios apenas han comenzado. âCuatro caballos, de erguido cuello, puso, uno tras otro, en la pira entre grandes sollozos.â De nueve perros que tenĂa, âque comĂan en su mesaâ, degollĂł a dos y los echĂł a la pira. Y viene lo mĂĄs horrendo, y estĂĄ dicho sin transiciĂłn alguna: âa doce valerosos hijos de los magnĂĄnimos troyanos, aniquilĂł con el bronceâ. Esto es, el ritual funerario incluyĂł el sacrificio humano. AsĂ era esta cultura. âAquiles decapitĂł âdice Simone Weilâ doce adolescentes troyanos en la pira de Patroclo con la naturalidad de quien corta flores para una tumba.â
7
DespuĂ©s de victimar a los jĂłvenes, Aquiles habla a su amigo y dice: âTe saludo, Patroclo. Ya estoy cumpliendo en tu honor lo que te prometĂ. Doce hijos de los troyanos estĂĄ devorando el fuego. Mas a HĂ©ctor Priamida no lo entregarĂ© a las garras del fuego, sino a las fauces de los perros.â Con lo que estamos de nuevo en el tema de los cantos finales del poema.
La pira no enciende, hay calma chicha y no sopla el viento. Aquiles se aparta de la pira y eleva una plegaria a los vientos. ÂżCĂłmo hace la plegaria? Por medio de libaciones rituales en copa de oro. Homero, que todo lo dice, describe minuciosamente cĂłmo escucha Iris, la mensajera, la plegaria, y parte a informar a BĂłreas y CĂ©firo. Si el rĂo es un dios, el viento tambiĂ©n puede serlo. âLos dioses âdice Michauxâ oyen con indiferencia las plegarias, pero si huelen la sangre se acercan a mirar.â Y aquĂ hay sangre en abundancia. AsĂ que acuden. âSe pusieron en marcha con portentoso estruendo, atropellando las nubes por delante. Al instante llegaron al ponto a soplar, y se erizĂł el oleaje bajo el soplo de los vientos.â Y llegan hasta la pira y âprendiĂł crepitando el maravilloso fuegoâ.
Visualiza la escena: es de noche en la playa; arriba, el cielo estrellado; abajo, la enorme pira arde, y ahĂ el rubio Aquiles bebe el vino ritual en la copa de doble asa. AsĂ pasĂł toda la noche. Y âcuando el lucero anuncia la luz sobre la tierra, antes de esparcirse la aurora, de azafranado velo, sobre el marâ, se extingue la pira y los vientos regresan a su morada.
Los blancos huesos de Patroclo son recogidos y guardados en urna de oro. Y da comienzo la parte luminosa del funeral, a saber, esa prĂĄctica tan caracterĂstica de los griegos clĂĄsicos, los juegos atlĂ©ticos. Homero, que no tiene nunca prisa, se demora y complace al describirlos con todo detalle. Primero que nada, carreras de cocheros. Aquiles exhibe los premios: primer lugar, cĂłmo no, una mujer, âexperta en intachables laboresâ, y un trĂpode con asa; segundo, âyegua de seis años, preñada de una crĂa de mulaâ, y asĂ, en total cinco premios. La carrera va a empezar, Homero enumera y da antecedentes, no solo de cada competidor, sino de cada caballo, y luego narra la carrera con la habilidad de un locutor de carreras de automĂłviles. Porque, en efecto, son muy parecidas. âLos conductores iban erguidos en las cajas [de mimbre] y a todos les palpitaba el corazĂłn por el afĂĄn de victoria.â Sigue luego la pelea de box, o âdoloroso pugilatoâ como lo llama Homero, en la que Epeo vence, por nocaut en el primer asalto, a EurĂalo y se lleva el premio mayor, una mula âtenaz para la laborâ. Siguen las luchas, en las que empatan Ulises y el gigantesco Ăyax Telamonio. En los premios de las luchas se registra una singularidad: primer premio, el consabido trĂpode y doce bueyes; segundo, una mujer, tasada, la pobre, en solo cuatro bueyes de precio.
Sigue luego la carrera a pie, cien metros planos, en la que vence Ulises, pero con ayuda, como siempre, de Palas Atenea, de azules ojos. El siguiente deporte es el Ășnico raro, y peligroso: se invita a dos guerreros a que âcojan el bronce, tajante de la carne, y se pongan a pruebaâ y el primero que hiera, a travĂ©s de la armadura, gana. Premio, la daga tachonada de plata que Aquiles arrebatĂł a Asteropeo. Este juego tiene que interrumpirse por su peligrosidad.
Los juegos continĂșan con el lanzamiento de bala, âun bloque de hierro en brutoâ, y terminan con una competencia de tiro al pichĂłn con arco. El blanco: âuna tĂmida palomaâ.
Y con este flechazo finalizan los juegos funerarios de Patroclo, y con el final de los juegos termina también esta trabajosa disertación. ~
(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las påginas mås luminosas de la literatura mexicana.