“Por favor, cepíllense esos dientes amarillentos”

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The Guardian es un inteligente diario inglés que se caracteriza por ir en el sentido que exige la Historia, pero que se pasó de listo y se olvidó de la Historia. The Guardian fraguó un plan para influir en las elecciones presidenciales estadounidenses del pasado 2 de noviembre. El plan del diario era, a la vez, arrojado hasta lo inconcebible y modesto hasta lo inútil: se trataba de entrometerse en unas elecciones extranjeras, pero de un modo amable, que los analistas celebraran como “novedoso”.
     The Guardian decidió evangelizar democráticamente a los electores de Ohio, uno de los estados vitales en el sistema electoral semirrepresentativo que rige en Estados Unidos. La decisión mostró puntería geográfica: Ohio, de hecho, fue el estado que decidió las elecciones. El diario adquirió un censo postal del condado de Clark, uno de los que se antojaban de competencia más reñida entre el presidente republicano George W. Bush y el senador demócrata John F. Kerry, su rival. “El resultado de las elecciones estadounidenses afectará a las vidas de millones de personas en el mundo, pero nosotros, fuera de los cincuenta estados, no teníamos nada que decir… hasta ahora”, aseguró la publicación, con lenguaje de vendedor de automóviles. Luego, y aquí viene la parte central de la idea, invitó a sus lectores a que escribieran cartas personales a los residentes de Clark, Ohio, exponiéndoles las razones por las cuales deberían considerar darle su voto a alguno de los candidatos involucrados. No sólo los lectores ingleses del diario tendrían acceso a la oportunidad: por medio de su página de internet, The Guardian ofrecía la dirección postal de algún residente de Clark para cualquiera que quisiera contactarlo a lo largo del ancho mundo. Con una salvedad, ninguna dirección sería utilizada dos veces, en un intento por conservar la intimidad de los involuntarios receptores. En ese sentido, el diario brindaba también una cartilla preparatoria para los misioneros de la democracia que quisieran integrarse a la promoción: “Preséntese: ningún votante del condado de Clark tiene razón alguna para esperar su carta; al elegir sus argumentos, tenga en cuenta el riesgo real de molestar a su interlocutor; debería escribir la carta a mano y le rogamos encarecidamente que incluya en la misiva su nombre y dirección, para que le dé mayor credibilidad a sus opiniones y para ofrecer la opción de recibir respuesta.” Alrededor de once mil personas respondieron a la iniciativa y enviaron sus cartas.
     Las respuestas comenzaron a llegar. “A los habitantes de Ohio no nos simpatizan las intromisiones, incluso si vienen de gente sincera y que admiramos. Somos una comunidad bastante cerrada. En mi ciudad, Springfield, hay quien considera a la gente de las ciudades próximas de Columbus o Dayton, como ‘fuereños’ —imaginen solamente cómo llamarían a alguien de fuera de nuestro país—”, decía una de las primeras. Otras fueron menos corteses: “¿Han notado que a los estadounidenses nos vale madre lo que los europeos piensen de nosotros? […] Me importa el culo de una rata si nuestra elección va a tener un efecto en su pequeña vida sin valor. Realmente no me importa. Si quieren tener una elección significativa en su pequeña isla de mierda, quizá deberían intentar no vender su soberanía a Bruselas y a Berlín […]. Ah, y por favor cepíllense esos dientes amarillentos, usted y el resto de animales asquerosos.”
     El “proyecto Clark”, como fue pomposante bautizado, comenzó a mostrar entonces sus profundas grietas. La gente, en todo el mundo, suele tomarse a mal los señalamientos extranjeros sobre su país, especialmente en cuestiones electorales. Y el movimiento era menos inocentemente democrático de lo que aparentaba. The Guardian ha sido uno de los diarios más críticos en el planeta con las políticas de George W. Bush, y los lectores de un diario suelen ser uno o dos pasos más radicales que sus editorialistas. El apostolado era, simplemente, una campaña para convencer a los electores de que no votaran por Bush. Sólo que era una campaña extranjera y, en ese sentido, ilegítima. Y más aún: inútil. Debido a la reacción secundaria de nacionalismo herido, o a la razón que fuera, George W. Bush ganó las elecciones del condado de Clark —donde el demócrata Al Gore lo había vencido cuatro años antes— con 51 por ciento de los votos a favor. Y Bush ganó otra vez Ohio, con 120,000 votos de diferencia sobre John Kerry y, consecuentemente, ganó las elecciones presidenciales, gracias a los veinte votos para el Colegio Electoral que da el estado —que le habrían dado la victoria a su rival de haberse invertido los papeles.
     Vaya una moraleja final, como epitafio a las ambiciones del intento de levantar un “imperalismo de la opinión” de The Guardian: si el principal reproche que se le puede hacer al gobierno de George W. Bush es su intervencionismo y desprecio por la esencia de la democracia, no se le puede combatir con tácticas intervencionistas. Y, peor aún, si resultan tan contraproducentes. –

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