Primavera en el fondo del colon

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Las bacterias cocteau se apiñan para ver llegar la sonda o lavativa.
Un caballito de mar gira desolado, enmierdado,
buscando en el limo sus herraduras perdidas.
La sirenita, recostada bocabajo, se lima uñas fecales;
de su culo escamoso asciende una columna ininterrumpida de burbujas
por la cual la joven ágil trepa cuando requiere remontarse y asomarse a la superficie
para tomar aire. La juventud ansiosa
de placeres bucofaríngeos, casi no los goza,
porque su práctica obliga a ingerir un desagradable galón de caca amarga.
El trabajo callado de la isostasia eleva hasta los bigotes de la industria
nódulos de manganeso —vienen del bazo negligente. En fin, lo provechoso y lo nocivo
se trenzan como en trenza de sirvienta jovenil o
el pelambre púbico de Anfítrite artrítica, hirsuta y mediterránea.
Con frecuencia topa uno con montones de huesos y armas obsoletas,
trabucos, arcabuces y sables de caballería predominan,
testimonios entrañables de viejas batallas victoriosas entre microbios y dictadores viscerales,
si bien luego del tratado intestinal en Tuscarora
fue alcanzado un equilibrio hegemónico relativamente estable
y se trazaron las fronteras entre naciones profundas
que en nada concuerdan con las lindes
de nos, petulantes pisaverdes —según llaman allá adentro
a quienes hollamos estos humus purulentos pletóricos de gangrenas.

El treintidós de marzo escarnecen un áscaris u otro helminto,
lo sacrifican a puñaladas
y la primavera rige oficialmente
en todas las tripas del señor,
como en la barriguilla, relleno rico barroco, de la muchachilla—
hasta la hebilla o Eva de San Juan
—como escribió aquel amigo tan—
(Si esa Eva llega, que entre a verme enseguida. Verne he dicho.) ~

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