Propaganda en el fin de siglo hollywoodense

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LA DERROTA COMO TRIUNFO

El poder profético de Hollywood resulta extraordinario. La enorme máquina fílmica no sólo se ha encargado de dictar modas, normar los sueños del planeta entero y servir como prodigioso ariete en contra de los enemigos de Estados Unidos en el último siglo, sino que su más reciente victoria ha consistido en anticipar la necesidad de un imaginario patriótico popular, poco tiempo antes del peor ataque terrorista en la historia de ese país. Si como escribió el mil veces citado Siegfried Kracauer, “las películas de una nación reflejan su mentalidad”, los actos del 11 de septiembre vienen a materializar un anhelo autodestructivo que ha estado presente en el cine de desastres estadounidense desde hace décadas.
     Los años noventa fueron la era de la ironía, por lo que resulta paradójico que hacia finales de esa década se diera un crescendo de patriotismo que, podríamos decir, comenzó con la película Saving Private Ryan (1998), de Steven Spielberg, la cual revivió el espíritu de la “guerra buena”, que contrarrestaría el espectro de las guerras atroces e inmorales del pasado reciente, en especial la de Vietnam. Durante los años ochenta la imagen popular de la guerra era la del guerrero solitario, encarnado en Rambo, el soldado que ha abandonado una institución corrupta y decadente o bien maniatada por políticos cobardes, quien enfrenta no sólo al enemigo sino también a sus superiores y a sus compatriotas. Esta cinta era la respuesta a la reacción popular en contra de los veteranos de Vietnam durante los años setenta, quienes en buena medida regresaron a encontrar una nación hostil que los despreciaba.
     Cuando Spielberg recicló a los soldados de los más rancios filmes de la II Guerra Mundial en Saving Private Ryan y en la serie de nueve episodios que produjo para el canal de cable hbo, Band of Brothers (2001), no sólo se dedicó a elogiar el heroísmo individual sino al ejército como institución heroica. Ambas obras retoman la lucha por la decencia que celebraban las películas panfletarias de los años cuarenta y cincuenta, y rinden tributo a la prosa exaltada y las fantasías bélicas del escritor Stephen Ambrose, el biógrafo, historiador militar y autor de numerosos libros sobre la II Guerra Mundial (incluyendo Band of Brothers), que puso de moda la admiración por la “Generación de los ciudadanos soldados” y logró crear una especie de envidia generacional que se tradujo en un deseo bélico. En un tiempo en que la masculinidad se percibía desfalleciente ante la moda de un neofeminismo pragmático (y alguien diría castrante), los best sellers de Ambrose, entre otros productos de la cultura popular, crearon furor al despertar la nostalgia por un tiempo en que los hombres comunes se convertían en héroes en un mundo de violencia y crueldad donde finalmente hacían triunfar el bien. Ambrose es un ejemplo clásico de alguien que nunca estuvo en el ejército pero se dedicó a propagar el mito de la guerra. Ambrose se volvió tremendamente popular hasta que una acusación de plagio oscureció un poco su deslumbrante éxito poco antes de su muerte el 13 de octubre de 2002.
     Las visiones de la guerra de Spielberg (quien tampoco peleó en guerra alguna) iban claramente a contracorriente de la ironía antibélica de Dr. Strangelove (1964), de Stanley Kubrick, y de la corrosiva crítica en tono de ciencia ficción al militarismo de Starship Troopers (1997), de Paul Verhoeven, y marcaba un giro que habría de impregnar el Zeitgeist finisecular. Asimismo, la lógica laudatoria spielbergiana era antagónica de la tesis de la guerra como una fuerza de la cultura tan inevitable como la muerte, que explora Terence Malick en su prodigiosa The Thin Red Line (1998) y de la analogía de la guerra como un viaje al corazón de las tinieblas de Apocalypse Now (1979), de Francis F. Coppola, la cual tuvo un controvertido homenaje con el Apocalypse Now, Redux (2001), para el cual se le “restituyeron” las escenas eliminadas originalmente.

NORMAR LA FANTASIA
Cada verano tiene un tema en el imaginario hollywoodense. Cada año la maquinaria publicitaria de los estudios de cine se encarga de promocionar en todo el planeta no sólo películas sino Leitmotiven, a través de una gigantesca variedad de productos, celebridades y servicios. Así, tuvimos el verano de las invasiones extraterrestres en 1996 (Mars Attacks!, de Tim Burton, Independence Day, de Roland Emmerich y The Arrival, de David Twohy), el de los cataclismos apocalípticos de 1998 (Deep Impact, de Mimi Leder; Armageddon, de Michael Bay y Godzilla, de Roland Emmerich) y por supuesto el de Titanic, de James Cameron en 1997, un filme de desastre que ocupa hasta ahora el lugar de la película más taquillera de la historia. Meses antes de que el Pentágono reclutara a cineastas, productores y guionistas para la causa de la patria tras el 11 de septiembre, el verano del 2001 fue oportunamente el de Pearl Harbor, de Michael Bay, una cinta producida por el antes mencionado Jerry Bruckheimer, que cuenta con estrepitosas escenas de batalla realizadas digitalmente y con enormes dosis de patriotismo de utilería. En su momento el público se concentró en la pirotecnia de la batalla, en los sorprendentes efectos especiales, en el vertiginoso entretenimiento al estilo de montaña rusa cinemática y en el frívolo romance entre los pilotos y las enfermeras. La película no tuvo el éxito que se esperaba y la lección de historia fue extremadamente incompetente, manipuladora y absurda; no obstante, en cierta forma preparó el terreno en la imaginación de los adolescentes (el principal público de la cinta), ya que los informó al respecto de un pasado en que Estados Unidos fue atacado por un enemigo traidor. En esos días, una y otra vez desfilaron por la televisión estadounidense sobrevivientes de esa guerra, expertos y comentaristas que evaluaron el impacto del ataque japonés a la base naval en Hawai, el 7 de diciembre de 1941, y muchas veces se discutió la fidelidad del filme con la realidad. Quizás este bombardeo mediático no ilustró a las masas acerca de la relevancia histórica del evento, pero sí expuso ciertas cuerdas nacionalistas sensibles, las mismas que entraron en resonancia con los llamados al patriotismo tras los atentados del 11 de septiembre. El paralelo entre los dos ataques se estableció de manera inmediata en la imaginación popular, y es muy probable que sin la película esto no habría sucedido con tal contundencia.

NUEVO ORDEN CENSOR
Los acontecimientos de septiembre 11 obligaron a los estudios hollywoodenses a intensificar su sentido de la autocensura, y a cambiar su agenda para explotar la oleada patriótica y servir a su manera al esfuerzo bélico. Los estudios pospusieron el estreno de cintas como Collateral Damage, de Andrew Davis (con Schwarzenegger en el papel de un bombero que se venga de los terroristas —originalmente árabes, pero sustituidos por colombianos para evitar conflictos— que han destruido un edificio con su esposa e hijo en el interior), Nose Bleed (donde Jackie Chan pelea contra terroristas que quieren destruir las torres gemelas) y Big Trouble, de Barry Sonnenfeld (en la cual Tim Allen se ve involucrado con una bomba atómica que es contrabandeada a bordo de un avión de pasajeros). Fueron enterrados proyectos como Deadline (un filme de un secuestro aéreo que dirigiría James Cameron) y World War III. Además, la desaparición de las torres provocó numerosos cambios en varios filmes y teleseries, como borrar al wtc en las películas The Sidewalks of New York y Men in Black II, así como en varios episodios de la serie de hbo, Sex and the City.
     Otros estrenos fueron precipitados por la necesidad de inyectar nacionalismo al público, como fue el caso de Behind Enemy Lines (2001), de John Moore, en la cual un avión militar estadounidense, en patrulla sobre territorio serbio, es derribado y el piloto debe escapar de hordas de asesinos serbios. La película está basada en la historia del piloto Scott O’Grady, cuyo F-16 fue derribado en Serbia y tuvo que sobrevivir oculto comiendo hormigas y hojas durante seis días hasta que fue rescatado. Por supuesto que el combate en los Balcanes y la inestabilidad política de la región no tienen gran relevancia aquí. Pero sin duda el estreno más importante en los días inmediatamente posteriores a septiembre 11 fue Black Hawk Down (2001), de Ridley Scott, la cual, según los productores, fue estrenada con urgencia no para aprovechar el momento histórico sino para entrar en la competencia del Óscar.

UNA MASACRE COMO REDENCION
     Black Hawk Down narra la fracasada operación en Somalia del 3 de octubre de 1993, que llevaron a cabo tropas estadounidenses del escuadrón Delta y de los Rangers del ejército, que estaban estacionadas en las afueras de la capital, Mogadiscio. La misión consistía en secuestrar a algunos de los comandantes del poderoso líder Mohammed Farah Aidid, quien había impuesto un régimen de terror en el país. Aidid estaba especulando durante una hambruna con los alimentos que habían llegado a Somalia como ayuda humanitaria internacional. La operación, planeada para durar unos 45 minutos se volvió una batalla de más de dieciséis horas, en la que perdieron la vida por lo menos mil somalíes y dieciocho soldados estadounidenses, después de que dos helicópteros fueron derribados. Si bien la realidad inspiró esta cinta, hubo varios reporteros que afirmaron que, a su vez, Hussein había aprendido técnicas para pelear contra el ejercito estadounidense precisamente en la cinta de Scott.
     Con una mínima introducción, Scott nos conduce por las páginas del libro homónimo de Mark Bowden, con su formidable habilidad narrativa, pasando, sin perder su inconfundible estilo, de la estética de video clip a la crudeza hiperrealista del pseudodocumental. Scott es un realizador con un enorme talento para el manejo de la luz, los movimientos de cámara, el color, las texturas, y una gran habilidad para dirigir las escenas de combate desde el punto de vista coreográfico. No obstante, hay un tremendo conflicto entre la estética y la guerra al nivel moral, ya que, como escribió Walter Benjamin, embellecer la guerra conduce irremediablemente al fascismo.
     A pesar de que Scott ha hecho un trabajo notable al describir el caos que reinaba en las convulsionadas calles de la capital, las imágenes carecen de la contundencia y humanidad de las escenas de batalla de Eisenstein o Griffith, quienes hacían de las multitudes material maleable para su poesía visual. Las escenas de combate tienen un realismo impactante, aunque lamentablemente también evocan peligrosamente los más decrépitos filmes de indios contra vaqueros, tanto por su moralismo monolítico y racista (blancos contra negros, con la modesta excepción de un soldado negro entre las tropas blancas), como por la facilidad con que matan a los somalíes, quienes son presentados como bestias sanguinarias y suicidas, zombis que dan la vida por un tirano. En ningún momento la cinta plantea la posibilidad de que estas “milicias” quizás tan sólo tratan de defender su ciudad, su barrio o su hogar del fuego indiscriminado de los invasores. El relato de Scott no cae nunca en los desplantes lacrimógenos que caracterizan otras producciones de Jerry Bruckheimer, y su dosis de patrioterismo es relativamente limitada. En vez de tratar de exaltar héroes individuales, trata de mostrar al batallón como una unidad indivisible. Y así como la masa somalí es anónima, los soldados estadounidenses son también prácticamente intercambiables. Sorprende que las actuaciones, incluso de las estrellas, como Sam Shepard, Tom Sizemore y Ewan McGregor, son casi impersonales a pesar de su intensidad.
     La idea central del filme es que, aun en la derrota, Estados Unidos triunfa, ya que demuestra la ética implacable de sus soldados, quienes prefieren morir que abandonar a sus colegas heridos o muertos. La misión misma no podría ser más decente, ya que, según nos la presentan aquí, consistía en el rescate humanitario de un pueblo hambriento. Tan sólo mostrar a la única gran potencia del mundo como un bienhechor maltratado por ejercer la compasión es ya una victoria tras años de tratar de justificar el oprobio que fue la guerra de Vietnam. La cinta se estrenó con funciones especiales para el gabinete del presidente: Bush Jr., Donald Rumsfeld y Colin Powell salieron de la función muy entusiasmados y orgullosos.

LOS ARGUMENTOS INVISIBLES
Pero, con todo lo que se muestra en esta película, lo más notable es lo que está ausente, desde aquella aterradora imagen de un soldado estadounidense muerto que es arrastrado por las calles de Mogadiscio, que dio la vuelta al mundo y ha pasado a simbolizar la “batalla del mar negro”, como se bautizó a esta carnicería fútil, hasta las razones por las que Estados Unidos involucró a sus tropas en esta guerra civil. Es importante señalar que la propia embajada estadounidense se localizaba en el interior de un complejo petrolero de la empresa Conoco. Asimismo, uno de los héroes del filme, el soldado John Grimes (interpretado por McGregor con un doloroso acento americano forzado) es en realidad John Stebbins, quien ahora cumple una condena por treinta años por haber violado a una niña de doce años, y el Pentágono exigió que fuera disfrazado para evitar la controversia.
     La trama fílmica no intenta explicar como llegó Aidid al poder. No se menciona que, tras el derrocamiento del títere despótico que gobernaba Somalia, Mohammed Siad Barre, en 1991, las grandes compañías petroleras (Conoco, Chevron, Phillips y Amoco) que se beneficiaban de su régimen se encontraron con un país en caos en donde sus intereses estaban en peligro. Bush padre decidió entonces enviar, bajo el pretexto de ser una misión humanitaria, una fuerza para restablecer el orden y proteger los intereses de esas corporaciones. Para esto el Pentágono apoyó a varios líderes de clanes locales (al estilo de lo que hizo el régimen de Bush Jr. posteriormente con la Alianza del Norte en Afganistán),1 con la intención de encontrar un sustituto para Barre. Así fue creado un nuevo déspota que se llamaba Aidid.
     Bowden escribió una crónica de los eventos que publicó por entregas en el Philadelphia Inquirer, la cual en su momento fue criticada por su ingenuidad y su fe ciega en los testimonios de los soldados, declaraciones que nunca se molestó en verificar con los somalíes. En 1999 los textos fueron reunidos en el libro Black Hawk Down, en donde el autor realizó varios cambios; los más lamentables fueron la eliminación de todo pasaje que manchara el heroísmo de los soldados. Supuestamente a petición de la editorial, Bowden cortó párrafos donde se hablaba de las víctimas civiles de las balas americanas, víctimas desarmadas, incluyendo mujeres y niños. Tan sólo la familia que aún vive en donde cayó el primer helicóptero, los Weheliya, perdieron a siete miembros (cuatro adultos y tres niños) cuando fueron secuestrados por los soldados estadounidenses para obligar a los milicianos a retirarse, como señala el New York Times del 22 de enero del 2002. Entre los episodios sangrientos eliminados destacan el de una mujer que fue asesinada por un ranger cuando comenzó a gritar, el de un prisionero somalí que fue ejecutado porque se negó a dejar de rezar y el de otro hombre que mataron a golpes.

RACISMO HUMANITARIO
El problema fundamental de la misión humanitaria estadounidense en Somalia no fue un error estratégico ni operativo, sino que, como escribió el cineasta y escritor Alex Cox en el diario británico The Independent, muchos de los soldados de las fuerzas estadounidenses de elite carecían del entrenamiento necesario y eran profundamente racistas (supremacistas blancos, para ser preciso). El comité de las fuerzas armadas del Congreso determinó en su informe del 30 de diciembre de 1994, An Assessment of Racial Discrimination in the Military: A Global Perspective (publicado por la us Government Printing Office), que el racismo abierto era muy común en cuatro de diecinueve bases seleccionadas al azar. Y el informe The Secretary of the Army’s Task Force Report on Extremist Activities, Defending American Values, del 21 de marzo de 1996, dice que particularmente, en las fuerzas de elite y de operaciones especiales (los mismos que fueron enviados a liberar Afganistán del talibán y Al Qaeda, y posteriormente Iraq de Hussein), el hecho de que los combatientes se encuentren en unidades sin diversidad étnica “engendra actitudes de superioridad racial entre los soldados blancos”.
     Debido a esta operación fracasada, la misión en Somalia terminó en desastre. Clinton, incapaz de tolerar más bajas, retiró a sus tropas y el resto de los soldados de las Naciones Unidas se retiraron poco después. Canadá, Italia y Bélgica llevaron a cabo investigaciones respecto de la conducta de sus soldados en Somalia. Canadá incluso enjuició a varios de sus militares. Estados Unidos no realizó investigación alguna acerca de la masacre, y de hecho la cinta viene a poner una especie de punto final a cualquier duda al presentar a los soldados como héroes intachables. Scott comentó al diario británico The Guardian que él no tenía respuestas para lo sucedido, sino exclusivamente preguntas, por lo que su labor era tan sólo situar al público en la batalla y dejarlo decidir por sí mismo. No obstante, poco antes del estreno, Scott y el productor Jerry Bruckheimer debatieron si debían incluir en las explicaciones del epílogo la afirmación de que la retirada de Somalia había servido para envalentonar a los terroristas islámicos, y más porque, supuestamente, había fieles a Osama Bin Laden entre los milicianos que pelearon contra las tropas estadounidenses. En el texto prácticamente se culpaba a la política de Clinton de haber propiciado con su retirada tanto el genocidio en Ruanda como las masacres de Bosnia y Kosovo, ya que había lesionado la capacidad de resolución de las fuerzas armadas. Supuestamente los enemigos de Estados Unidos vieron ahí que la potencia mundial no estaba dispuesta a sostener pérdidas en un conflicto. Finalmente Scott optó por eliminar esas partes del texto, pero Black Hawk Down en cierta forma quiere presentarse como la explicación de lo ocurrido el 11 de septiembre, a la vez de que se pretende una imagen representativa de las ambigüedades y costos de la guerra contra el terrorismo.

DC 9-11, TIEMPO DE CRISIS FILMICA
El 7 de septiembre de 2003, poco antes del segundo aniversario de los atentados contra las Torres Gemelas y el Pentágono, y justo a tiempo para lanzar la campaña de reelección de George W. Bush, se estrenó en el canal por cable Showtime el telefilme DC 9-11. Time of Crisis, del veterano maquilero británico Brian Trenchard-Smith (director de docenas de filmes de serie B, como Leprechaum 3, incontables telefilmes y numerosas series televisivas, como Flipper). Se trata de un panfleto propagandístico tan primitivo en sus métodos de manipulación y convencimiento que hace ver inteligente y complejo el cine norcoreano de la década de los setenta. Escrito en estrecha colaboración con el jefe de asesores de Bush, Karl Rove (quien, de acuerdo con los escritores James Moore y Wayne Slater, es “el cerebro de Bush”), la asesora de seguridad nacional Condoleezza Rice y otros miembros del equipo Bush, DC 9-11 es una descarada revisión de la historia. Escena por escena tenemos justificaciones de las acciones y actitudes inverosímiles de Bush, la Casa Blanca y el Pentágono en esos días de caos. Es además un empeño por desinflar la difundida creencia de que Bush es tan sólo un títere de su vicepresidente Dick Cheney (quien aquí aparece como un viejito apocado, temeroso y obediente) y de los rapaces neocons (Paul Wolfowitz y Richard Perle, entre otros, los cuales son objeto de numerosos reaction shots en los que se muestra su asombro, fascinación y reverencia por un presidente que de pronto se transforma en un guía prodigioso).
     La cinta comienza con la fabulosa coincidencia de que el 11 de septiembre Donald Rumsfeld desayunó con congresistas para pedirles más recursos para la defensa, debido a la inminencia de un acto terrorista de grandes dimensiones en contra de Estados Unidos. Pero, aparte de ese hecho documentado, la ficción fílmica se desliza entre fantasiosos diálogos, gestos solemnes, declaraciones de acartonado patriotismo imposibles de confirmar (“Este enemigo no nos ha atacado debido a nuestras políticas. La libertad es una dádiva de Dios que no es negociable mientras yo esté aquí”) y conjeturas que han sido ampliamente ridiculizadas, como aquella “amenaza creíble” de que los terroristas estaban persiguiendo al mandatario y tenían los códigos de seguridad del avión presidencial. La Casa Blanca barrió bajo el tapete tal afirmación, hecha poco después de los atentados, pues de ser cierta habría implicado que los mismos terroristas filtraron el dato. La posibilidad de un espía de Bin Laden introducido en las más altas esferas del poder de Washington se omitió en la lógica de este filme con el mismo desparpajo con que fue borrada de la retórica oficial.
     La primera vez que vemos a Bush hijo (interpretado por Timothy Bottoms) es en el salón de clases de Florida, donde se encontraba en el momento de los ataques escuchando a un grupo de niños leer. El jefe de personal de la Casa Blanca, Andrew Card, le da la noticia de que un segundo avión se ha impactado contra la otra torre. Bush queda notablemente afectado y lucha por mantenerse ecuánime mientras la cámara recorre el aula de la escuela primaria “Emma T. Booker” a ritmo enfebrecido, simulando el de los pensamientos del atribulado líder. El video que documenta lo que en realidad sucedió en ese salón muestra algo muy diferente:2 Bush parece inmutable al recibir la noticia y se queda escuchando la historia infantil por alrededor de media hora más, mientras el país es objeto del peor ataque terrorista de la historia. La huida de Bush a bordo de su avión ha sido igualmente reinventada. De acuerdo con la cinta, Bush exige a su personal regresar a Washington; no obstante, se lo prohíben por razones de seguridad. Nada en la historia documentada indica que Bush haya tratado de imponer su voluntad para volver a la capital.
     La cinta, escrita por el propagandista republicano Lionel Chetwynd, tiene el mérito de haber erigido un monumento fílmico a un líder vivo y aún en el poder, con todos los riesgos y controversias que ello puede implicar. Este tipo de panfleto había sido patrimonio exclusivo de dictadores totalitarios, como Stalin o Saddam Hussein (quien también se mandó hacer su propia biopic heroica). Bush, en esta alegoría oportunista, es un líder grandioso pero humano, infalible pero modesto, cariñoso pero implacable; un hombre capaz de articular frases de más de tres palabras sin necesidad de un teleprompter. Lo paradójico es que el actor, Bottoms, había interpretado a un Bush torpe, edípico y despistado en una serie televisiva del canal por cable Comedy Central, That’s My Bush, la cual se canceló poco antes del 11 de septiembre. De esta manera, el filme nacía inmunizado contra el sarcasmo. Asimismo, en otra fantástica alegoría involuntaria, Bottoms —quien se ha convertido en una especie de Doppelgänger de Bush— interpreta a un padre alcohólico e incompetente en la cinta Elephant, de Gus van Sant (2003), la cual trata acerca de una matanza en una escuela, inspirada por los acontecimientos del 20 de abril de 1999, en la secundaria Columbine, de Littleton, un suburbio de Colorado, donde dos estudiantes armados mataron a doce compañeros y un maestro, y luego se suicidaron. El padre contempla la tragedia, aterrorizado e incapaz de actuar, o de por lo menos articular una idea.
     Bush padecía serios problemas de imagen antes del fatídico 11 de septiembre, y necesitaba desesperadamente reinventarse. Desde que llegó a la presidencia tras perder el voto popular (pero con la ayuda del inmenso fraude electoral orquestado en el estado de Florida, gobernado por su hermano Jeb), fue provocando la incertidumbre y el descontento popular, tanto por haber convertido un superávit en el presupuesto en un déficit, como por haber abandonado tratados internacionales contra el deterioro ambiental, o bien debido a las conexiones de su gabinete con algunos de los más estrepitosos escándalos corporativos, como el de la empresa Enron. Los ataques terroristas no sólo lograron transformarlo en un héroe de acción (no olvidemos que, también en septiembre de 2003, la empresa china de juguetes bbi lanzó un muñeco de doce pulgadas que representa a Bush disfrazado de piloto de guerra),3 sino que le permitieron a su régimen adoptar la política de las guerras preventivas y consagrar miles de millones de dólares adicionales al gasto de la defensa. DC 9-11 sorprende por su brutal inocencia, por su manipulación despiadada y su confianza en que las imágenes pueden sustituir la realidad.
     Pero si hubiera que encontrar una metáfora cinematográfica afortunada de la política estadounidense de inicios del siglo xxi, ésta sería Monsters Inc.(2001), de Peter Docter y David Silverman, la cinta de animación de Disney en la que el gobierno del mundo de los monstruos (el cual se administra como una empresa) se mantiene al producir energía a costa del miedo de los inocentes. Los monstruos viven engañados por una burocracia que asegura que el espanto es la única manera de que la sociedad sobreviva. Ésta es la lógica del gobierno de George W. Bush junior, el cual prometió una guerra interminable en respuesta a un acto criminal. El 11 de septiembre es la hora cero de un nuevo siglo de terror globalizado y es el umbral del nuevo Nuevo Orden Mundial. ~

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(ciudad de México, 1963) es escritor. Su libro más reciente es Tecnocultura. El espacio íntimo transformado en tiempos de paz y guerra (Tusquets, 2008).


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