Ramon Fernandez, en el tribunal del hijo

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La biografía de un padre escrita por un hijo debe de ser uno de los libros más difíciles de escribir y más aún cuando el amor filial es un amor prohibido, una transgresión, un sentimiento que requiere de una larga y dolorosa explicación que, además, se confunde con los horrores de la historia. Ramon,1 la crónica biográfica que el novelista Dominique Fernandez ha escrito sobre su padre, el crítico literario de origen mexicano Ramon Fernandez (1894-1944), es un libro de un valor extraordinario, en tanto que testimonio de una expiación. Ya antes, en un par de novelas (L’école du Sud, Porfirio et Constance), Dominique Fernandez (1929) había intentado contar esa historia.

“Nuestro pobre Ramon”, exclamaba François Mauriac al recordar al hombre cuyo sepelio reunió, en pleno Saint-Germain-des-Prés y a escasos días de la Liberación de París, a colaboracionistas y a la Resistencia. Y es que el caso Fernandez ejemplificaba el carísimo precio que la literatura francesa hubo de pagar, deudora y acreedora, durante la Segunda Guerra Mundial.

Ramon Fernandez no fue uno más de los escritores que, habiendo ingresado en 1937 al Partido Popular Francés (PPF), se convirtieron en los garantes intelectuales que colaboraron con el invasor alemán. Había sido, desde que Marcel Proust lo recibió en 1914, jovencísimo y a altas horas de la noche para hacerle leer el manuscrito de Por el camino de Swann, un niño mimado, un prodigio de educación filosófica, un joven escritor atractivo como pocos se recuerden. Fue el crítico más brillante durante el apogeo de la Nouvelle Revue Française (NRF), y ello quiere decir mucho, que fue discípulo y par de los críticos más encantadores del mundo, como Jacques Rivière, Charles Du Bos y Albert Thibaudet. De Messages (1926), su aplaudido primer libro, a Proust (1943), su canto de cisne escrito durante su agonía política y biológica, no se cansó Fernandez de escribir ensayos tratadísticos (sobre Molière, Gide y Barrès) y de publicar reseñas brillantes y contundentes, en Marianne, el gran seminario de izquierda de Gallimard, y en la NRF. Escribió también un par de novelas (Le pari y Les violents), aplaudidas en su día y hoy olvidadas en tanto que literatura sintomática del delirio, la frivolidad y la violencia que se adueñó de los escritores franceses en los años treinta.

La crítica literaria de Fernandez, que él presentaba como filosófica, nutrida de Henri Bergson y escrita contra este, se interna en el siglo XX, dejando muy atrás y condenando a Sainte-Beuve y a Taine. Su dominio perfecto del inglés lo convertía, además, en un raro que recorría Inglaterra dando conferencias diarias con un repertorio que iba más allá de los franceses e incluía al cardenal Newman, a Conrad y a George Meredith. Aunque pasó por la Sorbona, Fernandez encarnó el triunfo del autodidacta.

Como muchos hombres de su generación, Fernandez sintió el vértigo demoníaco de la política. Se arrojó al abismo. Empezó en la Sección Francesa de la Internacional Obrera (SFIO) y de la socialdemocracia pasó al fascismo, tras coquetear con los comunistas. Pero nunca fue Fernandez un pensador de izquierda y ello se nota cuando le pide explicaciones a Gide por su conversión al comunismo, haciendo reparos que muy bien podrían aplicarse al propio Fernandez. Si Gide confundía el cristianismo evangélico con el marxismo, Fernandez (ateo resoluto toda su vida) creyó encontrar, brevemente, en la izquierda revolucionaria una suerte de gran laboratorio de filosofía donde se creaba el pensamiento y se le transformaba en acción. “No se pueden tener, al mismo tiempo”, Daniel Halévy les decía a esos nuevos epicúreos, “a Lenin y a Montaigne como maestros.”2

¡Qué locos estaban aquellos geniales y volubles fanáticos! Es para frotarse los ojos la crónica del debate público que el 23 de enero de 1935 organiza Fernandez y del que se da cuenta en Ramon, al cual asiste Gide para ser víctima de la inquisición (en su sentido de encuesta) de sus enemigos. Asisten a juzgarlo Thierry Maulnier, Henri Massis, Denis de Rougemont, Jacques Maritain: la Acción Francesa, el personalismo y los tomistas, todo ello en un clima de violencia callejera, de enervante peligro físico.

En fin. La pregunta sobre el siglo XX ya no es por qué tantos hombres inteligentes se fascinaron por el totalitarismo sino qué tuvo esa época para hacer de “la traición de los intelectuales” una regla. Dominique Fernandez ofrece, ante el periplo de su padre, preguntas angustiadas y preguntas dolorosas que en mucho aclaran la misteriosa errancia de Fernandez, a quien en 1941 veremos viajar a Weimar para ser bendecido no por Goethe sino por Goebbels, haciendo una peregrinación, bañada de alcohol, a los santos lugares del nazismo.

Es en este punto donde cabe detenerse en la nacionalidad de Fernandez. Nieto e hijo de mexicanos (de un político porfirista y de un diplomático), el crítico nació en París el 18 de marzo de 1894. Ya somos varios los escritores mexicanos interesados por su figura (Jaime García Terrés, Sergio González Rodríguez, Adolfo Castañón) pero lo interesante es saber que el primer fascinado por su propio origen fue Fernandez.3 La nacionalidad mexicana –que conservó hasta después de su matrimonio en 1927– fue lo que evitó que el joven Ramon fuese a la Gran Guerra, asignatura pendiente que se tornará trágica a la hora de querer hacer “su guerra” en 1940.

La madre de Fernandez, francesa, fue una influyente periodista de modas, fundadora de Vogue, y su dominio sobre él fue tan absoluto como el que llegaría a tener Pierre Drieu La Rochelle, protagonista del incidente público que en 1934 hace que Ramon abandone a los comunistas. A Fernandez no le interesó nunca México ni, mucho menos, su literatura. En vano le rogó Alfonso Reyes, en 1929, un gesto de simpatía por los poetas de Contemporáneos, que homenajeaban a Proust y que hubieran encontrado un formidable hermano mayor en Fernandez.4 Fue la madre, nos cuenta Dominique Fernandez, la que hizo del pasado mexicano de la familia un seductor mundo prohibido, al grado que Ramon, no habiendo escrito nunca una línea sobre México y no quedando claro qué tanto español sabía, se sintió, de manera fantástica, mexicano e hizo de lo que presumía como su “origen bárbaro o salvaje” la divisa de su desarraigo y el origen de su extravío.5 No faltaron tampoco quienes recordaron, tanto ante el “atleta de la crítica” como durante su reino como turiferario del fascismo local, esa impureza en la ascendencia que “lo explicaba todo”. Además, Fernandez no sólo se sentía visceralmente mexicano sino que lo parecía. De cejas pobladas, morenísimo, pelo color cuervo, guapo como se esperaba que lo fuera un macho, respondía a la perfección al estereotipo del mexicano. Y ni su propio hijo Dominique, hombre de mundo cultivado y sensible, escapa a la creencia de que en el alcoholismo y en las golpizas que Ramon le impuso a su esposa había un exceso volcánico, mexicano, de pasión meridional.

Hombre de los veintes, Fernandez bailaba el tango como Dios Padre (dijo Vladimir Jankélévitch, que lo vio) y, dado que la distancia entre México y la Argentina era imprecisa para muchos franceses, la habilidad danzarina se abonaba también a la mexicanidad.6 Al gigoló latino también se le reconocía por su idiosincrásica afición al automovilismo: era el crítico que conducía un Bugatti.

Difícil encontrar alguien más literario que Ramon: habiendo crecido como personaje de Fermina Márquez, como el exótico latinoamericano, fue joven a la manera de Paul Morand y murió como un personaje de Drieu La Rochelle.

Ramon, escrito con convicción, es varios libros a la vez, una obra en que su autor modifica sus puntos de vista, en la medida en que se va asiendo a la figura del padre. Es la biografía de un matrimonio, el de Ramon Fernandez con Liliane Chomette, la madre de Dominique. Algunos críticos franceses (recuerdo a Pierre Assouline en este momento) le han reprochado a Dominique Fernandez el construir una verdad biográfica basada en los recuerdos y en las agendas de su madre, una mujer provinciana de origen modesto, educada en el jansenismo y maestra normalista que hubo de cargar, predeciblemente, no sólo con el genio y el mal genio de Ramon, también con sus gastos estrambóticos en mecánicos y en seguros de coche.

A su vez, Liliane asistió estupefacta al desplazamiento a la derecha de su marido. Durante la Ocupación ella –que ya había dejado de ser Madame Fernandez– apostaba por De Gaulle mientras el padre de sus hijos oficiaba como una suerte de ministro de cultura de Jacques Doriot, el jefe fascista francés. Dominique cuenta en Ramon que él mismo señalaba fervorosamente los triunfos del Ejército Rojo en un mapa, mapa secreto como aquella foto de Napoleón que Julien Sorel escondía bajo la almohada.

Ramon y Liliane se conocieron en ese cuento de hadas que Paul Desjardins (1859-1940) creó en la Abadía de Pontigny. Desjardins, otro de los personajes inolvidables en Ramon, era un filántropo de la Tercera República que compró una abandonada abadía cisterciense y la convirtió en sede de las llamadas Décadas de Pontigny, encuentros veraniegos que reunieron, entre 1910 y 1939, a las grandes figuras del pensamiento internacional, convocadas a discutir lo humano y lo divino en un clima, excepcional, de tolerancia. A Pontigny fueron no sólo los principales escritores franceses, encabezados por Gide, sino E.R. Curtius, Thomas Mann, T.S. Eliot, Eugenio d’Ors, Lanza del Vasto, Max Scheler y Lytton Strachey, entre otros, y todos ellos tuvieron en los jóvenes Ramon Fernandez y Liliane Chomette a sus anfitriones, algo así como la pareja primordial que Desjardins había comisionado para fundar una humanidad laica basada en el más desinteresado intercambio de ideas. Esa Arca de Noé, regida por Desjardins según un calendario astronómico que conmemoraba la quema de Giordano Bruno o la revocación del curso de Michelet en el Collège de France, engendró al matrimonio Fernandez. A la comunión de las almas estimulada por Desjardins (acaso enamorado platónicamente de su discípula) siguió el matrimonio desastroso, los hijos (Dominique y su hermana), las deudas y el aborrecimiento que Liliane sintió por el sexo y el tango. Muerto Ramon y apestado su nombre, ella fue defendida, por los antiguos amigos del matrimonio, como su primera víctima.

El “mexicano” se entregó a lo que él entendía por la barbarie. No le fueron suficientes la parsimonia liberal del socialismo y rehusó la disciplina dogmática del Partido Comunista. No contento con asustar a la burguesía y provocar, con una carta abierta a Gide en 1934, que varios de los más linajudos cancelaran sus suscripciones a la NRF, Fernandez fue más lejos. El hundimiento de un hombre lúcido es notorio en ¿Es humano el hombre? (1938), sus reflexiones contemporáneas (que la revista Sur se apresuró a traducir al español) donde nos enteramos de su convencimiento total en la muerte de la democracia junto a su culto por Marx, su apuesta por la inutilidad filosófica del marxismo y su convicción fatal de que el hombre puede y debe ser superado por la humanidad. Fernandez, según la sentencia de su archienemigo Julien Benda, era un retórico incapaz de dudar y de responder a cualquier sugestión fabricando, de inmediato, una teoría.7

Que Fernandez haya acabado en el fascismo es sorprendente en comparación con el derrotero que siguieron otros de sus compañeros de aventura. No había en Fernandez, frente a Louis-Ferdinand Céline, ese odio visceral al mundo moderno ni una pizca de antisemitismo, ni tampoco operaba en él el resentimiento existencial que guió a Drieu La Rochelle hasta la ignominia. Inteligencia pura, Fernandez era el crítico que le había abierto la puerta al Corydon, de Gide, discutiendo por primera vez la homosexualidad desde el punto de vista de la literatura y no de la perversión. Fernandez era un moderno que amaba el baile y el dinero.

El camino al fascismo es sinuoso y la ruta de Fernandez lo fue. Su hijo apunta, en Ramon, que a su padre lo perdió el obrerismo, el horror al desarraigo del intelectual, a sus manos culpables, por limpias. Dandi e hijo de mamá, quedó fascinado por Doriot, el obrero industrial que se disfrazó de guerrero. Y no poca importancia le da el hijo a la inclinación homosexual de su padre, reprimida cuando era uno de los niños terribles que orbitaban en torno a Proust y sublimada en el culto por los jefes uniformados. Una y otra vez acude Dominique Fernandez al derecho de fantasear con que las cosas hubieran podido ser diferentes. ¿No era también Charles de Gaulle, en vez de Doriot, un guía del cual podía haberse prendado?

Doriot murió en 1945, en una carretera de Alemania, víctima del fuego amigo de un par de cazas de la Luftwaffe, accidente que lo libró, como a Fernandez una embolia, del juicio y de la probable ejecución que le esperaba en la Francia liberada. Pero no fue el informado y sanguíneo Doriot, en todo caso, un personaje sencillo. Fundador del PCF y alcalde comunista de Saint-Denis, había impresionado a Stalin en el Kremlin y su salida del partido contó con la simpatía de la izquierda heterodoxa, al pregonar tempranamente por el Frente Popular y, en su momento, lanzar contra la URSS las críticas antiburocráticas de Trotski o de Gide. Todavía en 1936, al fundar el PPF, Doriot se engaña o engaña con la Tercera Vía.

Durante los años previos a la Segunda Guerra Mundial Fernandez pasa por ser un excéntrico situado a la izquierda. Defiende a Inglaterra –su anglofilia hará aún más incomprensible su sometimiento hitleriano– y regaña a Céline por el antisemitismo de Bagatelas para una masacre (1938). En esa llamada de atención se ve, empero, el cobre. Presumiendo de ser moreno –y según las leyes raciales del doctor Céline, medio judío–, el ex ciudadano mexicano le ruega al novelista y panfletario que abandone sus odios nihilistas y se sume al optimismo nacionalista de Doriot.

Dominique Fernandez asocia el fin del matrimonio de sus padres con la elección fascista de Fernandez, y en la inmediata posguerra sus recuerdos infantiles –lo veía poquísimo– coinciden con la visión que asume en su papel de biógrafo: la atonía de espíritu, la apatía mental, la indiferencia cínica y la disposición a la aventura fatal se habían apoderado de Ramon. El resto correría a cargo de la desintegración alcohólica.

A la hora de juzgar a su padre, Dominique Fernandez lo acusa de colaboración activa y pasiva.

No sólo fue con Drieu La Rochelle, Robert Brasillach, Marcel Jouhandeau, Jacques Chardonne y compañía a la Alemania nazi sino que regresó de ella escribiendo crónicas tan exaltadas que es imposible, al menos para su hijo, no ver en ellas la cola de la autoironía. Debe decirse –no se priva Dominique Fernandez del apunte– que Sartre viajó a la URSS muchos años después y regresó alabando sus libertades, como Ramon lo hizo con el Tercer Reich, y que tanta reparación pueden exigir las víctimas del Holocausto como los deportados al Gulag ante visitantes tan despreocupados.

Colaborará Fernandez en la NRF puesta bajo la vigilancia de los ocupantes a través de Drieu La Rochelle y en otros medios aún más adictos a Vichy. No escribirá un solo texto antisemita ni denunciará a ninguno de sus amigos judíos, pero eso no lo exculpa de haber sido cómplice silencioso de la persecución encabezada por un ppf del cual era dirigente notorio. Un ejemplo de las maneras de Fernandez: elogiar a Benjamin Crémieux, crítico judío y colega suyo en el descubrimiento de Proust, sin decir que, en ese momento, Crémieux languidecía en Buchenwald, donde murió.

Protegió Fernandez, anótese en la cuenta de sus méritos, a una joven escritora llamada Simone de Beauvoir. Tampoco dijo una palabra de las reuniones de la Resistencia que su vecina Marguerite Duras organizaba y, como gran parte de la intelectualidad parisina, consideró Fernandez que la libertad del resistente Jean Paulhan, eminencia gris de la NRF, debía garantizarse. Pero la imagen que queda es la registrada por el misántropo Paul Léautaud en su Diario, en una entrada de 1942 en la que se burla de esos señores de cuarenta y tantos años, como Fernandez, poetas y escritores cometiendo la puerilidad, matarifes apenas graduados, de disfrazarse de militares. Ese “fantoche en uniforme” era, según le confesó a Dominique Fernandez un sobreviviente de las tertulias de la brasserie Lipp, todo farsa y ceremonia.

Paradójicamente, los años de la Ocupación fueron también los que cerraron con cierta brillantez la obra del prodigioso crítico literario. Varios de sus mejores artículos se publicaron durante ese periodo en la NRF (lo cual no casa con su supuesta atonía) y, abandonando la prensa política, Fernandez despidió con honores a su maestro Henri Bergson, muerto en 1941, anciano judío y filósofo prohibido que meses antes había sido obligado a portar la estrella amarilla. Tampoco le importó a Fernandez publicar Proust, su mejor libro, haciendo un elogio del novelista, a su vez medio judío, al que consideraba un parteaguas en la historia estética de Occidente. No deben haber gustado en Hotel Lutecia, sede de los ocupantes, los abiertos elogios que hacía de Bergson y de Proust pero seguramente se pensó que ya era suficiente la cuota abonada por Fernandez.

Tenía quince años Dominique Fernandez cuando hubo de encabezar aquel cortejo fúnebre, el 5 de agosto de 1944, que cruzó rumbo al cementerio de Montparnasse. Tanto como las páginas resueltamente históricas y políticas, conmueven en Ramon aquellas en que el hijo retrata a un padre del todo ausente, indiferente con crueldad a la mirada de sus hijos, recordado por alguna bofetada y sin embargo amado y reverenciado, ya muerto, autor de una obra que el propio Dominique Fernandez ha ido sacando, lentamente, del oprobio. Hay una fotografía, en el álbum que acompaña a Ramon, que lo dice todo: verano, cerca de Aix-en-Provence, 1935, Fernandez lee con fruición un manuscrito, custodiado por sus hijos que miran a la cámara nerviosos, temerosos de que ese frágil equilibrio, esa pose aterrada, se interrumpa.

“Me gustan”, escribió Fernandez cuando rompió con los comunistas, “los trenes que parten.” A sus pasajeros compañeros de ruta los imaginaba como locos en un tren abandonado desprovisto de locomotora, “vociferando y golpeando con los pies a fin de ocultar que el tren no parte”.8 Al final fue Fernandez quien se quedó abandonado en ese vagón, olvidado y maldecido. Se las arregló el ensayista para contrariar, en todo, la imagen que de Montaigne, en 1935, había propuesto como ejemplo: “ese hombre sabio y recogido en sí mismo, resistiendo, con más soltura que fuerza, a las sangrientas pasiones que lo rodeaban por todas partes.”9

Al haber muerto antes del juicio que le esperaba, Ramon Fernandez quedó desprovisto de la oportunidad lírica o histriónica de explicarse con un exordio y con un suicidio, como lo hicieron otros, o de soportar la amargura del destierro. Ha sido el hijo, Dominique Fernandez, quien, en Ramon, lo ha devuelto al mundo, finalmente, para juzgarlo “sin devoción y sin denigración”. ~

 

 

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1. Dominique Fernandez, Ramon, París, Grasset, 2009.

2. Ibid., p. 442.

3. Véase el número monográfico que Biblioteca de México dedicó a Ramon Fernandez en septiembre-octubre de 1994 (núm. 23-24) y que incluye los siguientes textos de Ramon Fernandez: “Poética de la novela”, “Montaigne”, “Carta a Jacques Rivière” y “Conocimiento y ciencia del hombre”, así como la correspondencia entre Ramon Fernandez y Alfonso Reyes. También se incluyen colaboraciones y rescates de Dominique Fernandez, “Los hijos pródigos de México” y “Armelle”; Pierre Hebey, “Ramon Fernandez”; André Rousseaux, “Un cuarto de hora con Ramon Fernandez”; Jérôme Garcin, “En el nombre del hijo”; y Sergio González Rodríguez, “Cronología de los Ramon Fernandez”. A Ramon Fernandez le dedica González Rodríguez un capítulo en El centauro en el paisaje (Barcelona, Anagrama, 1992) y Adolfo Castañón acaba de reeditar su retrato de Ramon Fernandez en Algunas letras de Francia (Madrid, Veintisiete Letras, 2009).

4. Xavier Villaurrutia prologó y tradujó al menos dos ensayos de Fernandez, “Poética de la novela”, que apareció en Bandera de Provincias, en agosto de 1929, y “Nota sobre la estética de Proust”, en Contemporáneos, núm. 22, marzo de 1930.

5. Dominique Fernandez, op. cit., p. 319.

6. El origen de Ramon Fernandez, que nunca ha sido un misterio, sigue provocando errores que hablan de su posteridad fantasmagórica. Pierre Hebey, historiador de la nrf durante la Ocupación, lo da por hijo del embajador argentino en La Nouvelle Revue Française des années sombres, 1940-1941 / Des intellectuels à la dérive (París, Gallimard, 1992), y René Wellek, en el tomo vii de Historia de la crítica literaria (Madrid, Gredos, 1996), dice que nació en Caracas hijo de padres mexicanos.

7. Julien Benda, La jeunesse d’un clerc, suivi de Un régulier dans le siècle et de Exercice d’un enterré vif, París, Gallimard, 1989, p. 321.

8. Ramon Fernandez, ¿Es humano el hombre?, traducción de Isaac Unger, Buenos Aires, Sur, 1938, p. 12.

9. Ramon Fernandez, “Montaigne”, traducción de Glenn Gallardo, Biblioteca de México, op. cit., p. 19.

 

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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