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Ilustración: LETRAS LIBRES / Luis Pombo

México y Cuba: un drama en tres actos

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La política de México hacia la Revolución Cubana ha tenido diversos objetivos a través del lapso de 45 años transcurridos desde el triunfo de la Revolución. Se pueden fijar tres grandes periodos: el primero, que va de los comienzos de la Revolución al fin de la Guerra Fría; el segundo, que cubre hasta comienzos del siglo XXI, y el tercero, del año 2001 a nuestros días. Dentro de cada periodo hay diversos matices y episodios que permiten, entre otras cosas, reflexionar sobre la claridad, o no, de los objetivos perseguidos. Éstos fueron fácilmente identificables en una primera época, pero al acercarnos a los momentos actuales los intereses del gobierno mexicano en su política hacia Cuba se desdibujan, al grado de poder afirmar que durante la reciente crisis, que llevó casi al rompimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países, no es posible detectar cuáles eran los beneficios que se deseaba obtener. Una de las tareas urgentes hacia el futuro, no sólo para el gobierno sino para las diversas fuerzas políticas en México, es formular con mayor claridad los puntos de vista sobre cuáles deben ser los objetivos de la política exterior de México en el tema de sus relaciones con Cuba.
      
     La época de la identificación
     La primera reacción del gobierno mexicano hacia la Revolución Cubana fue de entusiasmo. En México, Fidel Castro preparó la salida del Granma y los días de Sierra Maestra. Aquí se conocieron futuros líderes revolucionarios, se tejieron amistades, lealtades y proyectos. El gobierno mexicano conocía de sus actividades y fue, al no interferir para evitarlas, callado cómplice de ellas.
     Lo anterior no significa que, al llegar al poder, Fidel Castro haya dado algún reconocimiento especial a la ideología dominante del país que lo había acogido. Desde los primeros años de la Revolución Cubana, ésta se presentó como un movimiento sui generis, construido en torno a la idea del foco guerrillero que en poco o nada recordaba las experiencias de la Revolución Mexicana, el PRI y su revolución permanente. Sin embargo, en las primeras declaraciones de los dirigentes mexicanos respecto a los acontecimientos cubanos, se quisieron encontrar similitudes entre ambas revoluciones. Allá, como aquí, se llevaba a cabo una reforma agraria y se nacionalizaban compañías extranjeras. Allá, como aquí, las medidas tomadas por la Revolución respondían a los anhelos legítimos de nacionalismo y justicia social.
     Ese periodo de identificación refleja bien la ideología del gobierno mexicano en aquellos años, cuando se insistía, como se puso de manifiesto en la nacionalización de las empresas eléctricas, en preservar imágenes revolucionarias. “El petróleo, la tierra, la electricidad”, rezaban los eslóganes exaltando las políticas de nacionalización en toda la República Mexicana en 1960. Sin embargo, la identificación entre ambas revoluciones no duró mucho tiempo. De una parte, Fidel Castro definió pronto el carácter marxista-leninista de la Revolución Cubana e inició la consolidación de una alianza estrecha con la Unión Soviética. De otra parte, los grupos patronales y religiosos en México se movilizaron inquietos ante la posibilidad de que el ejemplo cubano pudiese llegar a México y llenaron las principales plazas del país de manifestantes con pancartas que rezaban: “Cristianismo sí, comunismo no.” Todo ello obligó a los dirigentes mexicanos a fijar distancias. Éste fue uno de los objetivos del famoso discurso pronunciado en Punta del Este por el secretario de Relaciones Exteriores de México en 1962, al oponerse a la expulsión de Cuba de la OEA. El diplomático mexicano aclaró hábilmente los motivos que llevaban a México a distanciarse de los demás países del continente respecto a esa expulsión. Se trataba de razones fundamentalmente jurídicas, que tenían que ver con el apego de México a la letra de los convenios interamericanos existentes. La Carta de la OEA no preveía la expulsión de uno de sus miembros, por lo tanto ésta no podía llevarse a cabo. Pero lo anterior no llevaba a poner en duda las profundas diferencias existentes entre un gobierno que se declaraba marxista-leninista y el gobierno mexicano; en México, destacó enfáticamente el canciller mexicano, se respeta la propiedad privada.

El entendimiento pragmático de beneficios mutuos
     A partir de 1962, la política hacia Cuba estuvo orientada por objetivos bien definidos de índole externa e interna. Externamente, se buscó preservar las posiciones de México en el ámbito interamericano: mantener un margen de independencia frente a los Estados Unidos en cuestiones pertenecientes al ámbito multilateral, y llegar a un acuerdo tácito con ellos según el cual la política exterior de México no afectaba la relación bilateral en su conjunto. Internamente, se buscó un buen entendimiento con el régimen de Fidel Castro, a partir del cual México quedaba al margen de los esfuerzos castristas por extender la revolución en América Latina, y obtenía un reconocimiento a las bondades de los regímenes encabezados por el PRI.
     La política de México en el ámbito interamericano expresó bien, desde comienzos de los años cincuenta, su carácter juridicista y su empeño en quedar fuera de los intentos norteamericanos por utilizar ese ámbito para fines propios de la Guerra Fría. La oposición a la expulsión de Cuba de la OEA y, más tarde, la renuencia a la aplicación de sanciones que imponían el rompimiento de relaciones diplomáticas y económicas con ese país no se relacionaban solamente con la simpatía o no que se pudiese tener hacia la Revolución Cubana. Se relacionaban con lo que ya para entonces era una acendrada tradición de resistir cualquier acción dentro del sistema interamericano que pusiese en duda los principios de no intervención o la autodeterminación de los pueblos. Esas tradiciones se habían gestado desde los orígenes de la Organización de Estados Americanos, y se confirmaron en diversos momentos, como fue el derrocamiento del gobierno de Árbenz en Guatemala, la invasión por fuerzas americanas de República Dominicana o, años más tarde, la invasión de Granada. Las posiciones en el caso de Cuba no fueron una innovación: sirvieron para reafirmar esas tendencias.
     Esa política exterior, que durante años hizo de México un país excepcional en América Latina, le dio un toque nacionalista y de dignidad al gobierno mexicano en sus tratos con el exterior. Esa circunstancia se convirtió en motivo de legitimidad y elemento importante de la relación con Estados Unidos. Aunque no puede hablarse de un acuerdo explícito para disentir de ellos en cuestiones interamericanas y de Naciones Unidas, sí puede afirmarse que, durante años, el gobierno norteamericano entendió y respetó las posiciones de México en esos foros. Para sólo dar un ejemplo, poco después de que México se había negado a aceptar las decisiones relativas al rompimiento con Cuba, el presidente Kennedy visitó México en medio de uno de los ambientes más cordiales con que se había recibido a un mandatario extranjero.
     Así, con su política hacia la Revolución Cubana, México fortaleció un rasgo de sus relaciones con Estados Unidos que durante años fue conocido como el respeto a su “independencia relativa” en materia de política exterior. Esa independencia sirvió para equilibrar la dependencia cada vez más acentuada que se fue estableciendo con aquel país en terrenos pertenecientes a las cuestiones fronterizas, económicas o de migración. Fue una manera certera de preservar una distancia política de la gran potencia, objetivo que siempre ha sido valorado positivamente, de manera casi intuitiva, por amplios sectores de la población mexicana.
     Ahora bien, el aspecto más interesante de la relación con Cuba fue el buen diálogo establecido a nivel de gobiernos en asuntos relativos a la política interna de México. Aunque los movimientos de izquierda en México siempre tuvieron cercanía con la isla, lo cierto es que ésta nunca desempeñó un papel importante en su fortalecimiento. Fidel Castro siempre estuvo dispuesto a dar su reconocimiento y apoyo a los gobiernos del pri, aun en momentos críticos, como el movimiento estudiantil de 1968 o las represiones de 1972, cuando se habría esperado un mayor compromiso del Comandante con los grupos que eran reprimidos en México.
     En contrapartida, el gobierno mexicano no recogió el desencanto de sus intelectuales con la falta de libertades políticas en Cuba. La amistad con Fidel Castro se mantuvo en buenos términos a niveles oficiales cuando buen número de sus admiradores iniciales en México ya expresaban su malestar ante el rumbo que estaba tomando la Revolución.
     En los ámbitos multilaterales, el gobierno mexicano fue solidario con el rechazo de los dirigentes cubanos a las presiones internacionales a favor de libertades democráticas o respeto a los derechos humanos. No podía ser de otra manera. Aunque en contextos y por motivos distintos, ambos regímenes coincidían en la actitud defensiva hacia las demandas para una apertura democrática. Esta situación se mantuvo firme ante diversas circunstancias. Por ejemplo, a finales de los años ochenta, cuando los grupos cercanos a la Corriente Democrática, que había postulado la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas a la presidencia de la República, intentaron inútilmente impedir que Fidel Castro asistiera a la toma de posesión de Carlos Salinas de Gortari.

Nuevos contextos y nuevas prioridades
     La relación con Cuba adquirió otra dimensión en la década de los noventa, momentos en que diversas circunstancias llevaron al gobierno mexicano a colocarla en un segundo plano de atención. Para entonces, el régimen encabezado por Fidel Castro se encontraba ya muy lejos de la imagen romántica de una revolución que había despertado grandes simpatías en América Latina. El problema de la falta de democracia y respeto a los derechos humanos en la isla adquirió mayor visibilidad en la medida en que, en otras partes del mundo, se levantó una ola democrática. El desmoronamiento de la Unión Soviética, la caída de los regímenes comunistas en Europa del Este, las nuevas democracias en América Latina y, en general, la fuerza de los valores occidentales en el mundo de la posguerra fría fueron aislando políticamente a Cuba. Desde el punto de vista económico, ese aislamiento fue menor. Los intereses europeos se habían abierto paso en la economía cubana, principalmente en el sector del turismo. Pero esto no impedía, sino acentuaba, el creciente debate sobre la necesidad de una transición del régimen político cubano, que pronto se reveló de mayor solidez y capacidad de sobrevivencia que otros regímenes del campo socialista.
     El gobierno mexicano no se encontraba en la mejor posición, o disposición, para recoger las nuevas preocupaciones que se expresaban en el contexto internacional respecto a Cuba. De hecho, el diálogo político con el gobierno de Fidel Castro mantuvo su inercia, sin reflejar los intensos cambios que estaban ocurriendo a nivel nacional e internacional. En aquellos años, las relaciones exteriores de México experimentaron un cambio cualitativo importante al firmarse el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), que profundizó la vinculación económica con Estados Unidos y dio mayor prioridad a la institucionalización de las relaciones políticas entre los dos países. En el proceso, el tema de Cuba no figuró como punto de importancia en la agenda de relaciones exteriores de México. De hecho, todos los aspectos relativos a la “independencia relativa” de su política exterior quedaron ignorados en el frenesí de las negociaciones y la puesta en marcha del TLCAN.
     En esas circunstancias, las relaciones con Cuba ya no proporcionaban los beneficios que se habían obtenido en fechas anteriores. La legitimidad del gobierno mexicano descansaba cada vez más en la evolución de su política económica y cada vez menos en rasgos de independencia, imágenes o remembranzas revolucionarias. Asimismo, su estabilidad interna, a pesar del surgimiento del movimiento zapatista, poco ganaba del entendimiento o no con Cuba.
     Lo anterior no significó la indiferencia hacia Cuba. La amistad con el régimen cubano, en que participaban la mayoría de las fuerzas políticas de México, con la excepción del PAN, seguía siendo lo suficientemente fuerte como para que el gobierno mantuviera las formas de una buena relación y no prestase atención a los llamados de intelectuales en contra de la situación de los derechos políticos en Cuba. Pero, en realidad, México no desempeñó un papel importante en la apertura hacia el capital extranjero que se inició en la isla, no fortaleció sus programas de cooperación con Cuba y no se interesó en delinear un proyecto hacia el futuro para su posicionamiento ante las diversos escenarios que podían surgir allí.
     Para algunos conocedores, la fuerte tradición de amistad con el régimen de Fidel Castro invitaba a México a buscar un papel de interlocutor que pudiese incidir, de alguna manera, en la transición del régimen político que deberá ocurrir en Cuba a corto o mediano plazo; en todo caso, a la muerte de Fidel Castro. Muchos datos, como es la capacidad de incorporación de cuadros jóvenes en los actuales grupos dirigentes, o bien el empeño en proteger logros importantes de la Revolución en el ámbito de la educación y la salud, invitan a pensar que esa transición no ocurrirá a partir de un colapso del actual régimen, sino que será el resultado de negociaciones entre la oposición menos radical y los actuales dirigentes; de allí la conveniencia de no oponerse frontalmente a estos últimos. Sin embargo, esos propósitos, que nunca se formularon claramente por parte de México, perdieron sus posibilidades a partir del cambio en la política hacia Cuba que acompañó la llegada de una nueva administración en México como resultado de las elecciones del 2000.
     El fin de una amistad
     Las relaciones con Cuba tomaron nuevos rumbos a partir de la elección de Vicente Fox, que puso fin a setenta años del PRI en el poder. Desde sus comienzos, la nueva administración mexicana colocó en el centro de preocupaciones de la política exterior la defensa de los derechos humanos y la democracia. Semejante prioridad obligaba necesariamente a reexaminar la relación con el régimen castrista; ésa fue en realidad su principal razón de ser.
     El asunto del voto sobre Cuba en la Comisión de Derechos Humanos de la ONU se convirtió, desde los inicios del gobierno de Fox, en un tema altamente controvertido, a través del cual se mediría el grado de amistad que podía persistir con el régimen de Fidel Castro bajo un gobierno mexicano que, entre otras cosas, deseaba diferenciarse de sus antecesores.
     El episodio de la reunión para el financiamiento al desarrollo en Monterrey en abril del 2002, en la que el presidente Fox intentó con torpeza acotar la presencia del mandatario cubano para no herir las susceptibilidades del presidente Bush, y el voto a favor de la resolución en Ginebra que pedía el envío de un relator para informar sobre los derechos humanos en Cuba, sellaron el distanciamiento entre México y Cuba después de 45 años de amistad. Los eventos que han seguido, incluyendo las duras críticas de Castro a la actual política exterior de México, la respuesta indignada de los dirigentes mexicanos, y su petición de una salida en 48 horas del embajador cubano en México, no modifican demasiado la cuestión de fondo que ya estaba decidida desde hace tres años. El gobierno actual de México no encuentra beneficios tangibles en seguir la amistad con un régimen cuyo aislamiento es cada vez mayor. A su vez, antes de intentar una difícil reconciliación con México, Fidel Castro ha puesto a la actual administración mexicana en una larga lista de enemigos de la Revolución Cubana. Es muy poco probable que decida sacarlo de allí, aun si se renueva pronto la relación a nivel de embajadores.
     Por lo pronto, México ha quedado fuera del complicado e interesante proceso que en el futuro llevará a recomponer las relaciones entre las fuerzas políticas cubanas. Posiblemente fue un error del presidente Fox haber optado por esa vía; más aún cuando se toman en cuenta los numerosos errores en el oficio diplomático cometidos al tomar decisiones para el retiro de embajadores. En todo caso, lo que llama la atención es la confusión o ausencia de definiciones respecto a los motivos que están en juego. Lo cierto es que, desde hace varios años, no se conocían ya los objetivos en nombre de los cuales se mantenía como alta prioridad la amistad cubanomexicana, que se creó desde los años en que se preparaban las luchas de Sierra Maestra. Definir objetivos y fijar una política hacia Cuba durante los próximos diez o veinte años, tomando en cuenta que entre tanto ocurrirán en ese país nuevos y profundos cambios en su vida económica y política, es una tarea que aún está por hacerse. –

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