Reconocer a Cortés

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De todas las incomodidades de la Historia, ninguna más peligrosa que la de entusiasmarse con un prócer hasta el extremo de levantarle una estatua. Con los artistas es distinto: en la efigie que Viena le dedica a Mozart se reconoce a Mozart, la de Cervantes en Alcalá de Henares evoca a un escritor hasta para cualquier turista, y ni hablar de otras todavía más explícitas como la de Elvis Presley en Memphis o la de Carlos Gardel en Buenos Aires. Sin embargo, y a pesar de sus diferencias, muchas veces irreconciliables, los padres de la patria siempre se parecen unos a otros cuando les toca el turno del bronce. Hay algo extraño en todo esto, quién sabe, será que todos los prohombres son iguales para la posteridad. “Hay que tener en cuenta que la calva del cura Hidalgo, la levita de Juárez y el pañuelo de Morelos son más importantes para identificar a estos personajes que su estructura ósea” advirtió Jorge Ibargüengoitia ya en 1972; “supongamos que vemos la imagen de un militar de mediados de siglo pasado. No nos dice nada. En cambio, si vemos que está rasurado y trae anteojitos, sabemos que es Zaragoza.”
     Pero si confundirse de héroe nacional es un insulto a los esfuerzos de la prepa, reconocer al del monumento puede ser un dilema de efectos incalculables. Algo de eso hay en el brevísimo apogeo y caída de la estatua de Hernán Cortés que, gracias a una iniciativa del gobierno de José López Portillo, en 1982 llegó a convivir con los mexicanos desde el zócalo de Coyoacán. La reivindicación hispánica había comenzado un año antes, cuando el entonces presidente develó un busto del Conquistador en el Hospital de Jesús. Hasta ese momento, la única efigie en honor a Cortés era la que se encontraba en el ex hotel Casino de la Selva, en Cuernavaca, hoy en disputa con la empresa Costco. En la estatua de Cuernavaca, obra de Sebastián Aparicio, a Cortés se lo ve montado a caballo y de lejos podría ser Simón Bolívar, José de San Martín o Don Quijote de la Mancha. Quizás porque en ese carnaval de similitudes no se lo puede reconocer, el impacto de esa estatua casi ha pasado inadvertido; de hecho, la imagen parece despertar tanta ternura que Costco ordenó quitarla del sitio donde estuvo durante dos décadas “para protegerla de las obras que se iniciarían”, es decir, un impune Maracaná del shopping en la tierra de Bajo el volcán. Años antes, otro Cortés irreconocible apareció en nuestro país, esta vez como regalo de un artista estadounidense al pueblo de México. En aquella oportunidad, y ante los indicios de una repulsa generalizada, la estatua se le devolvió al escultor con el argumento de que en México no se le rinde tributo a los genocidas. Lo extraño del asunto fue que poco más tarde, a mediados de 1935, la misma estatua surgió en la plaza de armas de Lima, instalada en pleno centro de la capital peruana, pero ahora con Cortés rebautizado con el nombre de Francisco Pizarro. Lost in the supermarket, como cantaba The Clash, o travestido con la piel de otro aventurero de la colonización. ¡Qué caminos tan extraños recorre un prócer cuando nadie lo reconoce!
     ¿Y si es reconocido? Mal también, porque se lo recuerda bajo el cliché de la estatua y nunca como el milagro de carne y hueso que lo vuelve irrepetible. En el bronce, Hidalgo es identificable por su calva, Juárez por la levita, Morelos por el pañuelo, y Cortés por la Malinche. La escultura de Coyoacán, dedicada al mestizaje en México, mostraba al Conquistador y su amante sentados detrás de Martín, su hijo mestizo. Era él. Reconocerlo era posible para todos, así que se lo removió ese mismo año. “Cortés representa la conquista militar y el genocidio” apuntó el politólogo Gastón García Cantú, en apoyo a la medida tomada por la gestión de Miguel de la Madrid; “en mi opinión, ningún conquistador merece una estatua, y la idea de reconocer a Cortés como el fundador de la nación es un profundo y reaccionario error.”
     Otros no piensan igual. Entre los que se han pronunciado a favor de una estatua donde claramente se reconozca a Cortés —y que no se lo confunda con algún otro jinete— está nada menos que Carlos Fuentes. “Una manera de ser más mexicanos, más completos, más iberoamericanos, es aceptar que el Atlántico no es una zanja sino una vía de comunicación, de galeones que van de ida y vuelta”, ha dicho el autor de Los años de Laura Díaz. Según él, habría que seguir el ejemplo de la literatura, donde no hay poesía española sin Rubén Darío o Pablo Neruda, ni latinoamericana sin García Lorca o Valle-Inclán. Pero la literatura es otra historia. Como señaló el peruano Alfredo Bryce Echenique en una entrevista reciente, nadie quiere quemar la casa de Proust y nunca se ha hecho ningún mal en nombre de Proust. En cambio, reconocer a un prócer (en todos sus rasgos, con virtudes y defectos) implica quemar muchos de los sueños dorados de la Historia. Será por eso que la estatua de Coyoacán desapareció de una vez y para siempre. La del caballo sigue en el ex Casino de la Selva, a la espera de que Costco arme un proyecto cultural a la salida del futuro megashopping. Y de la de Proust, ni noticias. ~

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(Argentina, 1967) es cronista y DJ. Es autor de Extranjero siempre (Almadía) y del blog Guyazi (www.guyazi.blogspot.mx).


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