Reflexiones sobre la horizontalidad del teatro. Entrevista con Javier Daulte

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Dramaturgo y director, fue miembro fundador del disuelto grupo Caraja-jí. Entre sus textos figuran Gore, ¿Estás ahí?, La felicidad y Nunca estuviste tan adorable, que se han presentado con gran éxito en Argentina y España. Sus argumentos recurren a elementos fantásticos y de género que se reelaboran en un marco hiperrealista. De 2006 a 2009 fue director artístico del teatro La Villarroel, en Barcelona. Recientemente estrenó Un Dios salvaje de Yasmina Reza en el Teatro Fernando Soler.

 

¿Cómo empezaste a hacer teatro?

A los catorce años, mi madre y mi hermana mayor me llevaron al teatro. En casa había mucho miedo a que yo fuese un pequeño asno. Vimos Despertar de primavera de Wedekind en el Teatro Independiente en Buenos Aires y ahí pasó algo. A partir de entonces, empecé a ver todo el teatro que podía y a estudiar actuación, pero pasó mucho tiempo hasta que decidí que mi vida iba a pasar por el teatro. Yo iba a un colegio industrial. Me apasionaba mucho la matemática y la física. Siempre creí que iba a ser ingeniero. Eventualmente me incliné por la actuación, por lo que decidí estudiar psicología, aunque ya había empezado a escribir; quería todo.

 

Era el fin de la dictadura. ¿Cómo era el teatro de esa época?

Durante la dictadura, a los que no mataron, o los que no se tuvieron que ir, se vieron obligados a construir un lenguaje muy singular: Griselda Gambaro, Ricardo Monti y Tito Cossa –que creo que es realmente, nos guste o no, el autor argentino. Se tuvo que inventar un sistema que burlara la censura. El teatro se convirtió en una suerte de espacio ritual, donde la gente con inquietudes y ciertas filiaciones ideológicas iba y sentía que había un remanso. Construyeron lenguajes metafóricos, alegóricos, simbólicos. En términos teatrales, el fin de la dictadura tuvo un momento apoteótico con el Movimiento del Teatro Abierto, que fue un fenómeno de contenidos, de forma y de público. Como espectador, recuerdo algunas funciones de Teatro Abierto entre los acontecimientos teatrales más emocionantes que he visto. Sin embargo, después de la dictadura comienza a haber un vacío; la percepción entre muchos autores de que las ideas no son suficientemente potentes si no tenemos el horror frente a los ojos.

 

¿Dónde estudiaste teatro?

Me formé en el Teatro Payró. Mis experiencias como alumno fueron muy desiguales. Hubo gente encantadora que me enseñó mucho, pero también sufrí el autoritarismo de algunos directores y maestros. El mal sesentista. Esa izquierda de mierda, resentida, hija de puta, que quiere matar a los hijos. Fue difícil sobrevivir a esa herencia espantosa.

 

¿Qué fue Caraja-jí?

Por esas épocas yo me dedicaba principalmente a escribir. Se había estrenado una obra mía, Criminal, que era una historia policial de psicoanalistas. Fue un bombazo con muy buenas críticas. Y me llamaron a formar parte de un taller de dramaturgia en el Teatro San Martín, junto con otros siete autores: Rafael Spregelburd, Alejandro Tantanian, Alejandro Robino, Jorge Leyes, Carmen Arrieta, Alejandro Zillman e Ignacio Apolo. Nos eligieron un poco al azar. Nuestra única cualidad era ser jóvenes. Nos coordinaban Tito Cossa y Bernardo Carey. Y esto terminó en una pelea explosiva, porque todo lo que les parecía bien de nuestras obras, a nosotros no nos gustaba, y lo que a nosotros nos parecía bien a ellos les parecía una mierda. No nos entendíamos. La virulencia de la disputa llegó a tal grado que ellos decidieron dar las obras a Juan Carlos Gené, entonces director del teatro. Él las leyó y dijo que no tenían ni humor ni pasión ni ternura, por lo que optaron por disolver el taller y nos dejaron en la calle. Fue muy duro. Nosotros queríamos terminar nuestras obras y necesitábamos a alguien con quien hablar. Queríamos seguir trabajando, pero nos preocupaba no tener una guía. Los renacuajos sumergidos en el lodo requeríamos de alguien que nos rescatara y nos diera una ducha de lo que está bien. Pensamos en hablarle a Griselda Gambaro o a alguien y finalmente decidimos hacerlo solos.
Lo cual, en ese momento, era muy vehemente. El sentido paternalista estaba vigente cien por ciento. No había un modelo alternativo. O buscábamos al maestro o nos estábamos suicidando. Por una idiotez que prometimos nunca divulgar, decidimos llamar a nuestro grupo Caraja-jí. Empezamos a reunirnos y seguimos escribiendo. El periodismo se enteró del conflicto porque el San Martín es un teatro muy importante. Nos llamaron del Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires y nos dijeron que, cuando las obras estuviesen terminadas, estaban interesados en publicarlas. Empezó a haber entrevistas y el público comenzó a enterarse de nosotros. Como estábamos muy enojados, hablábamos mierda de Tito Cossa. Y entonces lo iban a entrevistar a él y nos tiraba mierda a nosotros.

 

Eso los posicionó dentro de un debate generacional.

Absolutamente. Al punto que Ernesto Lloquet, el gran crítico argentino, dijo “acá está pasando algo”. Nos hizo una entrevista y salimos en la portada del suplemento de cultura de La Nación. Para salir ahí tienes que estar muerto hace cien años. Es el lugar de los próceres. Y salimos ocho chicos en una foto enorme revolcados en un escenario. El fenómeno de la pelea pública fue muy importante porque confirmó que se había roto el modelo de verticalidad. Hicimos un par de publicaciones y luego nos disolvimos voluntariamente.

 

¿Cómo fue que empezaste a trabajar en Europa?

A partir de dirigir mis propios textos. Yo creo que lo mejor es que un autor dirija sus obras. Si querés saber algo de la dramaturgia, tenés que seguir el territorio de los actores, de la puesta en escena. Hice una residencia en el conservatorio y dirigí un experimento con recién egresados que se llamaba Gore. Es un texto que escribí con un argumento como de película clase B sobre unos extraterrestres. Era una puesta muy austera, hecha con cuatro cachos en el suelo, pero la gente se creía que los personajes, vestidos como vos, eran extraterrestres. Y había una manera de entender el teatro. Le fue bien en Buenos Aires, pero cuando nos presentamos en Barcelona fue una locura. Se volvió una cosa de culto. Y a partir de ahí recibí invitaciones para trabajar en un montón de lados.

 

¿Cómo ves la escena contemporánea europea?

Hay un montón de condiciones, una historia impresionante, que en ocasiones resulta paralizante. En general, no me entusiasma el teatro oficial de las grandes casas, que se considera tan moderno. No creo que sea un teatro que esté rompiendo con algo. Conceptualmente, no lo siento tan distante de un happening sesentista. Para mí la recuperación del relato es fundamental. Lo que tiene que ver con una impronta visual o sonora en seguida va a ser devorado por el marketing. El error de creer que una cara del Che Guevara quería decir algo.

 

Te he escuchado decir que haces teatro porque te parece divertido.

El arte es absolutamente innecesario. Hay que hacerle creer a los gobiernos en turno que es necesario para que sigan poniendo dinero, pero tenemos que saber que es innecesario porque si no nunca vamos a asumir riesgos.
Yo no voy a arriesgarme en la comida que le doy a mi hijo. Tengo que saber que no está envenenada. Por eso pienso que es muy importante saber que el arte no tiene ninguna razón de ser y que su insustancialidad es fundamental.
El arte es innecesario, absolutamente inofensivo. Las cosas son porque se me cantan las pelotas. No me interesa el arte como una forma de militancia. No creo que el teatro pueda cambiar al mundo. Una afirmación que antes se consideraba un horror, pero que es muy importante tener presente. El teatro lo único que puede y debe modificar es al teatro. El teatro solo puede generar más teatro. ~

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(ciudad de México, 1969) es dramaturgo y director de teatro. Recientemente dirigió El filósofo declara de Juan Villoro, y Don Giovanni o el disoluto absuelto de José Saramago.


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