La posteridad no ha querido darle el lugar que se merece a Samuel Butler, autor de la profética antiutopía Erewhon (1870) y lúcido crítico de los postulados de Darwin. Altamirano describe el papel que le tocó desempeñar a ese "exiliado intelectual" cuyo genio pocos, como Bernard Shaw, reconocieron a tiempo.
A Paul Gillingham
Soy un enfant terrible de la literatura y la ciencia.
Nunca he escrito sobre ningún tema
a no ser que haya creído que las autoridades
estaban irremediablemente equivocadas.
Samuel ButlerNovelista, ensayista, músico, pintor; fiero antagonista de Darwin; agudo en sus ataques a la Iglesia; implacable ante las ortodoxias de su tiempo: Samuel Butler es el eslabón perdido de la literatura victoriana. Y aunque Bernard Shaw lo descubrió prematuramente y lo señaló hasta el cansancio como uno de los mejores escritores británicos de la época, su fama fue más bien póstuma, y aun así duró lo que un eclipse.
Antes de su muerte en 1902, Butler dejó instrucciones precisas a su albacea: su última novela, The Way of All Flesh, no debería publicarse hasta después de la muerte de sus dos hermanas. Sin embargo, para 1903, el albacea se olvidó de las hermanas, la novela entró en órbita y Butler salió del crepúsculo para caer en la conspicua impopularidad que lo distingue.
Los Bloomsbury Critics Virginia y Leonard Woolf, E. M. Forster y Desmond MacCarthy reconocieron de inmediato el admirable revés que Butler le había propinado al último templo de la virtud británica: la familia esa peculiar institución que convierte al individuo en siervo, al hogar en "cárcel" y a los padres no solamente "en carceleros sino en torturadores". Incluso Joyce vería en Butler un precursor de los recursos que él mismo pondría a prueba.
No obstante, entre 1920 y 1930 el eclipse llegaba a su fin. El mundo salía de una desgracia para entrar en otra. Los carceleros y los torturadores estaban en el frente, en las fábricas de armamento o en la lista de los desempleados, y todavía faltaba lo peor. Mientras tanto, The Way of All Flesh sacrificaba el nombre de Butler en las cenizas del costumbrismo victoriano, y la crítica social y políticamente radical lo aplastaba infiriendo que no se trataba más que de un iconoclasta aberrante y vulgar, que cometió el imperdonable error de atacar a Darwin.
Así pues, la obra que pudo haber hecho de Samuel Butler algo más que un perdigón extraviado en el escopetazo de la literatura británica del siglo XIX, más que The Way of All Flesh, era Erewhon, una sátira excepcional inspirada en un puñado de ensayos que cuestionaban a Darwin justo en el momento en que era urgente colocar un gigantesco signo de interrogación a un darwinismo que ya acuñaba su tautológico "survival of the fittest", por boca del sociólogo Herbert Spencer.
Hijo de un clérigo anglicano bastante necio, nieto de un obispo del mismo nombre y homónimo del autor de Hudibras (poeta del siglo XVII que escribió la primera sátira de la lengua inglesa que se mofa de las ideas en vez de los personajes), Samuel Butler nació el 4 de diciembre de 1835 en Nottinghamshire, dos décadas después de que los legendarios "Luddites" dieran inicio a las operaciones de destrucción de máquinas textiles que reemplazaban la mano de obra. Butler asistió a la famosa Shrewsbury School, en la cual el abuelo de Samuel, director de la escuela, se había encargado de hacerle la vida difícil a quien sería un futuro dolor de cabeza para su nieto: Charles Darwin.
El reverendo Thomas Butler le deparó a Samuel, además de varias golpizas, seis años en Shrewsbury, varios más en el St. John's College de Cambridge, y, después de su graduación en 1858, la noble senda hacia el púlpito seguida hasta entonces por tradición familiar.
De invencible paciencia, Butler siguió adelante con los planes de su padre, hasta que las cosas llegaron al límite. Luego de asistir a unas cuantas lecciones de música y dibujo, en Cambridge, se suscitó un altercado. Todo lo que su padre representaba, anglicanismo, educación y hogar, era intolerable. Tras de una larga discusión, Butler emigró a Nueva Zelanda para dedicarse a la crianza de ovejas. Llegó al distrito de Canterbury en 1860. Un año antes, Darwin había publicado en Londres el Origen de las especies. Como la mayoría de los escritores de su tiempo, se interesó profundamente en el libro, que, por cierto, le sirvió para despojarse de la espiritualidad de su padre. De allí en adelante Butler escribió una serie de artículos sobre la evolución, uno de los cuales resultó particularmente importante: "Darwin among the Machines". Publicados por el Press Newspaper en 1863, aquellos artículos llamaron tanto la atención en Nueva Zelanda que incluso Darwin escribió al Press elogiando a Butler por la atinada manera de comprender su teoría. El idilio no duró mucho tiempo.
En 1879, Darwin redactó el prólogo a un ensayo sobre su abuelo Erasmus, escrito en alemán por un cierto Ernst Krause. Por su parte, Krause agregó algunas observaciones bastante negativas sobre las ideas de Butler, y puesto que Butler había leído antes la versión en alemán, creyó que las enmiendas provenían directamente de la pluma de Darwin. El malentendido nunca se aclaró. Butler guardó un profundo resentimiento por la supuesta hipocresía de Darwin, y si Darwin no había tenido suficiente con el obispo, ahora tendría que vérselas con el nieto.
Años atrás, sin embargo, Butler había considerado detenidamente la teoría en cuestión, y pensaba que Darwin no había logrado identificar el mecanismo mediante el cual las adaptaciones en la evolución podrían transmitirse de generación en generación. Según Butler, los rasgos biológicos se heredan mediante una memoria inconsciente de las adaptaciones generada por los progenitores de un organismo, en respuesta a una necesidad o un deseo no determinado. Dicha memoria se incorpora en la estructura física del embrión al momento de la concepción.
Más allá de las imprecisiones en el sentido puramente científico, la protesta de Butler no estaba nada lejos del dilema. Y si el darwinismo estaba fundado en una teoría coherente desde el punto de vista biológico, era, a la vez, una hermosa aberración que dejaba fuera ya no digamos la existencia de Dios, sino algo más sencillo y aprehensible, estudiado hasta la médula por Lamarck, Schopenhauer y William Paley: la voluntad. Esto fue justamente lo que Butler se propuso demostrar a su regreso a Londres. Había duplicado sus inversiones en Nueva Zelanda, y luego de considerar su escaso futuro como pintor se dedicó a escribir. Produjo su ficción utópica Erewhon, or Over the Range (1870) y Life and Habit (1878), la culminación de una serie de ensayos con la cual se opuso al incipiente dogma de la selección natural diciendo que Darwin había "desterrado a la mente del universo".
Pero en aquel momento el mundo ya tenía puesto el ojo en el darwinismo: marxistas, capitalistas, liberales, conservadores, radicales, todos encontraron en Darwin una explicación. En las bóvedas racionalistas comenzaría a escucharse el eco del darwinismo social de hombres como Oswald Spengler, H. S. Chamberlain y Walter Bagehot. La nueva justificación filosófica había llegado muy a tiempo para los intereses del imperialismo, el colonialismo y el racismo. La supuesta superioridad biológica de arios y anglosajones tocaba la puerta.
Fue a raíz de Life and Habit que Butler cayó en manos de Bernard Shaw, su único evangelista. Para Shaw, si hubo un "pionero de la cruzada metabiológica en contra de las consecuencias ambientales del darwinismo", ese pionero era Butler; un gran escritor moralista cuyo Erewhon "es el único rival de Los viajes de Gulliver en la literatura inglesa". Pero Butler, según Shaw, había cometido el "craso error estratégico de tratar a Darwin como un delincuente moral", cosa que corrobora H. M. Tomlinson en su introducción a una bella edición de Erewhon que data de 1931. Tomlinson admite que Butler fue "más sabio que los darwinistas, aunque nos resulte difícil perdonarlo por no haber logrado ver la importancia y el significado de Darwin".1 Esto es cierto, pero sólo en parte. Si algo percibió Butler fue el "significado" de Darwin. Lo que muy pocos percibieron fue el significado de Butler, cosa que también corrobora Tomlinson en su introducción cuando dice que "ciertamente no podemos comprender qué fue lo que pasó con [George] Meredith el día que rechazó un manuscrito tan original" por parte de los editores Chapman and Hall.
Ciertamente no se comprende. Pues Butler no trató a Darwin "como un delincuente moral" hasta después de 1879, y Meredith había rechazado el manuscrito de Erewhon en 1871, es decir, nueve años antes de que sus malos modales acabaran con su ambivalente reputación.
Para Shaw, el rechazo a Butler se había convertido en el síntoma inequívoco de algo que andaba muy mal. Y ciertamente no se trataba de una cuestión de gustos literarios, ni de los absurdos o irrelevantes desplantes de una megalomanía pisoteada por el desdén, sino de la condensación de un cúmulo de angustiantes aberraciones (sutiles y no tan sutiles) en un dilema casi ontológico, pues así de profundo penetró Butler en el modo de ser contra el cual protestó apasionadamente.
En 1887, a favor de la cruzada metabiológica, Shaw escribió una reseña sobre otro ensayo de Butler ("Luck or Cunning") para el Pall Mall Gazette. Después de encumbrar a Butler y atribuirle un gran mérito a sus ideas, Shaw ponía en claro la naturaleza de una disputa inquietantemente sutil ante la peligrosa moral acechante en los laboratorios del determinismo:
El asunto a discutir es este dando por hecho la supervivencia del más apto: ¿los supervivientes se hicieron más aptos por pura suerte o se hicieron más aptos por astucia? Butler está a favor de la astucia; y supondremos que Darwin está totalmente a favor de la suerte. […] Es una linda disputa; porque si decides estar a favor de la astucia, el darwinista va a contestar que tuvo mucha suerte el superviviente al tener esa astucia; mientras que, si apuestas a la suerte, el lamarck-butlerista insistirá en que el superviviente debió haber tenido la astucia de poner la suerte de su lado. […] Se trata de una controversia en la cual la última palabra lo es todo.
Efectivamente, todo era cuestión de selección natural. Apostarle a Darwin era apostarle a la suerte de algo que ya estaba determinado; apostarle a Butler era apostarle al sentido y a lo que es posible determinar. El mundo había seleccionado a Darwin y nadie quería saber nada de Butler.
El exilio intelectual de Butler se volvería casi una obsesión para Shaw. En una carta dirigida a uno de los primeros biógrafos de Butler (Festing Jones), Shaw insistía en que era el conocimiento instintivo de la naturaleza humana, y no una colección de especímenes en el laboratorio, lo que hacía de Butler un escritor capaz de "sostenerse con sus propias piernas y además llevarnos a todos sobre sus hombros". Pero Butler estuvo solo "ante un ejército de naturalistas miopes", y aun así decía Shaw "ganó siempre".
Casi siempre. Shaw terminó la carta con un ataque definitivo al orgullo británico, afirmando que si el mundo no sabía nada de Butler, ello se debía a los falsos valores de la educación impartida en las universidades y escuelas públicas:
Inglaterra sigue siendo gobernada desde Langar Rectory, Shrewsbury School y Cambridge, con sus anexos de la bolsa de valores y de las oficinas de sus agentes […] e incluso si los productos humanos de estas instituciones fueran unos genios, acabarían hundiendo todo país civilizado […] A no ser que quitemos el musgo de los fundamentos morales en estos lugares y los reguemos con sal, estamos perdidos. Esa es la moral de la gran biografía de Butler.
Shaw, sin saberlo, estaba muy cerca del modo de ser que Butler odiaba, y del cual se mofó en Erewhon al introducir un personaje "Presidente de la Sociedad en pro de la Supresión de Conocimientos Inútiles". Este singular personaje sostiene que no es el negocio de nadie "ayudar a los estudiantes a pensar por ellos mismos", pues "es nuestro deber asegurar que piensen como nosotros. […] Y en verdad es difícil ver de qué manera la teoría erewhoniana difiere de la nuestra, pues la palabra 'idiota' sólo significa una persona que forma por sí misma sus opiniones".
Si acaso existe alguna "moral" en la obra de Butler, esa moral es precisamente esta: volverse idiota. Y el único personaje en Erewhon detentador de tan eminente adjetivo es el extraño "Profesor de Sabiduría Mundana", que expulsa o niega títulos a los estudiantes por estar "demasiadas veces y con demasiada seriedad en lo correcto"; o por demostrar "insuficiente desconfianza en la materia impresa"; llegando a ser mucho más rudo con aquel que escriba un artículo sin "usar con suficiente libertad las palabras 'cuidadosamente', 'pacientemente' y 'honestamente'".
Es de llamar la atención que Shaw y Butler no se cayeran nada bien. En sus Notebooks Butler reconocía "tener aversión" por Shaw "desde hacía mucho". Lo admiraba, e incluso tenía mucho que agradecerle, "pero decía hay algo en ese hombre que no congenia conmigo".
Aunque no sabremos si Butler aludía a otra serie de "sutilezas" que tiempo después hicieron pensar a muchos, injustamente, que Shaw había estado coqueteando con el fascismo, lo cierto es que Shaw veía a Butler como la clase de hombre "en que él mismo se hubiera convertido" de no haber creado al inconfundible G. B. S. Y para G. B. S., Butler se había convertido en alguien que, habiendo "minado cada institución británica, cada prejuicio británico, y ridiculizado a cada British Bigwig con irreconciliable pertinacia", fue simplemente desechado como un verdadero fenómeno de la vulgaridad.
Aunque a muchos de nuestros maestros pueda resultarles lógico, es difícil creer que Butler haya adquirido las manías de un hooligan intelectual en la escuela. Y menos si se trata de una escuela inglesa de la época victoriana, tan inglesa como Cambridge o Shrewsbury, cuya enseñanza no entusiasmó a Darwin. Pero Shaw no sólo creía en ello: estaba convencido de que los "malos modales polémicos" de Butler eran, en efecto, "síntomas de su educación escolar".
Es muy probable, pues si algo hizo Butler fue oponerse a las costumbres del sistema educativo que Shaw ridiculizaría en su obra Vuelta a Matusalén (1921), al presentar las escuelas como fábricas productoras de idealistas filisteos, "con una mentalidad tan anormalmente poderosa" que los hacía incapaces de reaccionar a las brutales "dosis de falsa doctrina que se dan en las escuelas preparatorias y en las universidades".
Haya o no haya sido Butler un engendro de la pedagogía victoriana, el hecho es que sus Notebooks también lo muestran como un ejemplo de los comprensibles modales de un hombre que conservó la suficiente cordura para enfrentar con humor la incipiente locura encubierta en la naïveté de los protocolos británicos. ¿Hay algo más revelador de la puerilidad victoriana que reprender a un sujeto públicamente? Todo esto a Butler le importaba un comino. Un día, por ejemplo, mientras viajaba en barco, intentó fotografiar el rostro de un cura mareado. En otra ocasión se le ocurrió recompensar a una admiradora de sus ideas antimodernas con una máquina de coser. Nunca se sumó al aplauso de nada ni de nadie, y por si fuera poco propuso dos atrevidas teorías: en una refiere que la Odisea no la escribió Homero, sino una mujer joven que la tradición llama Homero, y en otra sostiene la hipótesis de que Shakespeare no escribió sus sonetos a un joven de la nobleza británica, sino a un amante, más bien vulgar, al que deseó perpetuar como un noble en la memoria del mundo.
Este es el Butler genial que se asoma detrás de su profético Erewhon, en el cual se escucha el eco de los legendarios "Luddites", incorporados al imaginario contexto de su ensayo Darwin Among the Machines.
Erewhon,2 anagrama de las palabras here/now (aquí, ahora) o nowhere (ninguna parte), es también el nombre del remoto pueblo al que Butler nos lleva para conocer las sutilezas de una sociedad resultante de combinar la seductora filosofía de un "Luddite" con la temible metafísica neodarwinista. La consecuencia: una civilización protofascista, paranoico-esquizofrénica, que al tiempo que cree marchar hacia adelante, en realidad va hacia atrás, y al tiempo que va hacia atrás, cree ir hacia adelante.
Entre muchas otras cosas, la sátira de Butler tiene el enorme y feliz acierto de conducir al lector por un mundo tan contradictoriamente perfecto y novedoso que, cuando se da uno cuenta, los erewhonians se han hecho siniestros merecedores de nuestra simpatía, en el afán, brutalmente sensual, de acabar con el proyecto que la modernidad ha llamado progreso: destruyen las máquinas inútiles, desconfían de la razón, tienen "Bancos Musicales", veneran la belleza; pagan a los escultores para que no hagan estatuas; acaban con los monumentos; admiran los relojes y toda clase de inventos en el Museo Metropolitano y, por si fuera poco, nadie gana más dinero del que necesita para vivir. Hacia las páginas finales, sin embargo, sobreviene la desilusión; la asfixia de un pueblo de idealistas prácticos, del cual no le queda más remedio al narrador que huir en globo.
Bajo la cómoda luz del nuevo siglo, hemos de reconocer que si en todo profeta hay algo trágico, ello se debe a la sencilla razón de que un profeta no postula el acontecer: el acontecer lo postula a él. Y tal vez por esto vale la pena recordar a Samuel Butler, ahora que está a punto de no ser su aniversario. –