Pocas veces en nuestra historia tantos intelectuales, artistas y profesores se habían puesto, con semejante entusiasmo y tan resuelta sumisión, a las órdenes de un jefe político, como ha ocurrido, después del 2 de julio, con López Obrador. El espectáculo ha sido deplorable. Desde que el candidato del Partido de la Revolución Democrática (PRD), para contrarrestar la mercadotecnia electoral que lo señalaba como lo que desgraciadamente es, un peligro para México, decidió parapetarse en la fama pública de algunos escritores, la complicidad quedó atada y amarrada. Se inventó un complot de la ultraderecha y con esa cantilena se engatusó a un grupo de escritores extranjeros, quienes dieron su firma protestando contra una andanada nacida del delirio de persecución. Desde entonces, para justificar su adhesión a la campaña de López Obrador, agitaron el petate del muerto de la reacción católica. Nunca está de más defender el Estado laico, pero basta con ver lo que está ocurriendo en Oaxaca para comprobar que es la combinación entre el corporativismo y la izquierda radical, no los fantasmones ultramontanos, lo que está poniendo a prueba nuestra vida democrática.
Una vez que el candidato del PRD perdió las elecciones, la opinión pública se fue infestando de una amplia variedad de mentiras, y entre ellas no ha sido menor el número de las esparcidas por los intelectuales. Han dicho, por ejemplo, que la prensa extranjera respalda sus quejas, cuando lo contrario es la verdad: en el mundo entero se reprueba la deslealtad del PRD hacia las instituciones democráticas. También se ha afirmado, ofendiendo el sentido común de quienes fuimos testigos del fraude electoral de 1988, que la elección presidencial de 2006 es una repetición de aquélla. Si la primera fue una tragedia, ésta es una farsa, para utilizar la archicitada frase de Marx. Y la versión entera de la historia de México que maneja López Obrador parece provenir de Los agachados y de Los supermachos, aquellas historietas didácticas que nutrían a la izquierda mexicana durante los años de plomo del PRI. Lo asombroso es escuchar a varios de los más prestigiados de nuestros escritores suscribir esa caricatura rústica, lóbrega y maniquea. Leer La Jornada o Proceso, la prensa que le es adicta al demagogo, es una curiosa aventura: asomarse a un mundo al revés.
Ni el demagogo ni su partido estaban preparados para la derrota, y cuando ésta se les vino encima tocó a los intelectuales una actuación protagónica en la embriaguez colectiva y en el embrujamiento patológico, haciendo el papel de contorsionistas y de maestros de ceremonias. Si López Obrador perdió fue porque es la víctima propiciatoria del mal, se deduce casi literalmente de sus dichos. Todo lo que proviene del gobierno (salvo si es el PRD el que gobierna) es diabólicamente perverso, uno piensa al tratar de interpretar su lógica. Si la realidad no cuadra, peor para la realidad, ésa es su divisa. Son escritores y artistas que contribuyeron al montaje de una realidad paralela, “el fraude electoral”, verdadera obra maestra del teatro callejero y de la farsa ideológica, representación aderezada con letanías, jaculatorias y estribillos que se predicaron para socializar el insulto y la calumnia. Pero pasaron los días y las semanas y el fraude no aparecía, ni en las pantallas de las computadoras ni en los paquetes electorales que el Tribunal Electoral ordenó abrir. El perjuicio ya estaba hecho, y quedará registrada, como una de las lecciones más amargas del 2 de julio, la servidumbre voluntaria de los intelectuales ante ese proyecto de desmantelamiento del sistema democrático que ha sido, de principio a fin, la característica esencial de la campaña de López Obrador.
Muchos de los intelectuales que apoyaron a López Obrador desde el comienzo de su aventura, lo hicieron atraídos por la quimera igualitaria del populismo. Otros personajes, los que marchan en el malecón de La Habana para festejar al dictador de Cuba y desean restaurar en México, corregida y aumentada, alguna clase de régimen autoritario, ni se tientan el corazón ni padecen de grandes problemas de conciencia. Algunas almas bellas, en cambio, se manifestaron engañosamente neutrales y dijeron que ellos no apoyaban al demagogo sino el recuento, voto por voto, de la elección, como si esa consigna propagandística no ocultara la voluntad de vulnerar, a beneficio del PRD, el sufragio efectivo. Quedan, finalmente, los que se manifiestan por amor a la vida mundana. La cursilería, la vanidad insatisfecha y las astillas atragantadas del muro de Berlín son otras de las características de una farándula militante que dio en el blanco, logrando que la fabricación mitomaníaca del fraude se arraigue en la memoria histórica de las nuevas generaciones de mexicanos.
También ha sido muy sorprendente la manera en que esos mismos entusiastas de López Obrador traicionaron lo que uno creería que les era más íntimo. No sólo apoyaron, con grados de entusiasmo que iban desde la mustia aquiescencia al delirio sistemático, a un candidato que tuerce el ceño y se tapa la nariz cuando se le habla de la vindicación legal de las parejas homosexuales y de otros derechos que están en la agenda de la nueva izquierda. No les bastó, para no irritar a su caudillo, con esa escandalosa omisión: descalificaron y excomulgaron a Patricia Mercado, la candidata feminista que oportunamente se llevó una pequeña parte de los votos de la izquierda, aquellos que quizá le habrían dado el triunfo a López Obrador.
Casi todo se ha dicho sobre las elecciones del 2 de julio e, infortunadamente, las aventuras del demagogo seguirán dando de que hablar. “No supieron ganar y no saben perder”, es la expresión adecuada para describir el sentimiento de los perdedores. Tendrán que tomarse su tiempo para asimilar la frustración. Pero lo peor es que diferencias de apreciación tan agudas como la que separa a quienes pensamos que las elecciones fueron equitativas, justas y legítimas de los que las consideran fraudulentas no pueden venir sino de concepciones mutuamente excluyentes de qué es una democracia. Mientras que los liberales pensamos que la democracia se sustenta en un conjunto de reglas verificables y anticlimáticas, buena parte de la izquierda tiene una noción bien distinta de democracia. Ellos consideran la democracia como un estado permanente de agitación, el éxtasis colectivo y redentor que fluye entre el caudillo y la muchedumbre. Por ello disfrutan tanto de las peregrinaciones y se prosternan ante la asamblea que acata y festeja. De la democracia sólo les interesa lo que buenamente entienden por la soberanía popular y la voluntad general. Son, para decirlo de manera muy elegante, más jacobinos que demócratas.
El problema no es quien deposita más fe, si nosotros en las instituciones democráticas o ellos en la mitología del fraude. La cuestión está en si se aceptan o se rechazan los datos empíricos: los votos que los ciudadanos contaron el 2 de julio le dieron la victoria al candidato del Partido Acción Nacional. Se me dirá que los argumentos de uno y otro bando son intercambiables. No lo creo. Una de las diferencias está en que yo no pensaría jamás que Felipe Calderón es un salvador de la patria. Pero es un presidente legítimo cuyo triunfo ha desatado una virulenta rebeldía antidemocrática.
En un par de meses, López Obrador ha derrochado el capital cívico que la izquierda mexicana acumuló durante décadas. El PRD, atizado por sus propagandistas, no ha sabido comportarse como lo que es, una parte del Estado mexicano en el ámbito Legislativo y Ejecutivo, una fuerza que gobierna desde hace nueve años una de las ciudades más grandes del mundo. La ciudad de México que su ex jefe de gobierno trata, en estos días, como un ocupante que vivaquea en descampado ante el temor de los vecinos.
No hemos escuchado todavía una explicación –que sería bienvenida por miles de sus votantes– de cómo fue que el PRD perdió unas elecciones que tenía, según casi todas las encuestas, ganadas. En el séquito del demagogo sólo se escuchan los acatamientos medrosos. Pero ya aparecerá quien le diga al rey que va desnudo.
Nadie, y así lo cuenta la historia del siglo pasado, peor preparado para aceptar la realidad que un intelectual ante las puertas del paraíso. Pero ya llegará, que siempre llega, el edificante espectáculo y, una vez que se les caiga la venda de los ojos, que se les caerá, seremos testigos de las palinodias, de los arrepentimientos líricos y de las confidencias apesadumbradas. Pero más allá de que la sintomatología descrita sea una constante en la tiranofilia de los intelectuales, no deja de seguir siendo enigmático que un demagogo con una ambición de poder tan desmesurada se haya adueñado de tantas inteligencias. Será que la izquierda tiene necesidad de enamorarse. Todavía nos deben, algunos de los protagonistas de la campaña electoral y de la “resistencia civil”, el relato de cómo terminó su relación anterior, la historia de amor con el subcomandante “Marcos”, de quien hoy huyen como de la peste y quien todavía en una fecha no tan lejana, el 2001, los tenía arrobados y temblorosos.
Es gravísimo que López Obrador insista en que la victoria de su adversario es moralmente imposible. Que un candidato, sea de izquierda o de derecha, sostenga esa opinión lo coloca fuera, aun de manera retórica, del campo democrático. Me pregunto quiénes, entre los escritores, artistas y profesores que han comprometido su reputación en nombre del jefe político, lo seguirán en ese camino de purificación que el propio López Obrador ha bautizado sin eufemismos. ~
México, DF, a 21 de agosto de 2006.
es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile