Recientemente, como parte de la temporada de la Orquesta Sinfónica Nacional, se llevó a cabo el estreno, en el Palacio de Bellas Artes de la ciudad de México, del Concierto para violonchelo y orquesta de Mario Lavista. El programa incluyó también la admirable composición de 1932 Colorines, de Silvestre Revueltas. Ambas piezas, bajo la batuta del director huésped José Luis Castillo, conformaron la primera parte del programa que se redondeó con la Quinta sinfonía de Beethoven. La rara oportunidad de escuchar en una misma sesión estas dos piezas, tan disímiles cuanto representativas del trabajo de estos dos compositores, me ha sugerido algunas reflexiones.
Colorines comienza con unas percusiones que nos hacen recordar de inmediato no solo la música de Varèse o de Stravinski, tan amados por Revueltas, sino la de las estruendosas festividades de los pueblos mexicanos que este músico habrá escuchado desde su nacimiento en el poblado de Santiago Papasquiaro, Durango, en las estribaciones de la Sierra Madre Occidental. Por su parte, los címbalos discretísimos con los que abre el Concierto para violonchelo de Lavista nos traen a la mente la música religiosa y tintinnabuli (campanilleo) del estonio Arvo Pärt –Fratres, Tabula rasa– así como las campanillas que muy de vez en vez resuenan en el zendo de un retiro zen.
El contraste no puede ser mayor: Revueltas y su música abierta, colorida, estruendosa, trágica y festiva. Lavista y su música hermética, tramada en la penumbra, sigilosa, austera y plena de misterio. Revolución y meditación: verdadero día y noche de la música moderna y contemporánea en México.
En Colorines de Revueltas no hay más misterio que el de los rotundos colores que saltan a la vista, el de los claros sonidos que nuestros oídos perciben de inmediato: ritmos complejos que exigen nuestra complicidad. De la música de Revueltas se podría decir aquello que dijo el joven Pellicer –compañero de ruta del compositor– y que ha sido citado tantas veces: “Aquí no suceden otras cosas / de mayor trascendencia que las rosas.”
La música de Mario Lavista –y el Concierto para violonchelo y orquesta, escrito para Carlos Prieto, quien lo interpretó en el estreno– se constela a escondidas y allí encuentra y nos ofrece su infinito. O para decirlo con los versos nocturnos de Xavier Villaurrutia, ese silencioso –al menos por alto contraste– contemporáneo de Pellicer: “Al fin llegó la noche con sus largos silencios […] Porque el silencio alarga lentas manos de sombra. / La sombra es silenciosa, tanto que no sabemos / dónde empieza o acaba, ni si empieza o acaba.”
Si Stravinski es el espíritu tutelar de la música de Revueltas, Anton Webern lo es de la de Lavista. Así lo reconocía el compositor, hablando de sus comienzos, en una entrevista recogida en el libro Música mexicana contemporánea, de María Ángeles González y Leonora Saavedra, publicado por la sep en 1982:
No creo que estas obras sean una mera copia de Webern, pero su música y su pensamiento me ayudaron a descubrir nuevas formas de expresión. Lo que Webern me estaba enseñando era a trabajar con base en una economía de medios: con el mínimo material producir una obra.
Stravinski y Webern, Pellicer y Villaurrutia, Varèse y Pärt… artistas en las antípodas y gemelos. Y todavía podría remitirme aquí a otro par de artistas mexicanos, mancuerna emblemática de nuestras letras: Octavio Paz y Juan Rulfo. La música solar del Premio Nobel en contraste con la densa oscuridad de los murmullos. A la música expansiva de Revueltas corresponde el mundo abiertamente solar y vivo de Paz; a la música reconcentrada de Lavista, el mundo nocturno de Rulfo que nos habla de las posibilidades y de las imposibilidades de una hipotética trascendencia.
A este respecto, la discografía de nuestros dos compositores no miente.
En la de Silvestre Revueltas podemos encontrar un sinnúmero de referencias al mundo visible y diurno: Ventanas, para orquesta, de 1931; Esquinas, poema sinfónico, de 1933; Caminos, Planos y Redes, obras todas de 1934; Ranas, para voz y piano, de 1932; Alcancías, poema sinfónico, de 1932; Colorines, poema sinfónico, del mismo año, etc. En la discografía de Mario Lavista, en cambio, abundan las obras cuya atmósfera nocturna nos envuelve silenciosamente: Nocturno, para flauta en sol, de 1982; Reflejos de la noche, para cuarteto de cuerdas, de 1984; Tres nocturnos, para mezzosoprano y orquesta, de 1985-1986; Las músicas dormidas, para fagot, clarinete y piano, de 1990-1991.
Pero, claro, como en el símbolo chino, que engloba los dos principios –el masculino, solar y blanco del yang, y el femenino, nocturno y negro del yin–, hay una semilla nocturna en la obra solar de Revueltas: La noche de los mayas, de 1939; y una semilla de sol en la obra nocturna de Mario Lavista: Canto del alba, de 1979. Y es que no hay que olvidar nunca que, más que de dos principios opuestos, estamos hablando aquí de dos principios complementarios. Así lo ha entendido siempre el taoísmo.
Mario Lavista conoce bien la “blancura” del mundo de la música clásica de concierto, pero se ha ido inclinando cada vez más hacia la “oscuridad” propia del templo. Es por ello que no ha de sorprendernos el encontrar en su obra cada vez más piezas de carácter religioso y aun litúrgico y ritual.
Por su parte, Silvestre Revueltas ya confesaba en 1920: “Sueño con una música que es color, escultura y movimiento.” El contraste no puede ser mayor. Como no puede ser mayor también el contraste entre la vida ordenada y metódica que ha llevado Lavista en relación al torbellino de la vida de Revueltas. En 1939, apenas dos años después de su viaje a una España inmersa en el horror de la Guerra Civil, y donde Revueltas participó en el Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura como parte de la famosa Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios, fue internado en un hospital psiquiátrico para rehabilitarse de un grave episodio alcohólico. Ahí el compositor escribió, en su conmovedor Diario del sanatorio:
Las religiones son el consuelo de las almas simples. A esa simplicidad le llaman estar en gracia de Dios. Yo no sé si la gracia de Dios es simple o solamente son simples los que están en esa gracia de Dios. De todas maneras parece que se consuelan, lo que en realidad ya es algo, aunque sea fantásticamente imaginativo.
Por lo demás, los que no tenemos religión, ni gracia de Dios, tenemos que conformarnos con dos aspirinas o cualquier otro sedante, algo, si no tan poético, cuando menos más concreto y de la misma nula eficacia.
¿A qué “otro sedante” de “nula eficacia” recurrió Revueltas? Lo sabemos demasiado bien, pues acabo costándole la vida: el alcohol que comenzó a consumir desde la adolescencia, y que acabó por llevárselo, tal vez demasiado pronto. Silvestre Revueltas murió en la madrugada del 5 de octubre de 1940, a causa de una bronconeumonía que agarró tras haber bebido cerveza helada para “curarse” una borrachera. Tenía al morir cuarenta años de edad.
La música de Mario Lavista sigue siendo “difícil” de escuchar para mucha gente que todavía espera el arrebato melódico que le ofrezca un pasaje inolvidable. Revueltas, en cambio, nos ofrece una plétora de melodías memorables. Frente a la accesibilidad inmediata de la música de Revueltas, la difícil y exigente reticencia de la música de Lavista. El contraste no puede ser mayor. Día y noche de la música en México. ~