© Melle van Essen. El cineasta Michael Haneke.

Testigo sospechoso

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“¿Qué no hacemos para no perder nada?”, le espeta un joven francés de origen argelino al protagonista de la película Caché. La familia Laurent lleva un tiempo recibiendo anónimos con postales de niños ensangrentados y filmaciones de la puerta de su domicilio. Georges (Daniel Auteuil) tiene claro que se trata de Majid, un argelino al que su familia adoptó de niño. A sus seis años, Georges, celoso, le hizo la vida imposible hasta conseguir que fuera expulsado de la casa y ahora, piensa, Majid y su hijo buscan venganza. La película, en cambio, escatima cuidadosamente cualquier dato objetivo sobre la identidad del provocador.

A lolargo de la cinta, Georges, de familia acomodada, acosa a Majid hasta que él, superado, se suicida en su presencia. La última escena muestra la salida de un colegio en un plano general. Tras unos instantes de búsqueda, el espectador puede reconocer al hijo de Georges con sus amigos en un rincón del encuadre. El hijo de Majid se acerca hacia él y lo llevaa un lugar algo más apartado. Hablan un poco, pero el espectador no oye lo que se dicen y el hijo de Majid se retira. Aparecen los títulos de crédito, sinmúsica, cerrando un desenlace anticlimático con el que Michael Haneke, el director, deja sin despejar la incógnita sobre el responsable de los anónimos. Se trata de un final abierto en lo argumental, pero cerrado desde el punto de vista conceptual. La resolución de la escena se traslada a la conciencia del espectador: si uno, observándola, sospecha que Majid va a vengarse, habrá caído en la misma red que el personaje de Auteuil; una red construida desde dos miedos ancestrales: el de la clase media a perdersu posición y el temor occidental ante el otro (hostes es el término latino para designar tanto al extranjero como al enemigo y de él se deriva en español la palabra hostil). De este modo, esa imagen condensa una de las propuestas más interesantes del cine de Haneke: la reconversión del espectador en testigo, pero no un testigo anecdótico, sino un testigo sospechoso, ya sea de pasividad, indiferencia o complicidad; un testigo obligado a revisar sus principios antes de prestar declaración.

Una secuencia de Código desconocido ilustra aún mejor esta idea. Un vagón de metro. En primer plano, una barra de sujeción para pasajeros obstaculiza la visión del espacio; tras ella vemos un señor leyendo el periódico y, detrás, al resto de pasajeros. Al fondo del vagón dos chicos de origen árabe se burlan de una mujer y la acusan de no querer hablar con ellos por considerarlos “chusma”. Incómoda, la mujer cambia de sitio. Solo entonces reconocemos en ella a Juliette Binoche, la protagonista del filme. Uno de los muchachos se acerca y le escupe en la cara, ante la tensa indiferencia de los demás viajeros. Cuando el chico se dispone a salir, el señor del periódico, también argelino, le propina una patada; el joven vuelve y se encaran, aunque la cámara no se eleva para dejarnos ver sus rostros. Cuando el chico se marcha, lanzando amenazas, al espectador le queda la pregunta de por qué la escena se ha mostrado de modo oblicuo, obligándonos a verla entre barras y pasajeros, sin permitirnos reconocer a la protagonista y dejando fuera de plano las caras de los personajes en el momento climático. En ese vagón, Haneke nos priva de la aventajada condición de espectadores, que sufren o se emocionan, para someternos a la perspectiva de un viajero incómodo y pasivo, incapaz de subir la vista para observar los rostros de quienes van a enfrentarse. Al retrato estilizado de la violencia que ha marcado la escuela tarantiniana, Haneke opone una puesta en escena fría y transparente, cercana al primer Rossellini; frente al tratamiento de la intriga y las emociones de Hitchcock se alinea con el distanciamiento y la autoconciencia brechtianas.

Cuando la agitación de las noticias diarias deje paso a la distancia reflexiva, quizá podamos volvera ver las películas del director austriaco y encontrar en ellas respuestas –esquinadas pero valiosas–a varios interrogantes que plantean revueltas ciudadanas como el 15-M u Occupy Wall Street. A estas alturas parece claro que el detonante de dichos movimientos, cuyo grueso lo han compuesto las clases medias, ha sido en gran parte el miedo a perder poder adquisitivo y derechos sociales; incluso el propósito de regenerar la democracia puede ser leído parcialmente desde este temor, ya que no fue durante el escándalo de las papeletas mariposa en la reelección de George Bush, ni en el de lostránsfugas de la Asamblea de Madrid en 2003, cuando esta preocupación saltó a las calles. No obstante, esos mismos miedos han sido también su límite de crecimiento. “¿Qué no hacemos para no perder nada?” La conjunción del miedo y la culpa como elemento constitutivo de la mentalidad burguesa es algo que late en el cine de Haneke; también la compleja y recelosa articulación de esta clase social con los inmigrantes. Si a ello le sumamosla reflexión que hace su cine sobre lamanipulación de las imágenes yla videovigilancia, nos encontramos con un creador que ha venido planteando varias cuestiones, tal vez no nucleares, pero sí relevantes para entender mejor unas revueltas que han dejado envejecidos nuestro antiguos métodos de análisis.

Y, por sobre los temas y motivos del director austriaco, destaca el uso de la cámara para implicar moralmente al espectador y convertirlo en un testigo sospechoso, apelando así a su capacidad de participacióny transformación de los hechos. Posiblemente estas serán, sean cuales sean las motivaciones, las dos ideascentrales en el legado de las revueltas ciudadanas en Occidente. ~

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(Madrid, 1985) es investigador de la Universidad Autónoma de Madrid y crítico literario. Actualmente trabaja en su primera novela.


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