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LAS MEDIALUNAS
     Como siempre que se acerca un mundial de futbol, regresa el enigma que me persigue desde la infancia. ¿Para qué sirven las medialunas que rematan el rectángulo de las áreas? Consigo olvidarme de ellas durante un tiempo, pero tan pronto como otro mundial se aproxima, vuelve la vieja duda. Quizá confío que en ocasión de una nueva justa mundialista el problema se aclare de una vez para bien de todos, pero me equivoco, ya que todos evaden el tema, empezando por los cronistas televisivos, que nunca mencionan esa parte de la cancha. Puesto que ignoran su función se hacen los tontos, lo mismo que los árbitros, los jugadores, los directivos y los aficionados. Es evidente que en su momento, cuando nació el futbol, esos mal llamados semicírculos, que se forman trazando una circunferencia cuyo centro es la mancha del penal y cuyo radio mide lo mismo que la distancia de esa mancha a la portería, es decir nueve metros con quince centímetros, tuvieron una razón de ser, que ya hemos olvidado. ¿Por qué no admitirlo pacíficamente? Sólo entonces podrían adelantarse algunas hipótesis para explicar su presencia en todas las canchas del mundo. La más factible me parece ésta: en los primeros partidos de futbol no se jugaba con un árbitro, sino con dos, quienes ocupaban esos islotes de los que no podían salir y que nadie podía pisar más que ellos, y desde los cuales, sin moverse, dirigían el partido. Como en esos tiempos el futbol no padecía el tacticismo de ahora, el juego se desarrollaba por completo en las dos áreas y la media cancha era una tierra baldía, un mero trámite para cruzar hacia el área adversaria. Los partidos, mucho más emocionantes que los de hoy día, en que los arribos a la portería enemiga se pueden contar con los dedos de una mano, terminaban con marcadores abultados, y los dos árbitros, situados en las dos medialunas, tenían un control perfecto del juego. Pero una tarde de lluvia uno de los árbitros no pudo acudir. El otro, para no suspender el juego, se vio obligado a abandonar su islote y hacerse a la mar de la cancha, sudando la gota gorda detrás de los jugadores que corrían de un área a la otra. A un cierto punto, tambaleándose, les dijo: o juegan más en la media cancha o me voy, no puedo más. Por primera vez dos equipos de futbol retrasaron sus líneas y dieron comienzo los tristes duelos tácticos que conocemos tan bien, con los volantes de contención, los pasesitos y esas geometrías aburridas que deleitan a los idiotas. Todo lo cual pudo haberse borrado de raíz si el otro árbitro hubiera regresado en los partidos siguientes, pero el tipo, un ser del que su mujer seguramente hacía lo que quería, no volvió a pararse en una cancha, aunque siempre mandaba decir que la próxima vez sí iba a ir, razón por la cual se seguían dibujando las dos medialunas antes de cada juego. Fue así que se consolidó la costumbre de un árbitro único desplazándose por toda la cancha en lugar de dos estáticos, y aun después de que la costumbre se hizo reglamento y ya nadie jugaba con dos árbitros, persistió el hábito de pintar los dos islotes en el límite de las áreas. Esta es la única manera como me explico la aparente sinrazón de su existencia y, de paso, algo que descubrí recientemente: nunca verán a un árbitro entrar en ellos. Los evitan como la peste, prueba de que les recuerdan su origen. Así, cuando se produce un faul dentro de esas jorobitas (se me está acabando la provisión de metáforas para definir esas zonas sin nombre), pueden jurar que el árbitro permanecerá fuera de ellas, como si temiera que, una vez dentro de ese punto del que originalmente les estaba prohibido salir, pudiera quedar recluido en él y verse obligado a pitar el partido desde allí, parado como un poste mientras la multitud le grita "¡Muévete, pendejo! ¡Ya corre, huevón!" y cosas por el estilo. Pero no sólo los árbitros, sino los propios cronistas titubean cuando la acción del juego atraviesa esas medias gotas (ahora de plano se me acabó la provisión) y de inmediato guardan silencio, tosen, se aclaran la garganta y retoman la crónica tan pronto como la pelota se ha alejado. Esto es lo que me preocupa: el silencio generalizado alrededor de ese misterio. Ya se sabe cómo terminan estas cosas: un día, sin más explicaciones, alguien suprimirá esos gajos de mandarina (era la última que me quedaba) en el medio tiempo de un Real Madrid-Barcelona, para aprovechar la excitación del público que en esos momentos no prestará atención al infame secuestro. Y, una vez suprimidos en un clásico de tal lustre, no habrá razón para no suprimirlos de todos los demás juegos. Será una pérdida irreparable. Ya no podemos imaginar una cancha de futbol desprovista de esas elegantes elipses, y ahora que el futbol se ha convertido en una industria planetaria, la permanencia de algo inútil y enigmático en la cancha, aunque sea una simple curva trazada con gis, se eleva a la categoría de un símbolo de la parte lúdica e imprevisible que queda todavía en el futbol actual. Esas dos elipses son el trazo más delicado y poético de un césped de futbol. El círculo central, bastante bobalicón, se dibuja con facilidad, no se diga los rectángulos de las áreas, pero las medialunas tienen su chiste y prueba de ello es que faltan a menudo en las canchas llaneras más pobres, donde sin embargo reaparecen en los partidos de envergadura, verbigracia la final de un torneo, como si todos sintieran que sin ellas se tambalearía la legitimidad del encuentro. Tal vez su origen encierra algo más decisivo, una regla que se perdió en el camino de la evolución del futbol y que, si la desenterráramos, podría renovar nuestro entusiasmo por el deporte de la patada, que va menguando de un mundial a otro. Tal vez representaban originalmente no sólo unas islas arbitrales, sino unas islas de verdad, un limbo auténtico, una academia platónica, una pequeña utopía que negaba el sudor que corría a raudales en el césped circundante y a donde llegaban a descansar los cracks después de una gran jugada o los porteros después de parar un tiro penal; donde podían abstraerse de todo, aflojar sus músculos, echarse una dormidita y hablar por celular con su familia que no había podido acudir al estadio, hasta que, estirándose y bostezando, volvían a ponerse de pie, daban un vistazo al partido y reingresaban en él ovacionados por la multitud que en ese entonces acampaba en las gradas, ya que los juegos no duraban noventa minutos sino un día entero, algunos incluso semanas, hasta meses, en realidad todo el tiempo que quisiera añadir el árbitro. -— Fabio Morábito     RETRATO DE FAMILIA EN SOBREMESA
     La discusión no es del todo inútil. Incluso, sin presumirla, puede llevar a cosas divertidas. Desde hace años se viene sirviendo después de la comida familiar del domingo una pregunta que reduce el comedor al género del juego del hombre. La mesa que estuvo entera se disuelve como un congreso municipal, y lo que fue un compás armónico se convierte de pronto en una disputa de dos tribunas contrapuestas por los adverbios de tiempo comunes en finales de siglo, el fue y el es. Superadas las diferencias de credo, de partidos políticos y de entrega de los Óscares, los comensales esperan una placentera tarde de domingo, café, pastel, una película, un placer. Pero no falta el carabinero loco, el portavoz de un grupo de choque, el anarquista desconsiderado que pregunta a todos, no a todos pero como todos, en voz alta, justo en el primer silencio de la tarde: ¿Quién fue mejor, Pelé o Maradona? Adiós tranquilidad, los niños ya están peleando.
     Una sociedad no registrada de Padres de Familia ha comprobado que preguntas así, echadas al aire como granadas en el frente de batalla, no llevan más que a dos puntos: a la disolución de las sobremesas, que son como la expresión más pura de la armonía doméstica, y a la desintegración familiar, lo cual ya quiere decir mucho en un país que se jacta de mamá, papá y los niños. La cosa no sería grave si el desalmado, cuyo nombre no tendrá nada de extraordinario, no hubiera recibido una respuesta expedita, como reflejo involuntario. Cuando otro anónimo cierra la punta de la pinza, como centro delantero del viejo sistema 4-3-3, el primer círculo vicioso se cierra y comienza el diálogo de locos: será bueno llamar a los bomberos. "Maradona —dice uno, siempre uno, y con categoría—, Maradona, desde luego." Lo grave no es Maradona, sino el desde luego, el pecho empitonado, abierto para echar el grito: "Maradona, desde luego." Madre santísima, lo que viene…
     Entonces la república, lo que fue un comedor, comienza dejar el anonimato y empiezan a salir la primera, la segunda y la tercera personas del singular, y las primeras y segundas personas del plural. "No sabes lo que dices, yo creo que los que vimos a Pelé vimos al enviado de Dios", contesta Fulano, como si fuera algo importante, que en verdad es algo importante.  Digamos que Fulano 55, canas y Wildrot en el cabello corto, muy corto, que resiste. "Y tú no habías nacido entonces —reclama Mengano, como haciendo equipo con Fulano, aunque uno Brasil y otro Italia—, ¿cómo puedes decir que Maradona si no viste a Pelé?" Entonces la discusión se convierte en —dramáticamente eso es— un partido entre las últimas fuerzas básicas del siglo XX y sus veteranos, en una especie de juego de padres contra hijos, con sus respectivas incrustaciones de intermedios. Los primeros con Maradona como medio creativo, como ofrenda generacional, y los segundos con Pelé como estandarte del dado por hecho, del Pelé es mejor porque es El Mejor, por las mismas razones que el Sargento Pimienta y Marlon Brando sobre el resto.
     Los hemisferios del siglo no llegan a ningún lado. Perengano, digamos 32, camisa negra, unión libre sin niños y Marcos sobre Fox, y que en efecto nunca vio a Pelé, saca talento en las distancias cortas: "Pero Maradona tiró y edificó los templos en menos de seis días y sólo con su pie izquierdo." Fuego, los ídolos se ofenden, vaya entrada, hachazo. "¿Cómo puedes decir tantas estupideces en tan pocas palabras? —pregunta Runano, cerca de Mengano, con la taza de café—, ¿cómo crees eso? Pelé sobresalió entre reyes, es el rey de reyes, y mira que los había: Puskas, Garrincha, Eusebio, Charlton, Moore, Bekenbauer, Di Stéfano… se nota que no sabes de futbol, qué vas a saber si acabas de nacer…"
     Hay que responder y rápido: "Sí, pero hay que ver una cosa —dice Bonano hijo de Fulano—: Pelé se ayudó de Vavá, de Garrincha, de Didí y de… este hombre que hizo campeón a Brasil en el 70… de… Zagallo, sí de Zagallo, en el 58; en el 62 juega dos partidos y en el 70 se ayuda de la Corte Celestial para ganar el tricampeonato. Maradona no. En Argentinos fue él, en Boca también, en Barcelona, mejor de eso luego hablamos, en Nápoles fue santo patrono sin ayuda de nadie, y en el 86 hizo de una Argentina del montón un equipo ilustre con dos goles que partieron la historia en dos. Por si fuera poco, en el 90 por poco hace lo mismo, solo, con la bendición de su pierna izquierda, trazada con la misma diestra del Señor."
     Lástima del café, las cartas, la película. Fulano, que no oye, insiste como si se tratara de eso, de insistir: "Además tu Maradona —no suyo en verdad, pero suyo en este caso— es un drogadicto, un ser despreciable y enemigo de la sociedad." Bonano, que ya la esperaba, porque con Maradona uno se espera casi cualquier cosa, responde: "Tu Pelé no vende piñas, hay muchas cosas por decir de él, recuerda los casos de corrupción con el deporte brasileño y por no decir cosas peores…" Qué cosas peores, qué puede decirse de Pelé en un mundo en el que ni el lavabo es privado, qué. Fulano: "¿Qué cosas peores, a qué te refieres?". Bonano: "Ya saldrán, ya saldrán, Pelé ha sabido cuidarse muy bien de todo eso del escándalo pero a cada capillita le llega su fiestecita."
     Tres horas de argumentos, de café, de no me dejas hablar y de escúchame primero. En eso, de nuevo, pero ahora sacada de la Providencia, un discurso de un bombero voluntario: "Nunca nos vamos a poner de acuerdo: Maradona no es mejor que Pelé, Pelé no es mejor que Maradona, éste es una superposición religiosa de aquél, una especie de imposición del tiempo en donde desgraciadamente para Pelé hoy hay más jóvenes que viejos; no dudo que por los crecimientos demográficos haya más gente que vaya con Maradona o con Ronaldo que con el mismo Pelé, que huele a Guerra Fría, a combi, a Beatles. Maradona es, como el comercial, lo de hoy y ya no tanto: quizá Beckham, quizá Zidane, en dos mundiales; Pelé y Maradona, que podrán estar muertos —y, por eso, en la inmortalidad—, no serán más que contemporáneos y dejarán de preguntarse quién es mejor; quizá el duelo esté entre Michael Owen o Raúl el del Madrid…"
     Entonces los rivales del dilema comenzarán un nuevo pleito entre el ayer y el hoy del futbol. ¿Quiénes son mejores, Pelé y Maradona, que por fin estarán juntos, o Raúl y Owen? Y el futbol seguirá sirviéndose después de la comida con la esperanza, diría Cortázar, de que el olvido no olvide tanto a sus dioses y sus adioses. -— Mauricio Mejía     EL JUEGO DE LA MUJER
     Quien le pregunte a una niña de hoy en Estados Unidos sobre su atleta favorita y espere escuchar el nombre de alguna gimnasta, patinadora o tenista, como hubiera sido el caso hace apenas diez o quince años, debe llevar más o menos ese mismo tiempo viviendo en la luna. Hoy en día, la reina indiscutible de las ilusiones deportivas de la juventud femenina en este país es por mucho Mia Hamm, la estrella de la selección femenina de futbol de Estados Unidos y la goleadora más efectiva en competencias internacionales en la historia de ese deporte, hombres incluidos. En promedio, de cada cuatro tiros a la portería que han salido de los botines de Mia, uno se ha incrustado en las redes.  
     Mia Hamm es un sueño. Si alguien se hubiera decidido a inventarla, no se habría atrevido a acumular en su modelo la cantidad de virtudes que rebosa el original. No se trata sólo de una jugadora letal sobre la cancha, Mia es además una mujer naturalmente bella, energética, felizmente casada, positiva, desprendida y modesta. Vamos, lo que quiero decir es que uno se siente íntima e intensamente inclinado a creer que de verdad es todas estas cosas, lo cual, para cualquier efecto práctico, es equivalente en todos los sentidos a que realmente las sea. Al menos eso consideran sus patrocinadores, que la han convertido en la atleta femenina con los contratos de publicidad más jugosos de la historia. En pocas palabras, Mia Hamm es Michael Jordan versión mujer. Y para machacar el punto, Gatorade creó el año pasado un comercial en que aparecen los dos, y cuyo encabezado reza: "Todo lo que puedas hacer tú, yo lo puedo hacer mejor." A lo largo del comercial, ambos atletas se enfrascan en una serie de contiendas deportivas, en un plano de perfecta igualdad. Al final, Michael se ve obligado a reconocer, previsiblemente, que Mia es más que capaz de darle tres y las malas jugando a lo que sea. El mensaje es claro: la idea de una pretendida superioridad física del hombre, último bastión, en apariencia inconquistable, del supremacismo masculinista, se está desmoronando.
     No conozco los pormenores del proceso que convirtió al futbol femenino en un fenómeno social, del que Mia Hamm es apenas un emblema, pero lo que resulta innegable a estas alturas es que ya ha creado en torno suyo una cultura propia. A diferencia de los otros deportes, en los que habían brillado las mujeres hasta ahora, y donde por alguna extraña coincidencia el trasero de las chicas asume siempre una visibilidad preponderante (piénsese, justamente, en gimnasia, patinaje y tenis), el futbol no ofrece el escenario más propicio para el despliegue de sus atributos eróticos tradicionales. Antes por el contrario, vemos salir a las jugadoras sudorosas y raspadas, con el uniforme salpicado de lodo. Lejos de ser un escaparate para su narcisismo, el futbol pone de manifiesto que las mujeres están dispuestas a mancharse las manos con el trabajo sucio y a dejar en un segundo plano sus deseos de lucimiento personal en aras del propósito colectivo de obtener la victoria. El acento se desplaza así de su valor individual como objetos de deseo a su capacidad para trabajar en equipo, del impacto de su imagen exterior a sus posibilidades de liderazgo.
     Y esos son precisamente los valores que la clase media suburbana quiere inculcar en sus hijas, cuyas vidas futuras se desprenderán cada vez más de las funciones puramente ornamentales asignadas todavía a sus madres y abuelas, para asumir los papeles directivos que hasta hace apenas un par de generaciones habrían sido patrimonio exclusivo de sus hermanos varones. Paradójicamente, esta transición se lleva a cabo sobre los hombros de una generación de mujeres que son la versión moderna de la madre tradicional. Elocuentemente denominadas soccer moms, estas señoras dedican su vida al desarrollo de hijos e hijas, acaso con la secreta esperanza de que estas últimas ya no tengan que hacer lo mismo cuando llegue su turno. Con un teléfono celular en una mano y una taza desechable de café Starbuck's en la otra, administran las apretadas agendas de sus retoños como si fueran las agentes profesionales de un exitoso establo de estrellas de cine. A contrapelo del estereotipo, sus funciones no se limitan a manejar cientos de millas cada semana en minivanes atestadas de instrumentos musicales, garrafones de bebidas hidratantes, trajes de baño y uniformes deportivos, para cumplir con el rosario de clases especiales, citas médicas, visitas guiadas y sesiones de entrenamiento que habrán de garantizar el éxito futuro de sus hijas (e hijos). Las soccer moms encabezan además un sinnúmero de comités y mesas directivas, cuya principal actividad es organizar la recaudación de los fondos, el trabajo voluntario y la presión política que hacen posibles todas estas actividades edificadoras y, en última instancia, el funcionamiento adecuado de las escuelas públicas donde se educan sus familias.
     A diferencia de sus antecesoras, la vida de muchas de las modernas soccer moms transcurre más o menos libre de la nube de resignación y de resentimiento que solía estar asociada con sus tareas. Son conscientes del valor social de las actividades que hacen posibles y del potencial político de sus agrupaciones. Exigen que se reconozca la importancia de su contribución y cuando lo consideran necesario no dudan en hacer sentir todo su peso. Su eventual punto de vista es una consideración de la mayor importancia en el diseño de las campañas de cualquier político. Acaso el principal indicador de su éxito sea el número cada vez más grande de soccer dads que comparten ahora sus fatigas, lo que pone en evidencia que la valoración social de su trabajo tiende a nivelarse con la que se ha asignado tradicionalmente al de sus maridos.
     Pero en el corazón de las soccer moms pesa más, sin duda, el hecho de que la Selección Femenina de Futbol de Estados Unidos sea campeona del mundo, mientras que la selección masculina apenas si logró calificar al mundial de panzazo. Saben muy bien que Mia Hamm y sus demás compañeras son el resultado directo de la infraestructura que ellas hicieron posible. Con esa imagen en mente, siguen empujando a sus hijas al espacio que les tiene reservado el futuro y en el que pronto acabarán de asentarse por completo, aunque tengan que seguir abriéndose paso a patadas, como lo han venido haciendo hasta ahora. -— Héctor Toledano     EL SUEÑO DEL PORTERO ANTE EL PENAL
     No hay que creer que se llena de miedo en el momento del penalti, ante los pasos seguros del disparador. En todo caso prefiere este modo del fusilamiento a otros, intempestivos, silenciosos y metálicos como cañonazos auténticos, que pueden nacer en el aire o brotar al ras del césped mediante trazos fulgurantes o algún descuido. En el momento del penalti vive enteramente la soledad que ha adoptado como destino en la cancha. A veces busca coincidir con el inminente disparador aunque sea sólo un instante, en el punto de los nueve-quince, lo mira fingiendo un leve descuido, algo le dice, y comienza a caminar de espaldas hacia el centro de su puerta, para fijar sus pies en la línea; ante los ojos vigilantes tomará revancha luego de reiteradas protestas. Se dice que este recorrido inverso tiene un propósito calculado: el atacante guardará la imagen de esa travesía y tenderá a responder de un modo análogo, de una manera misteriosamente mecánica. El tiro —con suavidad o con la fuerza mayor de un chut mil veces ensayado, tras las fintas infaltables, creación fulminante de falsas carnadas, los ojos goleadores puestos en un ángulo y la cintura girando apenas en el sentido opuesto, los pasos seguros y contados, enfilados con toda precisión de frente al solitario guardameta—, ese tiro fugaz y roto en el estrépito de la alegría o la rabia, seguirá la misma línea recta y central, lejos de todos los rincones. Basta con quedarse quieto, acaso extender un brazo, alargar una pierna: el envío será atajado.
     Lo cierto es que el mismo guardameta suele olvidar la finalidad del rito: luego de seguir en reversa su viaje de retorno a casa, tratará de detener el obús —como se dice, casi lejos de la hipérbole— de cualquier forma, usualmente a partir de una adivinación, de un latido. De una apuesta. No pocos goles anotados de penalti —según la vieja expresión— obedecen a aquella derrota original: apuesta perdida, gol en contra. Con todo, y cualquiera que sea el desenlace de esta curiosa e intensa ceremonia, el portero está lejos de albergar temor. Su soledad ha alcanzado el centro, se ilumina entonces con miles de miradas que esperan de él agilidad y fuerza y, sobre todo, suerte en el momento decisivo. La pena máxima, la llaman los cronistas avezados, y, en efecto, el penalti es un frente a frente alevoso, de clara desventaja para el encargado del zaguán. Sin embargo, aquí está la fuente de su grandeza, este portero remitido por los suyos al confín donde no quieren estar encuentra en esta situación la otra puerta, la contigua, que es tal vez la que más lo ocupa. A solas, sin auxilio alguno, el guardameta confía sólo en sus formidables dotes, tan a menudo replegadas, distraídas en afanes menores, en aliños rutinarios; se hace dueño de la ocasión para probarse, brillar ante los chispazos de las cámaras en las innumerables repeticiones televisivas. ¿Apostará a final de cuentas? ¿Intentará adivinar el rumbo sordo del balón? Aun si acierta sus posibilidades son escasas: la fuerza del disparo puede vencer la tensión de sus manos, el envío puede, también, cruzar la línea final junto a su cuerpo extendido y ser inalcanzable (Pelé, al que no habrá que soslayar en ningún caso, los tiraba así: el balón cerca del poste izquierdo, por abajo, con fuerza suficiente para hacer temblar las mallas posteriores, listo a acunarse y vivir eternamente ahí). Un caso extremo, procedente de la siempre fatídica decisión arbitral: la reiteración del tiro, porque, según el ex hombre de negro, todo el portero habría dejado la línea fronteriza antes, muy poco antes, poquísimo (no importa, y tampoco puede saberse si fue así), de que se oyera el silbatazo, la señal de arranque de la jugada capital. Si la apuesta es acertada, lo sabemos bien todos, habrá sólo un juicio terminante de la hazaña: adivinó la jugada. Siquiera un mínimo reconocimiento, el leve elogio —al menos— al uso en el área penal del poder telepático: nada. Adivinó, como si eso fuera todo, y como si eso no fuera nada. La mayor parte de las veces la oprobiosa indiferencia de aficionados y comentaristas sigue un curso abiertamente negativo (aunque, hay que decirlo, no para el guardavallas). El ejecutor pasa a juicio: indolente, demasiado confiado, incapaz de controlar los nervios, víctima del síndrome del tirador errado (como si todos fueran del equipo de Javier Aguirre), maleta o tarugo (como se coreó en el Estadio Azteca haciendo rima con el nombre de Hugo Sánchez, en el mundial de 1986). ¿No hay quien pueda ver el paradón que tantos años y tantos sueños ha costado al jugador solitario? ¿No hay nadie que reconozca con justicia, además de sus corrientes hazañas, la grandeza renovada en el penalti detenido, su victoria en el desfavorable duelo, el triunfo mayor que es guarecer la casa común deshabitada? En el momento del penalti el guardameta halla su mejor espejo, delante de él se reconoce. -— Juan José Reyes

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