Tras los pasos de Azúa y Manganelli

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Hace dos meses, en estas mismas páginas, distinguía yo entre los escritores que escarban e inspeccionan neuróticamente en los primeros años de su vida y encuentran ahí una inspiración inagotable y aquellos que en sus primeros años no encuentran nada (el caso de Larkin, por ejemplo: "la infancia, ese aburrimiento olvidado"), absolutamente nada, ni una sola cicatriz psicológica y menos aún un estímulo para la fiereza de la vida imaginativa. En la página de al lado,1 sin que nos hubiéramos puesto de acuerdo, Félix de Azúa le escribía una carta a Javier Cercas y le decía que le seguía pareciendo útil distinguir entre el narrador de historias y el artista de la narración: Vargas Llosa, por ejemplo, en contraste con Manganelli.
     Salvo para un amigo, mi artículo pasó inadvertido. El de Azúa, en cambio, provocó en la ciudad donde vivo un aluvión de comentarios. Desde entonces a Azúa lo invitan a todo y a mí a nada. Incluso Cercas se ha sentido tocado por el artículo de Azúa y le contesta en las páginas de este número de la revista. Yo me he refugiado en la lectura de Manganelli y ya ni me atrevo a salir de casa, pongo como excusa que estoy acabando una novela. El amigo que me comentó el artículo lo hizo para dejarme planchado. "Esas divisiones entre escritores…", dejó caer de pronto. Le pregunté qué estaba insinuando. "Es el gusto por la división", me dijo, "las parcelas, las miniaturas, las ventanas, el haikú, los escritores divididos en dos únicos bandos, el fragmento. En suma, según se elija, todo lo articulado del semántico o todo el material del fetichista. A este gusto se le declara progresista: el arte de las clases en ascenso procede por encuadramientos". Ese día no pude dormir mucho, de nada me sirvió recordar lo merluzo que era mi amigo en sus años leninistas. Apenas pegué ojo en toda la noche. Me dediqué a leer a Manganelli.
     De Manganelli adoraba sobre todo su "Discurso sobre la dificultad de hablar con los muertos", incluido en A los dioses ulteriores, un libro que Anagrama publicó en 1985 y que leyeron sólo cuatro admiradores de los artistas de la narración. Me dediqué a leer esta vez todo lo que encontré del genio milanés, que, por cierto, en su libro A y B también mostraba cierto gusto por la división. Ya nada más empezar a leerlo, encontré unas frases que me remitieron a la división entre escritores de recuerdos y escritores del presente: "Si escarbo en mis primeros años, incluso sin tanta necesidad de escarbar, esto recuerdo de mí: que no sabía atarme los cordones de los zapatos."
     Procedí por encuadramientos y, casi sin querer, llevado supongo por el gusto de mi clase social por la división, comencé a distinguir entre escritores que llevan bien atados sus zapatos y los que se pasan la vida sin saber atárselos, como en el caso de Manganelli: "No sabía atarme los cordones. Ahora bien: no sólo no es imposible, sino del todo razonable, suponer que en aquel entonces nació lo que por pura diversión podría llamar la vocación del escritor […] ¿No sé atarme los cordones de los zapatos? Bien, escribiré libros."
     En el bando opuesto a Manganelli tenemos a un escritor que solía atarse muy bien los cordones y, es más, sabía hacerse la lazada: Ernst Jünger. Este escritor, que debemos situar en el bando de los que tenían recuerdos de infancia —por seguir dividiendo que no quede—, se acordó toda la vida de una mañana de verano en la que, siendo un niño, despertó con unas ganas inmensas de ir al bosque. Era muy temprano, aún no habían traído el pan y el silencio reinaba en toda la casa paterna. No había inconvenientes para escapar. Pero tenía un problema: aunque sabía ponerse las botas, no sabía hacer la lazada. "Pero querer es poder", explica Jünger, "todavía me acuerdo de la alegría que me entró cuando logré hacer la maniobra". Ese recuerdo acompañó siempre a Jünger, que siempre pensó que le habría bastado con hacer un nudo, pero prefirió la lazada, lo que adquirió a la larga un significado en su vida: para hacer poesía e incluso para escribir prosa hay que saber hacer lazadas, imperceptibles para el lector, pero muy interesantes para el prestigio propio del autor.
     Escritores que hacen lazadas y escritores que ni saben atarse los cordones de los zapatos. El gusto por la división me empujaría ahora alegremente a poner en un bando a Jünger y en el otro a Manganelli, de no ser porque sería demasiado simple y además deshonesta una división así, pues si alguien hacía lazadas literarias geniales era precisamente Manganelli. De modo que me siento frustrado y, además, apenas puedo explicarme cómo alguien que no sabía atarse los cordones de los zapatos podía estar en el bando literario de los maestros de la lazada. Está claro que no siempre es tan fácil dejarse llevar por el gusto de dividir. A veces para dividir hay que hacer lazadas, lo que demuestra que no es buena la sencillez o el apresuramiento a la hora de dividir. Jünger sería del grupo de los escritores que saben atarse los zapatos, presenciar fusilamientos, hacer lazadas en prosa, vivir más de cien años y atentar contra los dictadores —por poco liquida a Hitler—, mientras que Manganelli sería del bando de los que hacen lazadas en prosa, están siempre resfriados y viven sólo setenta años, son incapaces de eliminar dictadores y no aprenden nunca a atarse los zapatos pero tampoco son capaces de aprender a no atárselos. Atención, permítanme que lleve mi clasista y decadente gusto por la división, sencilla o no, hasta el final de este artículo: en el grupo de los incapaces de aprender a no atarse los zapatos no hay ni un autor de esos que escriben obras maestras con la mano derecha (obras que nunca son imprescindibles) y sí en cambio están los que construyen obras maestras escritas con la zurda, que son obras de excepción, de esas que siempre van a hacernos falta. Si yo ahora fuera un hombre moderno, es decir un hombre dividido, diría que esas obras de excepción que siempre nos serán imprescindibles se dividen en dos apartados. Pero bueno, basta. Voy a atarme los zapatos. ~

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