Para quienes llegamos al ajedrez como mirones anónimos que se detienen, junto a una partida en proceso, a mirar por encima del hombro de quienes mueven las piezas, hay dos momentos que transformaron el ajedrez moderno. En realidad deberían ser tres.
El monstruoso, imbatible e intratable Bobby Fischer logró que el ajedrez, cuya narrativa corría a la zaga de las Grandes Tramas del deporte y la competencia, ocupara un lugar central, protagónico. Logró, pues, en una época de propaganda y guerra fría, que los medios masivos se interesaran.
Varias décadas más tarde, Kasparov sostuvo sus publicitados encuentros contra las máquinas de IBM. También ahí algo cambió. Parecía ser un encuentro en el que quedarían zanjadas las interrogantes más desconcertantes que acarreaba la Inteligencia Artificial. Al final queda magnificada la grandeza de los jugadores excepcionales y generalizada la presencia de las máquinas.
Pero entre estas dos postales está la historia de las tres hermanas: Susan, Sofía y Judit Polgár. Hijas de un psicólogo húngaro con ideas radicales sobre la genialidad, las tres crecieron dentro de un régimen pedagógico singular: ocho o diez horas de ajedrez, un par dedicadas a las lenguas y al tenis de mesa y una visita anual a la escuela a presentar los exámenes de grado. Las tres se convirtieron en Grandes Maestras. Las tres tuvieron sus momentos de gloria compitiendo contra hombres. Y las tres pusieron en entredicho los lugares comunes sobre el género y el ajedrez. ~
(ciudad de México, 1980) es ensayista y traductor.