Un bestiario de imágenes poéticas

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Zooliloquios no es el primer libro poético de Silvia Eugenia Castillero (ciudad de México, 1963), pues antes publicó Como si despacio la noche (1993) y Nudos de luz (1995), aparte de un libro de ensayos y otros en colaboración con artistas plásticos, que pasaron bastante inadvertidos para la mayoría del público, pese a los indudables méritos de Como si despacio… Y ni siquiera estos Zooliloquios aparecen por primera vez: en 1997 y en París —donde la autora hizo estudios doctorales, en la Sorbona—, se imprimió bajo el mismo título una breve edición bilingüe, con traducción y prólogo del hispanista Claude Couffon, que bien puede considerarse un simple adelanto (catorce poemas) del libro definitivo (con 49) de la obra que ahora tenemos ante nosotros. Los lectores no deberían dejar pasar por alto este libro que, por varias razones, es un fruto singular y promisorio.
     El subtítulo Historia no natural que la poeta ha añadido al libro introduce una importante advertencia sobre lo que encontaremos en él, que sólo en apariencia o parcialmente es un bestiario. Eso, además, aclara la irónica ambigüedad del juego de palabras que contiene el título: zoología / soliloquio. Los bestiarios son un género medieval (época por la que la autora tiene especial predilección) y son parte del gusto general del hombre por la observación y descripción del mundo natural, movido primero por un afán científico, pero más por la curiosidad ante lo extraño y lo fantástico, pues los animales parecen estimular la imaginación y hacernos ver otras criaturas que no existen. Los cronistas de América —Gonzalo Fernández de Oviedo entre ellos, quien dejó páginas memorables sobre sirenas y dragones— describieron bestias que no provenían de la realidad, sino de viejos mitos europeos o de tratados alquímicos. En nuestro tiempo y en nuestra lengua, el viejo género tuvo rebrotes muy notables, como el Manual de zoología fantástica de Borges, el Bestiario de Cortázar, ciertos textos del Confabulario de Arreola y tantos poemas de Tablada, Eduardo Lizalde y José Emilio Pacheco, entre otros.
     Este libro se suma a esa tradición, pero de un modo lateral, porque la referencia al reino animal es sólo un pretexto o vehículo mediante el cual los textos se despliegan en un nivel totalmente distinto y ajeno a la pura descripción zoológica, pese a que el libro se ciñe a una clasificación acorde con los elementos de la naturaleza: “Seres de agua”, “Seres de tierra”, “Seres de fuego”, “Seres de viento”. Se trata, en verdad, de un bestiario imaginario, no porque todos los animales del libro lo sean (hay algunos tan comunes como el sapo, el mono o el gato), sino en el sentido de que, mediante un toque mágico, la autora los convierte en pura imagen de un reino interior en el que ella parece cerrar los ojos ante el mundo circundante y soñar, monologar o dialogar consigo misma; incluso inventa una protagonista o interlocutora imaginaria: en por lo menos dos textos aparece una tal Silenia, síntesis de los nombres Silvia Eugenia. Es decir, los “zooliloquios” se transfiguran en soliloquios, y los animales en meros emblemas o símbolos de algo que, de otro modo, sería inenarrable por su intangible fluidez.
     Tenemos un buen ejemplo de esa sutil operación poética en “La liebre”, texto que otorga misteriosos poderes —asociados con el agua, el fuego y la noche— que difícilmente le atribuiríamos a esta bastante prosaica criatura: “Dios la creó en el fuego, pero después la enfrió, la dotó de serenidad para que moliera en un mortero los días y sus fulgores, las noches y sus sombras y elaborara con ellos paisajes para el mañana.” El bello pasaje final nos lleva definitivamente a otra dimensión en la que el tiempo parece dominar: “La luna liebre lima linderos del ayer y del hoy y los tritura, lento el ayer se esconde pero el hoy lo busca ágil. Sobre el cielo nace un tapiz con siluetas libres. En el puente sin luna, palmo a palmo se ramifican los instantes.” Llamar “divagaciones” a esas fugas que se abren a otra percepción de las cosas no es muy apropiado, porque sugiere algo difuso e impreciso. Lo notable es que la imaginación de Silvia Castillero asume formas rigurosas, cuyos perfiles precisos y acerados podemos reconocer a pesar de su extrañeza. Revelan una visión apasionada y atenta a los latidos de la vida profunda y a las parpadeantes señales de una trascendencia que mana de la contemplación y la vivencia de los menudos acontecimientos cotidianos, como los que compartimos con los animales. Ya sea que se trate de instancias descriptivas o de los estados de ensoñación que aquéllas estimulan, las imágenes suelen tener una cualidad radiante y transparente a pesar de su inherente complejidad verbal, a veces algo barroquizante; júzguese por estas citas: “Petirrojos en las hojas, leves, minúsculos resbalan con variaciones del bermejo al rubicundo, henchidos de zumo hasta brillar ciruela o durazno” (“Astilla”); “De fiebre sobre los pechos, el deseo se escurre: rumor de espuma en los poros, la piel se vuelve bramar marino de caracol” (“Caracol”); “Vio subir y curvarse una flor cristalina, que luego no fue sino brotes de ala, y segundos después una danza de aromas: hojas secas trituradas, flores coloridas ante el sol, raíces que repetían sus formas nudosas en el ardor del fuego” (“Fénix”). Algo más que contribuye a la singularidad de esta voz: salvo un puñado de poemas, el libro está escrito en prosa. Es bastante común creer que esta forma es de más fácil manejo que el verso, con sus bien establecidas normas retóricas, tradicionales o modernas. Tal vez lo contrario sea la verdad (lo que ayudaría a explicar su limitado empleo en nuestro tiempo), pues la prosa poética necesita un equilibrio rítmico interno muy delicado (sin el auxilio de rimas o metros) que la distinga tanto del verso como de la prosa narrativa, aunque en este libro haya conatos de historias, fábulas y hebras míticas. Los textos tienen un exacto sonido hecho de timbres, tonos y transiciones imaginísticas que son parte esencial de su visión poética.
     Todo esto deja la impresión de que la voz de Silvia Eugenia Castillero es un fenómeno aislado, que no es fácil de encontrar entre los poetas mexicanos de su generación y aun en los de la anterior: es original y nueva. Con sus Zooliloquios, esta voz alcanza una temprana madurez a la que hay que prestar debida atención. ~

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(Lima, 1934) es narrador y ensayista. En su labor como hispanista y crítico literario ha revisado la obra de escritores como Ricardo Palma, José Martí y Mario Vargas Llosa, entre otros.


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