Un Kafka diferente

Dos biografías recientes buscan entender a Kafka como un producto de su tiempo y su entorno. Ambas retratan de modo desconcertante al escritor más enigmático del siglo XX.
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¿Cómo debemos entender a Kafka? Claro que no como él se entendía a sí mismo, o más bien, como él quería hacernos creer que se entendía a sí mismo. En una carta a su sufrida prometida Felice Bauer, le declara: “Estoy hecho de literatura; no soy nada más y no puedo ser nada más.”1 Este fue un tema constante en sus años de madurez, y uno que amplió en una significativa entrada de su diario en agosto de 1914: “Mi inclinación a describir mi onírica vida interior ha desplazado al reino de lo accesorio todas las demás cosas, las cuales se han atrofiado de un modo horrible y no cesan de atrofiarse.”2

Claro, Kafka no es el primer escritor, ni será el último, que se vea a sí mismo como un mártir de su arte –pensemos en Flaubert, pensemos en Joyce–, pero es notable por la determinación con la que concibió su papel. ¿Quién más habría podido inventar la máquina de tortura en el corazón de su perturbadora historia “En la colonia penitenciaria”, que ejecuta a los malhechores grabándoles su sentencia –le mot juste!– con un aguja de metal en la piel?

El concepto que tenía de sí mismo como artista atormentado está muy vinculado a la idea de su predicamento como hombre que lucha por mantener su salud y su cordura frente a un mundo implacablemente inhóspito. En los anales del lamento, desde Job y Jeremías hasta el Innombrable, de Beckett, sin duda nadie se ha entregado con tal dedicación, energía y exquisita sutileza a la queja sostenida como lo hizo el autor de “La condena” y Carta al padre, de los diarios y de la correspondencia con Felice Bauer y con su amante Milena Jesenská, así como con su amigo Max Brod.3

Hay momentos, muchos momentos, en los que este ironista supremo parece reconocer el lado cómico de sus quejas interminables, y la sonrisa helada, autoescarnecedora, que nos sale al paso en esas ocasiones es particularmente irresistible. Nos viene a la mente también aquel famoso incidente en el que Kafka leía en voz alta las páginas iniciales de El proceso ante un grupo de amigos en Praga, pero se reía tanto que tenía que detenerse, mientras su audiencia también se reía “incontrolablemente”, a pesar de lo que Brod describía como “la terrible gravedad de su capítulo”. Qué tarde debió haber sido esa.

A pesar de las particularidades de la obra de Kafka –¿y qué otro autor ha creado un paisaje literario tan instantáneamente reconocible como el suyo?–, como artista se le toma por una tábula rasa. En su pequeño estudio, Franz Kafka: The poet of shame and guilt, Saul Friedländer cita la descripción que hiciera de Kafka el crítico germano-americano Erich Heller como “el creador de la lucidez más oscura en la historia de la literatura”, y señala cómo la opacidad de los textos de Kafka le ha permitido ser considerado

un judío neurótico, un judío religioso, un místico, un judío que se odia a sí mismo, un criptocristiano, un gnóstico, el mensajero de un tipo de freudianismo antipatriarcal, un marxista, el existencialista por excelencia, el profeta del totalitarismo o del Holocausto, la voz icónica del alto modernismo, y mucho más…

Es sorprendente que pocos críticos y comentaristas han entendido a Kafka esencialmente como un producto de su tiempo y de su entorno –la Mitteleuropa de inicios del siglo xx–, y hay que reconocer que Friedländer menciona “la influencia constante del expresionismo” y las obras contemporáneas de literatura fantástica, como El Golem, de Gustav Meyrink, en la sensibilidad literaria de Kafka. El hecho es que Kafka era un hijo de Praga, desde la cabeza hasta la punta de sus tísicos dedos. Cuando era joven comentó con tristeza que la ciudad tenía garras y que no lo soltaba. Se conocía bien a sí mismo y a su lugar de nacimiento.

Reiner Stach, en su biografía de Kafka, también busca un conocimiento íntimo de su sujeto, y del tiempo y el lugar en el que vivía y trabajaba. Stach es al mismo tiempo altamente ambicioso y admirablemente modesto. Desea, nos dice, experimentar “cómo era ser Franz Kafka”; sin embargo, no deja de comentar que el esfuerzo de “acercarse aunque sea un poco” es ilusorio:

No hay trampas metodológicas que sirvan; las jaulas del conocimiento siguen vacías. ¿Qué logramos entonces con todos nuestros esfuerzos? ¿La vida real de Franz Kafka? Claramente no. Pero quizá sea posible un vistazo fugaz, o una mirada sostenida.

Esta modestia no es falsa, pero está mal dirigida. Hasta el momento, se han publicado dos volúmenes de su biografía de Kafka. Los años de las decisiones y Die jahre der erkenntnis [Los años de conocimiento, aún no traducido al español] son el segundo y el tercer volumen; el primer volumen, centrado en su vida hasta 1910, fue pospuesto porque Stach esperaba –en vano, parece ser– a que se liberara un importante archivo de documentos de Max Brod, actualmente en Israel; no obstante, el libro está programado para ser publicado este año.

A juzgar por los dos volúmenes disponibles, esta es una de las grandes biografías literarias, digna de ser colocada junto al James Joyce, de Richard Ellmann, el Marcel Proust, de George D. Painter y el Henry James, de Leon Edel , o quizá incluso en una repisa más alta. Sin lugar a dudas Stach ha conseguido algo en verdad original con esta obra.4 Gracias a una combinación de una erudición infatigable, una sorprendente empatía y una prosa que podría caracterizarse como apasionadamente grácil logra transmitir la sensación de “cómo era ser Franz Kafka”. Se impuso la tarea proustiana de reunir, y resumir, un mundo entero, y ha realizado esta tarea con un éxito notable. El resultado es un retrato desconcertantemente presente de uno de los maestros más enigmáticos y perdurables de la literatura.

Parte del método de Stach consiste en comparar punto por punto las pruebas biográficas con las pruebas autobiográficas dentro de la obra, y Kafka siempre es autobiográfico, aunque intenta borrar las huellas con un cuidado maniático. Stach está a tono con el rechazo de Kafka a la psicología, y mantiene una aproximación epistemológica en su tarea, ciñéndose a los datos que conoce –y conoce una gran cantidad de datos– y nunca cediendo a la especulación caprichosa que tantos biógrafos se permiten.5

En ocasiones, con toda intención, da un paso hacia atrás para presentar una visión más amplia de tal o cual aspecto de la vida y obra de Kafka. Así sucede, por ejemplo, en el volumen tres, con su brillante exégesis del fragmento “La Muralla China”. El relato no se centra en el emperador bajo cuyas órdenes se construyó la muralla, sino en la construcción misma, que fue erigida “no como una entidad única sino en secciones individuales muy distantes entre sí”; el mismo método, apunta Stach, que Kafka utilizó al ensamblar sus novelas, en particular El proceso. Sobre “La Muralla China”, Stach comenta:

Nadie más aparte de los que estaban a cargo pueden decir con certeza qué tanto ha progresado la construcción; ni siquiera está claro si las brechas entre la muralla estarán cubiertas cuando se haya terminado el trabajo. Nunca se ha completado, y siempre será un fragmento hecho de fragmentos.

De esta manera, la muralla corresponde con la “metaestructura que ha sido caracterizada como ‘el mundo de Kafka’ o ‘el universo de Kafka’”.

El segundo volumen, Los años de las decisiones, inicia de manera emocionante con la aproximación del cometa Halley en mayo de 1910. “Durante meses, los reportes periodísticos habían estado advirtiendo de una posible colisión, explosiones gigantescas, lluvias de fuego y olas gigantescas, el fin del mundo.” El 18 de mayo, el día en el que el comenta se impactaría con la Tierra o la esquivaría, muchedumbres inquietas llenaron las calles y los cafés de Praga, entre ellos, “un hombre flaco y nervioso… una cabeza más alto que todos los demás a su alrededor”. Uno se pregunta qué tanto habrá creído Kafka en la amenaza de una colisión celestial. Si hemos de confiar en los diarios y en las cartas, Kafka consideraba los momentos cruciales de su tiempo con una indiferencia fatigada. Recordemos el tristemente famoso apunte en su diario del 2 de agosto de 1914: “Alemania ha declarado la guerra a Rusia. –Tarde, escuela de natación.” En este asunto, Stach toma una postura característicamente sutil:

Una de las razones principales por las que se considera que Kafka se mantenía distante de la realidad y de la política es que se enfocaba menos en las grandes pérdidas en sí –incluso cuando estas eran catastróficas– y más en el significado amplio de estas pérdidas, y en la manera en la que dejaban al descubierto la esencia del momento en su totalidad. La caída de un gran símbolo, el final de una tradición, el recorte de la punta de una pirámide [v. gr. el asesinato del archiduque Fernando y la destrucción subsecuente del Imperio austrohúngaro]; como muchos de sus contemporáneos, para él estos acontecimientos eran los signos de una disolución irreversible.

Kafka tenía veintisiete en el año del cometa Halley y, como lo describe Stach con callada ironía, “las quince páginas que había publicado para entonces ya mostraban todos los indicios de que llegaría lejos”. Esto no fue evidente para todos, y la extensa letanía de penurias editoriales de Kafka resulta una lectura desalentadora; sin embargo, debe mencionarse, en defensa de sus editores, que tratar con Kafka debe haber sido imposible. No obstante, que Kafka haya sido tímido y difícil no quiere decir que haya sido indiferente. “La idea de que no le importaba la resonancia pública”, dice Stach, “que era inmune tanto a los elogios como a la crítica, es falsa”. De hecho, parece ser que durante la Primera Guerra Mundial contrató los servicios de una agencia de recortes de prensa para no perderse ninguna mención, por fugaz que fuera, de su obra. En cualquier caso, no se hacía ilusiones acerca de la posibilidad de tener fama y éxito mundial. Con humor más bien melancólico decía de su primer libro, un tomo delgado titulado Meditaciones: “Se han vendido once libros en la tienda de André. Yo compré diez. Me encantaría saber quién fue el once.”

Dedicaba gran parte de su energía, física y espiritual a la tarea de aislarse de las afrentas del mundo. En el proceso, según Stach, él

estableció un sistema de obsesiones que mejoraría su vida a un nivel narcisista, pero que a su vez consumiría toda su vitalidad. Su historia “La madriguera” presenta un símbolo claro de esto: una criatura que se amuralla para mantenerse autosuficiente, en un estado de sitio constante, condenada por lo mismo a una estado de alerta permanente. Todo es una amenaza; todo punto es vulnerable. Uno no puede bajar la guardia en ningún momento, cada acto descuidado es castigado, y la única fuga hundirá al barco. Si nada puede entrar, y todas las grietas están selladas, nada puede salir tampoco. Apuntó, escueto, en su diario: “Mi celda, mi fortaleza.” Es difícil imaginar una analogía más precisa.

Pero, ¿qué es exactamente lo que lo lleva a hacer una madriguera de sí mismo, a encogerse de temor y temblor kierkegaardiano? Se veía a sí mismo como un extraño, apenas humano, como una criatura que, como dijera de Nietzsche uno de sus amigos, parecía venir de un lugar en el que no vivía nadie más. ¿Por qué? En pos de una respuesta, uno regresa a la elegante caracterización que hace Erich Heller del estilo prosístico de Kafka, como uno al mismo tiempo lúcido y oscuro. Los hablantes nativos confirman la belleza límpida del alemán de Kafka, de su incomparable pureza y concisión. Sin embargo, su lengua, como la de Freud, da una clara sensación de ocultamiento. Sus enunciados se mueven como los bailarines chinos de Loie Fuller en el poema “Mil novecientos diecinueve”, de Yeats, quienes “se envolvieron / en una red vistosa, una flotante cinta…”, dentro de la que los bailarines apenas parecen sombras parpadeantes. En Kafka, siempre hay algo que no se dice. ¿Qué es eso?

Saul Friedländer tiene una fuerte sospecha sobre cuál puede ser la respuesta. Al describir a Kafka, y lo hace de manera muy bella, como “el poeta de su propio desorden”, Friedländer lo explica llanamente:

Los Diarios y las Cartas indican con claridad que –excepto por ponderar constantemente su escritura, la última esencia de su ser– los asuntos que torturaron a Kafka durante la mayor parte de su vida eran de naturaleza sexual.

Más adelante, refuerza esta perspectiva al insistir que “además de la primacía total de la escritura, los asuntos sexuales se convirtieron en la preocupación más obsesiva de la vida de Kafka”. ¿De qué variedad eran estos asuntos sexuales? “Todas las fuentes indican… que sus sentimientos de culpa estaban relacionados no con iniciativas concretas de su parte sino con fantasías, con posibilidades sexuales imaginadas.” Y estas posibilidades, Friedländer sugiere, tenían un origen homoerótico.

En uno de los pasajes más candentes de Lolita, Humbert Humbert se detiene a conjeturar que para ese momento, las cejas del lector estarán ya en la parte de atrás de su calva cabeza. Sin duda habrá admiradores de Kafka a quienes la tesis de Friedländer provocará una reacción similar. Es importante enfatizar, por ello, que Friedländer no es un joven académico agitador que ansía una plaza universitaria y que busca hacerse de un nombre provocador. Es un profesor emérito de historia y tiene la Club 39 Endowed Chair en estudios del Holocausto en ucla; ganó el Premio Pulitzer en 2008 por su libro El Tercer Reich y los judíos (1939-1945). Los años del exterminio.

Nació en Praga, y varios aspectos de su vida coinciden con los de Kafka: su padre estudió leyes en la Universidad Carolina, y se convirtió, como Kafka, en un asesor legal de una aseguradora en Praga; trágicamente, “como la de las tres hermanas de Kafka, las vidas de mis padres terminaron en los campos de concentración alemanes”. Sin embargo, esos ecos del pasado

no me habrían convencido de escribir sobre un tema tan lejano de mi campo, la historia, si no fuera por temas muy específicos y poco mencionados que considero lo suficientemente importantes como para tratarlos en un pequeño ensayo biográfico.

Uno recuerda al niño que no puede evitar gritar cuando el emperador se pasea con sus ropas invisibles, excepto que en este caso el personaje real está deseoso de que nadie vea el sofisticado atuendo que utiliza en secreto.

En su mayoría, Friedländer basa su caso en la evidencia interna de los escritos de ficción, pero también en algunas de las remociones que Max Brod hizo en las versiones publicadas de las cartas y los diarios. Hay, por ejemplo, una entrada del 2 de febrero de 1922 que, escribe Friedländer, Brod “censuró en la traducción al inglés”, pero dejó sin cambios en la alemana. Esto fue lo que Kafka escribió, con los pasajes “censurados” entre corchetes:

Por la mañana, lucha en el camino hacia el Tannenstein, una lucha mientras contemplaba a los esquiadores en una competición de salto. El pequeño y alegre B., ensombrecido un poco, en toda su inocencia, por mis fantasmas; al menos a mis ojos; especialmente [, la pierna avanzada, con la media gris enrollada,] la mirada vaga, sin objetivo, las palabras inútiles. Se me ocurre –pero esto suena ya a artificioso– que la noche pasada quiso acompañarme a casa.6

También hay unas miradas de admiración dirigidas hacia unos apuestos jóvenes suecos. Para nada califica como un testimonio incriminador. Lo que es más significativo es el hecho de que Brod haya creído necesario hacer esos recortes silenciosos, ya que eso sugiere que él tenía sospechas definitivas sobre la inclinación sexual de su amigo.

Friedländer coincide con Mark M. Anderson, el experto en Kafka, al pensar que es “altamente improbable que Kafka hubiera considerado la posibilidad de tener una relación homosexual”.7 Tampoco sugiere, en ningún momento, que las “posibilidades sexuales imaginadas” que Kafka hubiera considerado sean la clave para descubrir los enigmas en el corazón del canon kafkiano. En cualquier caso, una vez que este genio particular sale de la lámpara, no hay manera de hacerlo entrar de nuevo. Los deseos homosexuales reprimidos sin duda podrían dar cuenta de algunas de las más sorprendentes y oscuras preocupaciones de Kafka, incluido su disgusto con las mujeres que exhibe con frecuencia,8 su fascinación con la tortura y la evisceración, y, sobre todo, quizá la obsesión que tuvo toda su vida con su padre, o mejor dicho, con el Padre –el eterno masculino–. Porque sin duda el pobre Hermann Kafka, empresario menor y proveedor de bienes de lujo, no podría haberse calzado los zapatos, más bien dicho las botas de nueve leguas, que Kafka confeccionó para él en la historia que consideraba su verdadero triunfo artístico, “La condena”, en la que un padre condena a un hijo a ahogarse, y en la nunca entregada Carta al padre, dentro de cuyos largos esfuerzos el hijo declaraba: “Lo que yo escribía trataba de ti, solo me lamentaba allí de lo que no podía lamentarme reclinado en tu pecho. Era una despedida de ti expresamente demorada.” Aquí, como es tan frecuente a lo largo de los textos de Kafka, vemos, dicho en uno de los raros deslices de Friedländer hacia la jerga psicológica,

una evolución del significado simbólico de la autoridad paternal desde su función psicosexual más fundamental (en un sentido freudiano) a su función preeminentemente social como representante de la tradición y la ley.

Los repetidos lamentos de aversión hacia sí mismo que hace Kafka son sorprendentes, y a menudo lindan con la histeria. Al escribirle a Milena Jesenská le ofrece una de sus metáforas más amorosas y aterradoras –“Nadie canta de manera tan pura como aquellos que habitan el infierno más profundo; lo que creemos que es el canto de los ángeles, es su canto”–, pero está precedida por una confesión torturada –¿o es una complicada forma de jactancia?–: “Estoy sucio, Milena, infinitamente sucio, por eso es que grito tanto sobre la pureza.” Y esto lo dice un abstemio fastidioso y obsesivo y semivegetariano, cuyos elegantes trajes azules y camisas inmaculadas eran motivo de comentarios por parte de sus amigos y conocidos. Sin duda Kafka cargaba con oscuros problemas en su interior.

Su sigilo, su impulso hacia una “oscura lucidez” son evi- dentes no solo en su vida, sino también en su obra y en sus métodos de trabajo. En un estudio fascinante sobre el manuscrito original de El castillo, el traductor y experto en Kafka Mark Harman ha trazado el proceso mediante el cual el autor cortó y editó la obra para “preservar un aura de inefable misterio al hacer que todo sonara [según escribió Kafka] ‘ein wenig unheimlich’ [un poco siniestro]”.9

Esta versión no editada de la novela comenzó en primera persona, pero a la mitad Kafka cambió de opinión y se regresó a las páginas previas y cambió el “yo” por “K”.10 Las motivaciones y el personaje de K están desarrollados de manera bastante abierta, tanto que el autor, al revisar el manuscrito, escribe Harman, “tachó consistentemente los enunciados y pasajes que revelan un alto grado de autoconocimiento de parte de su héroe”. Reiner Stach sigue a Harman al señalar que

Kafka sin duda habría socavado la estructura misteriosa, parabólica o alegórica de El castillo si hubiera hecho que su protagonista apareciera explícitamente como judío o como escritor, aunque esta doble experiencia de exclusión claramente estaba al fondo de la obstinada batalla por la aldea y el castillo.

Como escribe Harman, podemos atribuir muchas de las supresiones “al desagrado que Kafka expresó muchas veces hacia la psicología. Sin embargo, en lugar de eliminar a la psicología completamente, Kafka ocultó los trabajos de la psique de su héroe en los intersticios de su escritura”.

A fin de cuentas, nada de esto importa, ya que Kafka se aventuró constantemente a un ámbito desconocido. En marzo de 1922 escribió en su diario: “El socorro me espera en alguna parte, y los guías me desvían.” Para entonces, sin embargo, el destino lo tenía firmemente en su mira. Cinco años antes, en el verano de 1917, Kafka sufrió su primera hemorragia pulmonar. Le dio la bienvenida a la aparición de la enfermedad con alivio –la muerte, después de todo, resolvería tantas cosas– al describirla a un amigo como “especial… podrías decir que se me ha conferido una enfermedad”.

Sin duda hay justicia en esta enfermedad; es solo un golpe que, incidentalmente, no siento como un golpe para nada, sino como algo dulce en comparación con el curso promedio de las cosas de los años pasados, así que es justo, pero es burdo, tan terrenal, tan simple, tan bien dirigido al lugar más conveniente.

La enfermedad lo habría de liberar a fin de cuentas de las exigencias de la vida, de sí mismo e incluso de la literatura. Le dijo a Max Brod: “Lo que tengo que hacer, solo puedo hacerlo solo. Aclarar las últimas cosas.” Tenía mucho que escribir, en el poco tiempo que le quedaba, sin embargo, su esfuerzo ahora no sería puramente literario sino, en el sentido más profundo, también moral. En “De noche”, uno de sus últimos fragmentos, escribió –y lo repitió, palabra por palabra, en una carta a Felice Bauer–: “Alguien tiene que velar, se ha dicho. Alguien tiene que estar ahí.” De ahora en adelante él sería tanto centinela como testigo, y su logro sería trascendente. En la última historia que completó –“Josefina la cantora o El pueblo de los ratones”– describe la canción de Josefina, que aquí “está en el lugar adecuado, como en ningún otro lugar”, y que a pesar de la ligereza de la música expresa la esencia:

Algo hay allí de nuestra pobre y breve infancia, algo de una dicha perdida que no puede encontrarse más; pero también algo de nuestra vida activa cotidiana, de sus pequeñas alegrías, incomprensibles y, sin embargo, incontenibles e imposibles de obliterar.11 ~

 

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Traducción de Pablo Duarte.

Publicado en The New York Review of Books,

24 de octubre de 2013.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 Franz Kafka, Diarios (1910-1923), edición a cargo de Max Brod, traducción de Feliu Formosa, Barcelona, Tusquets, 2010 (N. del T.).

2 Franz Kafka, Obras completas, ii, traducción de Andrés Sánchez Pascual y Joan Parra Contreras, edición dirigida por Jordi Llovet, Barcelona, Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, 2000 (N. del T.).

3 Brod, aunque errado en algunas cosas –por ejemplo, en su representación de Kafka como un escritor religioso–, era un hombre con sentido común. En general le había tomado la medida a su amigo, y aun cuando Kafka había sido diagnosticado con tuberculosis, no dudó en escribirle con un reproche seco: “Estás feliz con tu infelicidad.”

4 En el tema de la originalidad de la aproximación, uno debe mencionar Kafka, de Pietro Citati, y K, de Roberto Calasso. Estas no son biografías sino meditaciones profundamente poéticas y agudas sobre el fenómeno singular que Kafka representó.

5 Stach escribe: “Un biógrafo no puede dar consejos, y los diagnósticos rutinarios y a larga distancia de relaciones humanas que se remontan a generaciones o incluso épocas atrás son de los efectos secundarios más viles del allanamiento histórico que ahora prevalece, junto con el predominio discursivo de la psicología.”

6 La traducción al español recoge el fragmento “censurado” (N. del T.).

7 “Sea cual sea el impulso homoerótico que hubiera informado la sexualidad de Kafka, lo más probable es que no fuera un homosexual practicante que simplemente ‘traducía’ la experiencia biográfica a una forma literaria en código.” Véase Mark M. Anderson, “Kafka, homosexuality and the aesthetics of ‘male culture’” en: Gender and politics in Austrian fiction, editado por Ritchie Robertson y Edward Timms (Edinburgh University Press, 1996), p. 80.

8 “Cada pareja de recién casados en su viaje de bodas me parecen una imagen repugnante, ya sea que me relacione con ellas o no, y si quiero provocarme un disgusto a mí mismo, solo tengo que imaginar que rodeo la cintura de una mujer con el brazo.” Citado por Anderson, Gender and Politics, p. 96. Por otro lado, Reiner Stach es vehemente al decir “los personajes femeninos de Kafka… son representantes del poder y de un conocimiento que no se adquiere a través del estatus social, sino que ha sido conferido a cada mujer; son prototipos de un mito de la feminidad”.

9 Véase “Making everything ‘a little uncanny’: Kafka’s deletions in the manuscript of Das Schloß and what they can tell us about his writing process”, de Mark Harman, en A companion to the works of Franz Kafka, editado por James Rolleston (Camden House, 2003). Este ensayo fue traducido al alemán por Reiner Stach y publicado en Neue Rundschau que, durante la dirección editorial de Robert Musil, bien podría haber publicado La metamorfosis por primera vez. Apareció en cambio en Die Weißen Blätter en 1915. Europa central era, y es, un mundo muy pequeño.

10 En enero de 1922, mientras Kafka se embarcaba en la composición de El castillo, llegó una tarde nevada al balneario de Spindlermühle en el Riesengebirge, cerca de la frontera con Polonia. En el hotel Krone, donde se le esperaba, se dio cuenta que estaba anotado en el directorio del hotel como el “Dr. Josef Kafka”.

11 Franz Kafka, La condena, traducción de J. R. Wilcock, Madrid, Alianza Editorial, 2006, 240 pp. (N. del T.).

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Nació en Wexford, Irlanda, en 1945. Según George Steiner "es el escritor de lengua inglesa más inteligente." Es autor, entre otros libros, de El libro de las pruebas (1989), El mar (2005).


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