El sentido común dice que quien participa en un programa de “televisión de realidad” hace un pacto con el diablo. Sencillo, sin demasiadas complicaciones: “Nos entregas tu vida, la desnudamos y manipulamos frente a las cámaras y durante los próximos quince minutos (o quince días o quince meses) todo mundo recordará tu nombre.” Es un trato difícil de resistir si se tienen más sueños que talento. Por eso nunca faltan incautos dispuestos a participar y el resultado es ampliamente conocido: cientos de personas deambulan por las calles de Río, Madrid o Nueva York repitiendo la misma cantaleta: “Sí, soy yo, el ‘loco’ (o el ‘niño bonito’ o la ‘sentimental’) del programa X. Sí, estoy esperando mi oportunidad para convertirme en estrella de telenovela (o cantante de rancheras o símbolo sexual).”
Estos ingenuos vendieron su alma a cambio de poco o nada, ¿pero qué pasa cuando se invierten los papeles y la televisora es la que hace el pacto con el diablo? Esto fue lo que le pasó a un canal de televisión estadounidense cuando empezó a hacer tratos con el rockero Ozzy Osbourne, a quien se conoce afectuosamente como “El Príncipe de las Tinieblas”. Al contrario de otros protagonistas de la televisión de realidad, Ozzy ganó la oportunidad de reactivar su carrera sin ceder algo realmente significativo: como estrella de rock, nunca tuvo una vida privada como la entendemos el resto de los mortales. Obtener tanto a cambio de nada es un gran negocio, incluso para un diablo reformado.
Claro que a sus 56 años Ozzy no es ningún neófito en la manipulación de su imagen pública; durante décadas había explotado sin piedad la adicción al escándalo que padecen los medios. Sin embargo, su última creación, The Osbournes, supera con mucho cualquier cosa que haya hecho antes: en lugar de fortalecer la imagen de “chico malo” del ex vocalista de Black Sabbath, una rutina que ya tenía bien dominada, el programa lo ha reinventado como modelo de paternidad responsable. Esta transición de enemigo de las buenas conciencias a icono familiar era impensable hace apenas unos años, y para mí es evidencia incontrovertible de que no hay límites para la imaginación de los publicistas de nuestro tiempo.
Para poner las cosas en perspectiva, habría que comparar a los dos Ozzys que conocí. El primero, circa 1970 a 2000, tenía las credenciales de maniático que necesita todo exponente del rock pesado que se respete: se rumoraba, entre otras cosas, que era líder de uno o varios cultos satánicos y que además era un abusador sádico de animales. (Este último rumor se fortaleció mucho después de que, en un arrebato inducido por quien sabe qué drogas, le arrancó la cabeza a una paloma que planeaba liberar enfrente de un grupo de reporteros.) Osbourne era un pésimo ejemplo para la juventud estadounidense y los medios no perdían oportunidad de criticarlo. Sus discos se vendían como pan caliente y algunos, incluyéndome, los escondíamos debajo de la cama.
El segundo Ozzy, circa 2001-2002, es en cambio uno de los padres predilectos de Estados Unidos. Seis millones de personas se congregan frente al televisor para verlo pasear por su casa en pantuflas, mientras pone cara de asombro ante dos hijos adolescentes sobreprotegidos y sobrealimentados. Este Ozzy muestra total obediencia ante su esposa y repite hasta el cansancio “fuck” (que puede traducirse libremente al español mexicano como “chingada”). Es el nuevo modelo de paternidad responsable y libre y los medios lo adoran. Sus discos han vuelto a venderse como pan caliente, pero ahora mi padre le regala un ejemplar a mi hermana adolescente.
El cambio ha sido confuso para mí, pero supongo que es muy sencillo entender el atractivo del segundo Ozzy. Frente al televisor, no puedo evitar reír ante la domesticación de Osbourne y, por analogía, de su generación. Desde la música de fondo en la entrada del programa hasta la displicente paternidad de Ozzy, el programa tiene todos los elementos de las grandes comedias familiares estadounidenses, con un atractivo extra para los jóvenes que crecieron escuchando rock pesado y que ahora son a su vez padres preocupados. Osbourne representa la redención a la que aspira todo adolescente alocado que de pronto se convierte en padre responsable; y no hay nada que los estadounidenses aprecien más que un converso, especialmente uno que pasó por años de rehabilitación y aún ahora acude al psicólogo todos los días. Ficción o no, los Osbournes resultan una familia entrañable aunque un tanto descafeinada.
No hay forma de saber cuánto va a durar este segundo Ozzy, pero mientras escribo esto escucho que su fortuna personal se ha incrementado considerablemente y que la segunda temporada de su show saldrá o ya salió al aire en Estados Unidos. El antiguo príncipe de las tinieblas hizo un trato digno de su fama y no es el único que está sonriendo. ~