Una cárcel rodeada de agua

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A Lino y Emilia FernándezQuizá porque el planeta Tierra es abrumadoramente continental las islas han encendido desde siempre la imaginación humana. Lo han hecho, además, en la doble condición, mutuamente excluyente, de sitio de refugio o de lugar de pérdida, de paraíso o de infierno, de utopía o de cárcel, de isla del tesoro o de isla del diablo. Parto
de la hipótesis de que lo particular del caso de la isla de Cuba es que ha representado a la vez, con intensidad por igual, ambas circunstancias excluyentes.
     Todo acto de cultura se basa en otro de barbarie, según sostuvo Walter Benjamin, y una prueba mayor de esta aseveración es la Cuba del siglo XIX. En efecto, la isla que Colón había descrito como "la tierra más fermosa que ojos humanos vieron" se había convertido tres siglos más tarde en la colonia más rica y culta del mundo —mucho más incluso que su metrópoli española—, la primera en introducir, por ejemplo, el ferrocarril en el orbe hispanoamericano, pero basaba esa riqueza y esa cultura en la institución más bárbara de la historia humana, la esclavitud. Aproximadamente la mitad de la población estaba constituida por negros esclavos, lo que suponía la práctica cotidiana y masiva del trabajo forzado, del látigo, del cepo y del grillete. El paraíso cubano no era más que una máscara del infierno. José María Heredia expresó así la atroz paradoja: "Dulce Cuba, en tu seno se miran/ en su grado más alto y profundo/ las bellezas del físico mundo/ las miserias del mundo moral".
     No en balde José Martí, en un ensayo dedicado a Heredia, calificó a Cuba como "una prisión rodeada de agua". La isla bella y rica debía ser defendida de corsarios, piratas y de las apetencias de otras potencias coloniales, de modo que sus puertos, y particularmente el de La Habana, fueron convertidos en plazas fuertes, rodeados de fortalezas militares que con el tiempo serían utilizadas como presidios políticos contra la población autóctona. El autor de un relato estremecedor, Deportación a Fernando Poo, narra así su ingreso como prisionero político a una de estas fortalezas en 1871: "[…] no sólo somos atrozmente insultados, sino que, empuñando con fuerza los puñales, los Voluntarios piden a gritos que se nos fusile […] Las hojas de los puñales vibran en el aire blandidas por cobardes brazos que ansían descargarlas sobre un pequeño número de hombres indefensos".
     Noventa años más tarde, en 1961, Byron Miguel, un prisionero político del castrismo, sufrió esta experiencia: "Era como encontrarse en medio de un inmenso caos o de un naufragio. Decenas de guardias dentro de las galeras, gritando e insultando para infundirnos pánico; tirando al piso todo lo que encontraban por delante, dando empujones y golpes para que saliéramos rápido al patio y no tuviéramos tiempo de reaccionar. Teníamos que salir en ropa interior y a veces completamente desnudos".
     Como en un diabólico cuento de Borges ambos autores se encuentran, casi un siglo por medio, en el mismo lugar, la Fortaleza de San Carlos de la Cabaña, construida en el siglo XVIII frente a la bahía de La Habana, utilizada como presidio político en la Colonia —donde la pena de muerte se aplicaba por garrote vil— y en los primeros decenios del castrismo —donde fueron fusilados centenares de prisioneros políticos, según testimonia el poeta Jorge Valls en su estremecedora memoria Veinte años y cuarenta días de preso. Es, por cierto, la misma fortaleza donde tiene lugar actualmente la Feria del Libro de La Habana, a la que suelen asistir decenas de editoriales y autores occidentales, validando otra vez, como en una tragedia de Shakespeare sobre el sinsentido de la historia, la tesis de Benjamin acerca de la contigüidad entre cultura y barbarie.
     Los brutales usos y costumbres de la Colonia que emponzoñaron el espíritu de Cuba durante siglos de esclavitud, monopolio y mando militar español renacieron y fueron llevados al extremo por el totalitarismo de la revolución castrista. No es necesario mirar al Gulag soviético para explicar la magnitud y el enraizamiento de la tragedia cubana: basta, otra vez, con volver la vista a nuestro propio pasado.
     Los primeros campos de concentración de los tiempos modernos se establecieron en Cuba a fines del siglo XIX (Jöel Kotek y Pierre Rigoulot, Le siècle des camps, Lattès, París, 2000). Consistieron en la "reconcentración" de los campesinos en poblados/cárceles para evitar que apoyaran a los ejércitos cubanos en la Guerra de Independencia (1895-1898), y sirvieron de modelo a los campos de concentración ingleses en Sudáfrica durante la Guerra de los Boers.
     Es prácticamente desconocido, sin embargo, que esta política concentracionaria también sirvió de modelo a la represión castrista contra los campesinos de El Escambray, macizo montañoso de la región central de la isla, donde operaron guerrillas antigubernamentales durante el decenio del sesenta. En una entrevista inédita que obra en mi poder, el doctor José Luis Piñeiro, exiliado en Estados Unidos desde 1997, narra con espeluznante lujo de detalles la experiencia que sufrió de niño en los "pueblos cautivos" creados por el gobierno en la provincia de Pinar del Río, en el extremo occidental de Cuba, adonde fue trasladado por la fuerza junto a su familia. El gobierno, que además expropió sus bienes, quería impedir y castigar así el posible apoyo campesino a la guerrilla, justamente como en los tiempos de la Colonia.
     La historia de los "pueblos cautivos", que tenían una sola entrada y una sola salida y en los que convivían, pared de por medio, familias de presos con familiares de carceleros —niños presos y niños guardianes, un horror que ni siquiera Dante pudo imaginar— es uno de los tantos agujeros negros de la historia contemporánea de Cuba. Piñeiro testimonia la existencia de 21 "pueblos cautivos" y cifra la población penal del que le tocó en desgracia en tres mil familias, con lo cual, si calculamos en seis individuos el promedio de miembros de cada familia, podemos obtener una idea aproximada de la magnitud de la tragedia.
     Otro agujero negro de esta historia atroz es triste y paradójicamente célebre, aunque no por ello menos desconocido en profundidad. Me refiero a la UMAP (Unidades Militares de Ayuda a la Producción), eufemismo para designar el trabajo forzado, variante contemporánea de la esclavitud. La UMAP, que funcionó entre 1963 y 1967, es conocida —hasta el punto de que a veces los intelectuales al servicio del castrismo se dan el lujo de reconocerla como un "error"— porque en sus unidades se concentró a los homosexuales con el objetivo declarado de "reeducarlos mediante el trabajo". Lo cierto es que las víctimas de ese experimento de biología social de clara inspiración fascista no fueron sólo los homosexuales sino también los jóvenes religiosos, rockeros o desafectos ideológicos, como, por ejemplo, el actual cardenal cubano Jaime Ortega Alamino o el músico Pablo Milanés.
     En "Los trabajos forzados en Cuba" (revista Encuentro de la Cultura Cubana, número 20), Héctor Maseda cifra en treinta mil el número de jóvenes que fueron represaliados en esos campos de concentración. Uno de sus entrevistados, José Olimpio Diviñón, describe así el día de trabajo: "La jornada laboral comenzaba a las 6 de la mañana y concluía a las 7 u 8 de la noche. Almorzábamos en el campo, con 20 minutos de descanso […] No se nos permitía hablar entre nosotros ni dirigirnos a los guardias. Al regresar al campamento nos bañábamos con agua helada, si la había. A las 10 y 30 de la noche nos acostábamos y electrificaban la cerca que rodeaba al campo". Otro entrevistado, Raimundo Jorge Martínez, rockero, relata: "Hubo discusiones serias entre custodios y recluidos. Recuerdo a uno que le decían Eleggua. Se negó a trabajar un día por sentirse enfermo. El teniente lo amenazó y golpeó. El muchacho sacó un machete que tenía escondido y lo descargó contra brazos y piernas del militar. A Eleggua lo llevaron preso a Camagüey. Le celebraron juicio sumario, fue condenado a muerte y fusilado. El carcelero quedó discapacitado de por vida".
     Los prisioneros políticos del penal de Isla de Pinos, situada al sur del archipiélago cubano, también fueron sometidos a la tortura del trabajo forzado. Según declaraciones del psiquiatra Lino Fernández al autor de este artículo, hubo allí durante años un promedio de seis mil prisioneros políticos. "El día que empezó el trabajo forzado en Isla de Pinos —me dijo Fernández— hubo un muchacho que hizo cierta resistencia y lo atravesaron con una bayoneta en el estómago. Lo mataron. Se llamaba Ernesto Díaz Madruga. Tenía 21 años. Sabíamos que nos estaban poniendo a trabajar como esclavos". Fernández, que estuvo 18 años como prisionero político del castrismo, durante los cuales pasó por ocho prisiones diferentes, tres de ellas antiguas fortalezas coloniales españolas, enumeró a la revista las infernales torturas a la que fueron sometidos —descritas también en los estremecedores testimonios del libro colectivo El presidio político en Cuba comunista (Icosocv Ediciones, Caracas, 1982). El objetivo principal de esos tormentos era demoler psíquicamente al torturado hasta hacerlo abjurar de sus ideas y rendirse a las del torturador; un método que parece inspirado en "Los procesos de Moscú", pero que en el caso cubano procede directamente de la profunda raíz inquisitorial del castrismo.
     Quiero subrayar explícita y enfáticamente que no estoy hablando sólo del pasado inmediato. Hace apenas dos meses desde la Prisión de Mujeres de Occidente, más y mejor conocida como "Manto Negro", la prisionera de conciencia Maritza Lugo Fernández ha hecho llegar un dramático "Yo acuso" —publicado en el diario digital Encuentro en la Red (www.cubaencuentro.com): "Yo acuso al gobierno dictatorial implantado en Cuba y a su brazo represivo, la Seguridad del Estado, por las injusticias y abusos que cometen contra el pueblo cubano, la población penal y, muy en especial, contra los presos políticos y de conciencia". El citado diario digital publicó también una denuncia escrita en febrero de este año por Marta Beatriz Roque Cabello, Félix Bonne Carcassés y René Gómez Manzano, que padecieron prisión política por el "delito" de escribir y publicar, junto a Vladimiro Roca, una crítica de la realidad nacional titulada La patria es de todos. En su reciente denuncia los tres exigen la libertad de Roca, que sigue en prisión por un capricho personal de Fidel Castro: castigar en el disidente Vladimiro el "delito" de ser hijo de Blas Roca, un ilustre dirigente comunista, ya fallecido. Con base en su propia experiencia reciente, los tres condenan "los métodos empleados por las actuales autoridades penitenciarias, que han llevado a algunos a realizar, en señal de protesta, automutilaciones espantosas, como la de vaciarse los ojos o cortarse las manos".
     Pese a la violencia de las torturas, cuyos extremos son la pena de muerte por fusilamiento, el simple asesinato o el dejar morir a un prisionero en huelga de hambre —como ocurrió, entre otros, en el caso del líder estudiantil Pedro Luis Boitel—, el castrismo no ha conseguido quebrar el espíritu de resistencia del presidio político cubano. La investigación que llevo a cabo en la actualidad sobre el tema me ha permitido acercarme a decenas de personas que purgaron condenas de quince, veinte o 25 años, condenas tan largas como jamás ha habido en la historia de Cuba por causas políticas. Ninguno odia, ninguno ha cedido un ápice en las convicciones democráticas por las que pagaron con parte de sus vidas. No piden venganza sino justicia. Y memoria.
     No les han sido concedidas. El "Archipiélago Gulag" cubano no tiene ni siquiera nombre; sus sobrevivientes, y los miles de prisioneros que todavía hoy habitan en ese infierno, no han conseguido tampoco un verdadero espacio en la conciencia internacional. Una monstruosa conjunción de circunstancias ha logrado sostener, luego de cuatro decenios de totalitarismo, el mito milenario de que Cuba es la isla de la utopía realizada. La responsabilidad primera de esa perversión de valores corresponde a los intelectuales y políticos de la izquierda oficial, de la que en otro tiempo también yo formé parte y con la que rompí hace años, avergonzado. Son ellos quienes han montado una cortina de cieno que impide ver y escuchar la verdad. Que el rey está desnudo, que Fidel Castro pertenece a la raza maldita de nuestros dictadores, promotora de un interminable apocalipsis, y que se ha ganado con sangre y vida ajenas un lugar junto a sus pares Augusto Pinochet, Jorge Videla, Rafael Leónidas Trujillo, Anastasio Somoza y Francisco Franco. –

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