Una corta bufonada de tablado

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Y a la vez una suerte de paroxismo de la modernidad artística. A ver. ¿Se conocieron los dos monstruos sagrados de las letras modernas, esto es Joyce y Marcel Proust? Ambos vivían en la misma ciudad. ¿Se encontraron? Sí, en una sola ocasión, en una fiesta. Ahora bien, en esa ocasión no sólo se hallaban presentes ellos dos, sino también otros dos famosísimos conspicuos: Picasso, en exploraciones neoclásicas por aquellos días, y Stravinski, en búsquedas parecidas.

La reunión tuvo lugar el 18 de mayo de 1922 en un salón privado del Majestic, hotel de lujo en la avenida Kléber, cerca del Arco del Triunfo en París. Fue cena para cuarenta invitados, organizada por un brillante organizador, nada menos que Diaghilev, el legendario empresario de los Ballets Rusos que conmocionaron los años veintes.

La ocasión fue el estreno de RenardZorro–, un delicioso juguete de veinte minutos para cuatro bailarines, cuatro cantantes y catorce músicos, compuesto por Stravinski. Financiaron el festejo un dúo de mecenas, “una pareja inglesa rica, cultivada y cosmopolita, Violeta y Sydney Schiff”, asienta Richard Davenport-Hines, de quien tomo estos datos.

Stravinski, siempre puntilloso, estaba a la vez complacido y disgustado con el estreno: la ejecución del ballet (decorados de Larionov, coreografía de Nijinska, etc.) le pareció magistral, pero abominó de que Diaghilev, dictatorial como solía, hubiera aplastado su delicada bufonería en el programa situándola entre pesadísimas obras de Chaikovski y Borodín.

Joyce llegó primero que Proust. Sin ropa adecuada, sin frac y, al parecer, ya algo achispado. En ese año había dado a la estampa su novela Ulises, que pronto sería prohibida por obscena en países de lengua inglesa, hecho que desencadenaría su celebridad.

Proust, que vivía a una cuadra del hotel Majestic, entró a medianoche, palidísimo, los ojos como laca japonesa, envuelto en su abrigo de piel. El príncipe Antoine Bibesco ha dejado recuerdo de lo que fue saludar de mano a Proust: “Hay muchos modos de dar la mano, no es demasiado decir que es un arte. [Proust] no era bueno en este arte. Su mano era blanda, acuosa, y no había nada agradable en el modo flojo como realizaba la acción.”

“Alguien acostumbrado a los chistes malos –contó la Duquesa de Clermont-Torrene, que conocía bien a los dos– sentó juntos a Joyce y a Proust.” ¿Y de qué hablaron? El ambiente era tenso, aunque ambos eran conocidos por la elaborada cortesía que acostumbraban, sin duda, como forma de reserva.

Nadie sabe bien a bien qué se dijeron los dos maestros, se repite mucho que se interrogaron acerca de lecturas. “¿Ya leyó usted X?”, preguntó uno. “No, monsieur, lo siento.” Y lo mismo el otro. A mí me parece en extremo errada y aun absurda esta hipótesis.

Más probable es la conjetura de William Carlos Williams, según la cual los escritores se quejaron de sus diferentes enfermedades: (Joyce) “He tenido dolor de cabeza todo el día. Y mis ojos están muy mal.” (Proust) “Mi pobre estómago, me está matando. No sé qué hacer…”

Y eso sí me parece verosímil, y hasta muy probable. Sólo extraño el glaucoma de uno, con sus inacabables operaciones, y la no menos temible asma de Proust. A fin de cuentas eran dos impedidos, dos impedidos que fueron, sin embargo, trabajadores infatigables. ~

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(Ciudad de México, 1942) es un escritor, articulista, dramaturgo y académico, autor de algunas de las páginas más luminosas de la literatura mexicana.


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