Una lectura del siglo XX

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Si le quitáramos el número a las páginas de La guerra y la paz, el significado de la novela no se vería afectado. Restaurarlo tampoco profundizaría la historia que cuenta. Los números están ahí para ayudarnos a volver a un pasaje determinado. Son artefactos que no significan nada, que carecen de relevancia.
Cuando en las diversas ediciones de la novela de Tolstoi, o en sus ejemplares traducidos, la voz de Pedro aparece en un número de página distinto, el personaje no deja de ser el mismo. Enumerar los años, siglos y milenios es una forma tan arbitraria de izar el estandarte de la realidad como lo es el folio de la página de un libro. Al río de la vida no le altera el que al 31 de diciembre se le asigne un año y al primero de enero, otro distinto. Tampoco, el hecho de afirmar que somos criaturas del siglo XX, pero que en unos cuantos meses —no importa si son pocos o muchos— seremos veintiunitas. La realidad no nos llega en paquetes de sello inmaculado; nosotros le imponemos la etiqueta. Incluso cuando hablamos de "este siglo" caemos en una convención eurocéntrica que ignora la existencia de otros calendarios, en China o en Tailandia. Hace apenas relativamente poco que en algunas partes de la misma Europa se abandonó el uso de los calendarios juliano y gregoriano. En Rusia se usó el primero hasta 1917, y en Grecia, hasta 1923. Antes en el viejo continente el año nuevo comenzaba en marzo, no en enero. Los eventos ocurridos en cualquiera de las dos fechas no se vieron afectados por lo que no es más que un "número de página" distinto.
     El afán por escapar de lo arbitrario de las unidades sólo hace más drástica la transformación de un periodo en entidad. Por ejemplo, me han dicho que, al contrario de lo que en el almanaque se señala como la década de los sesenta, los "verdaderos" años sesenta se iniciaron en 1963, con la marcha de Martin Luther King en Washington y el asesinato del presidente Kennedy, y terminaron en 1974, con el retiro norteamericano de Vietnam y el inicio del caso Watergate. Pero, ¿para quién fue real esa unidad de tiempo? Es poco probable que para una madre desposeída de África, a quien no podían importarle menos las intenciones de los Estados Unidos en Vietnam.
     Mientras unos buscan los "verdaderos" años sesenta, otros quieren definir ahora el "verdadero" siglo XX. Entre ellos, el más famoso es el respetado historiador Eric Hobsbawm, en su libro The Age of Extremes (La era de los extremos), que apareció en 1994. El autor pudo analizar el siglo xx con tal rapidez porque, para él, éste abarca sólo de 1914 a 1991, un "siglo corto" que acompaña al "extenso XIX", descrito en una trilogía anterior, y que, a decir suyo, comprende de fines de 1780 a 1914. Según Hobsbawm, ese prolongado lapso fue una época de "revolución, capital e imperio". La nuestra, más efímera, es sólo una era de "extremos" que llegó a su fin con la caída del imperio soviético. Ponerle nombre a estas etapas como si se tratara de factores individuales constituye un ejercicio fortuito. El siglo XVIII, al que muchos llaman la Edad de la Razón, fue la época de las lágrimas de Pamela y del sentimiento de Rousseau, tanto como de la Óptica de Newton. En la llamada era romántica la ciencia y la Revolución Industrial cambiaron nuestras vidas para siempre.
     Las generalizaciones pueden confundirnos, no sólo en cuanto al pasado se refiere, sino con respecto al tiempo mismo que vivimos y experimentamos, como sucede con quienes aceptan que la nuestra es una época mundana, a pesar de que está sujeta a oleadas de misticismo, creencias fundamentalistas y a otras, sencillamente fanáticas, que a menudo coexisten en la más cercana de las uniones con los instrumentos de la modernización, tal y como lo observa Alan Ryan en su sagaz ensayo para The Oxford History of the Twentieth Century. Al creer en el triunfo del secularismo, Hobsbawm sólo ignora o minimiza semejantes desvíos.
     No obstante el problema que supone abarcar la evidencia específica del paso del tiempo, los medios masivos de comunicación modernos juegan a ponerle nombre a tal siglo o a determinada década, como si participaran en ese viejo concurso radiofónico de "Adivine cómo se llamó la canción". Pero cuando el concursante identificaba una de las tonadas de Cole Porter y le ponía nombre —supongamos, "Noche y día"—, lo único que hacían él o ella era recordar el título de una composición ya existente. Asignarle nombre a una década significa inventar una sola etiqueta para un periodo en cuyo arreglo intervino más de un compositor. A nadie debe sorprenderle que el resultado sea más confuso que útil. Hablamos del conformismo de la década de los cincuenta y, sin embargo, fue la época de la poesía beat, de los cafés "existencialistas", de los cantantes de música folk, de Elvis, James Dean y Marlon Brando; del caso Brown contra el Consejo de Educación, y del boicot Montgomery al sistema de transporte. Si los sesenta fueron tan radicales, ¿cómo es que en 1968 el voto conjunto que recibieron Nixon-Agnew y Wallace-LeMay acaparó 57% del electorado? Resulta evidente que en los Estados Unidos la mayoría de los votantes eran conservadores, por no decir reaccionarios.
     Si es tan difícil describir a una época con un solo rasgo distintivo, ¿qué esperanza albergamos de imponerle un molde a los eventos de todo un siglo? En vez de buscar un siglo "real" separable como lo hace Hobsbawm, quizá sería mejor que la arbitrariedad misma de los números sirviera para abanderar diferencias que puedan apreciarse mejor entre, digamos, la página 1900 y la 2000, como sucede con la numeración de las hojas de un libro. Así, no importa si uno elige la 1900, 1914 o 1980. El objetivo no consiste en identificar puntos de cambio, ni en poner a prueba qué fue "real" de una forma predeterminada, sino en que emerjan las diferencias más tangibles, sin importar dónde se empieza, siempre y cuando el periodo en cuestión sea lo bastante extenso como para que pueda comprobarse la escala del cambio. Para semejante propósito, un siglo constituye un fragmento de tiempo convenientemente amplio.
     ¿Cuáles son las diferencias más obvias entre la vida de los seres humanos en 1900 y en el año 2000? La más evidente es que hay más personas: el número de seres humanos se ha más que triplicado, lo que constituye un ritmo de crecimiento poblacional sin precedente. No sólo hay más gente sino que podemos dar por hecho que habitará el planeta durante más tiempo. En este siglo la esperanza de vida en los países industrializados creció de 45 a 75 años. Desde luego, en los países pobres esta cifra se rezagó, pero el ritmo de crecimiento fue todavía mayor debido a que el punto de partida se encontraba en un nivel muy bajo: de 25 años en 1900, pasó a 63, en 1985. La mortandad infantil ha decrecido y el riesgo que tiene una mujer de morir de parto es cuarenta veces menor que en 1940.
     La causa más clara de estos cambios es el impacto que a muchos niveles han tenido la ciencia y la tecnología. La primera modificó la producción de alimentos tan radicalmente como la segunda mejoró la manera en que se distribuyen. El control de las enfermedades se benefició de las investigaciones médicas, de la tecnología para aplicar sus resultados, de la estructura de las nuevas medidas sanitarias, del reglamento de la Administración de Alimentos y Medicinas de los Estados Unidos, y de las herramientas con que se coordinan grupos como la Organización Mundial de la Salud y los Centros Para el Control de las Enfermedades.
     La ciencia no sólo incrementó el número de personas y la cantidad de años que pueden vivir, también reordenó los patrones de esas vidas. Los adelantos agrícolas han transformado a la humanidad: en menos de cien años, pasó de ser principalmente rural a ser casi toda urbana. En 1900 sólo Inglaterra tenía a la mitad de su población en el campo. Ahora eso es cierto de casi todos los países del mundo. A principios de siglo un 90% de los habitantes vivía fuera de las ciudades, sobre todo en granjas. Esa cifra se redujo a menos de la mitad, y el índice de migración rural es mayor en la zona sur del globo, menos industrializada, que empieza a ponerse al corriente con las tendencias que ya modificaron a las naciones septentrionales.
     Los complejos urbanos, con su papel variable de nódulo de servicios y de sofisticación tecnológica, crecen de manera exponencial aun en el tercer mundo que, a estas alturas, cuenta con ocho de las trece ciudades cuya población supera los diez millones de habitantes. En el África negra el número de ciudadanos crece a un ritmo de 10% anual. En menos de dos generaciones Kinshasa pasó de cinco a ocho millones de personas y nadie puede mantenerse al tanto de su crecimiento. Hoy los países no industrializados generan las ciudades más vastas. El Cairo recibe mil nuevos habitantes al día. La India, que en 1900 tenía sólo algunas ciudades pequeñas, cuenta con tres que superan los diez millones de habitantes: Calcuta, Delhi y Bombay. Australia, un continente muy poco poblado, experimenta un crecimiento incontenible en Melbourne, Sidney, Adelaida, Perth y Brisbane. En The Columbia History of the Twentieth Century, Kenneth T. Jackson afirma que el de África constituye "el ritmo más veloz de desarrollo urbano jamás registrado", y que la urbanización "es la tendencia demográfica más poderosa del mundo."
     No sólo ha cambiado el número de habitantes que viven en los sectores rural o urbano, sino también el balance poblacional entre los hemisferios. Apenas en 1850, Europa tenía el doble de habitantes (400 millones) que cualquier otra región principal del mundo. Pero hacia 1900, India y China ya la habían rebasado, con un total de dos mil millones de personas. Incluso el África del sub-Sahara tenía un número de habitantes mayor al del Viejo Continente, y pronto lo igualarían América Latina y el Sureste Asiático. Por primera vez en la historia, en 1975 la mayoría de la población vivía en los países no industrializados.
     Un cambio de poder aun más dramático acompañó al poblacional. En la primera mitad del siglo, la realidad política más importante del planeta era el colonialismo europeo. El dominio británico cubría una cuarta parte de la superficie terrestre. Sólo India habría sido demasiado extensa como para que cualquier nación lograra dominarla. Pero, además de su gran influencia dentro de los poderes de la comunidad de naciones blancas, como Canadá, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica, Gran Bretaña ejercía un predominio imperial en tres áreas muy distantes entre sí. En el continente americano sus posesiones incluían Jamaica, Trinidad, Honduras, las islas Leeward, Winward, Bahamas y Bermuda. En el Mediterráneo, en Medio Oriente y en el Océano Índico, formaban parte de su imperio: Gibraltar, Malta, Chipre, Palestina, Jordania, Adén, los protectorados del Golfo, Ceilán, las islas Mauricio y Seychelles. En África, reinaba sobre Gambia, parte de Guinea, Sierra Leona, Costa Dorada, Nigeria, Camerún, Sudán, parte de Somalia, Kenia, Uganda, Tangañica y el norte de Rodesia.

Los franceses tenían más territorios africanos que la misma Inglaterra: Argelia, Túnez, Marruecos, el Congo, Mauritania, Senegal, Costa de Marfil, Dahomey, parte de Sudán y de Guinea, Alto Volta, Níger, Chad, Gabón, el Congo medio, Ubangui Chari y la Somalia francesa. En el Caribe su imperio se extendía sobre Guadalupe, Martinica y parte de Guyana. En Asia, Indochina; en el Medio Oriente, Siria y Líbano; en el Pacífico, Tahití y Nueva Caledonia; en el Océano Índico, Madagascar; y fuera de Terranova, las bases pesqueras de Pierre-et-Miquelon.
     El imperio holandés dominaba el vasto archipiélago de Indonesia con todo y sus trece mil islas. Bélgica tenía el Congo. Portugal poseía Angola y Mozambique, en África, y Goa, Macao y Timor, en el Lejano Oriente. Los italianos tenían colonias en Libia, Eritrea y parte de Somalia. En los albores de este siglo se desintegraron los imperios germano y de Habsburgo. El simple hecho de enumerar las regiones del mundo que antes dominó Europa demuestra cuánta historia y qué diversidad de agravios mundiales abarcamos con gran ligereza cuando usamos el adjetivo "eurocéntrico". También nos indica los violentos cambios que hubieron de suceder para que pudiéramos referirnos al nuestro como un mundo "poscolonial".
     Pero los europeos no fueron los únicos en malograr sus dominios en el siglo xx. Tras la Primera Guerra Mundial se desmoronó el imperio otomano y también el de los Romanov. Después de la Segunda Guerra Mundial los japoneses perdieron Corea y Manchuria. Filipinas y la zona del Canal dejaron de ser posesiones norteamericanas. Hace poco la Unión Soviética se desintegró. Para el colonialismo el mundo se ha vuelto un lugar hostil. La circunstancia que acompañó a este fraccionamiento de las potencias fue la asombrosa velocidad con la que proliferó el surgimiento de naciones modernas. Si en este siglo la población se ha multiplicado por tres, el número de países independizados se ha más que triplicado, de alrededor de cincuenta en 1900, a unos 180 hasta ahora, y en muchos lugares todavía hay fuerzas independentistas. Los veinte años de descolonización posteriores a la Segunda Guerra Mundial arrojaron un saldo de cien flamantes países que debían hallar acomodo dentro de la ONU o, peor aún, fuera de ella.
     Casi todas esas naciones son democracias, al menos de nombre. Aunque a principios de siglo muchos de estos nuevos países estaban gobernados por reyes —siete de ellos, en distintos tronos, nietos de la reina Victoria—, la monarquía sufre un descrédito semejante al del imperialismo. El sentir general es que la autoridad sólo puede legitimarse desde abajo, no desde arriba. El fracaso de la colonización deterioró el poder de las teorías racistas que siempre la habían acompañado. Teodoro Roosevelt, representante por excelencia del yugo norteamericano, despreciaba a los negros ("una raza estúpida"), a los hindús y a los chinos (dejarlos entrar a los Estados Unidos en grandes cantidades equivaldría a cometer "un suicidio racial"). Del otro lado del Atlántico, Winston Churchill argumentó la esterilización obligatoria de cien mil "degenerados mentales" que ponían en peligro "a la nación y a la raza". El número cada vez más reducido de blancos que hay en el mundo y el desgaste de sus fundamentos para detentar la supremacía, hacen que se vuelva más difícil sostener estos crueles dogmas.
     Pero los retos a la autoridad nacional e internacional tendrían un efecto sobre la vida privada. Los cambios que he mencionado perjudican la estructura del clan. La familia rural era una unidad discreta, relativamente contenida. Los hijos eran una fuerza de trabajo que mantenía una relación vertical (patriarcal) con la madre (de manera intermedia) y con el padre (en última instancia). La vida urbana requiere menos hijos, una educación más intensa y extendida fuera del núcleo familiar, lazos horizontales en el trabajo y en las actividades recreativas de adultos con otros adultos, y de los jóvenes con otros jóvenes en el plano de la educación, el compañerismo y el entretenimiento. La enseñanza se prolonga más e incluye a un mayor número de personas. Como lo anota Hobsbawm, sólo en la década de los setenta "el número de universidades en el mundo llegó a más del doble." La cifra de estudiantes universitarios en Europa se incrementó de siete a nueve veces en España y en Noruega; y de cinco a siete veces más en Finlandia, Islandia, Suecia e Italia. Incluso en las naciones menos industrializadas, la cantidad se disparó. Antes de la Segunda Guerra Mundial, aun en países como Gran Bretaña y Alemania sólo la décima parte del 1% de la población asistía a la universidad. Ahora, los porcentajes en Ecuador, Filipinas y Perú son del 3.2, 2.7 y 2%, respectivamente.
     El tiempo que se invierte en la educación de los niños demora su ingreso a las relaciones horizontales con los trabajadores adultos, y prolonga el periodo que, para llenar un vacío, ha creado una "cultura juvenil". Ésta ya no constituye el mero tránsito de un punto a otro sino una parte muy extensa, y cada vez mayor, de la vida de una persona, que exige su propia medida de satisfacción. Cubrir este lapso de vida —con escuela, actividades, música, moda y diversiones— constituye un gran proyecto comercial. Las relaciones horizontales que se han formado en su interior ya alcanzan una proporción global, como quedó demostrado en 1968 cuando las ondas concéntricas del levantamiento estudiantil de París se expandieron a otros jóvenes alrededor del mundo. Además, la educación y las experiencias de la juventud ahora son tan diferentes a las de sus mayores que pueden revertir antiguos patrones de enseñanza y aprendizaje, pues a veces saben más que sus padres sobre los inventos y la tecnología modernos: mis hijos tienen que enseñarme a usar la computadora.
     Podría parecer contradictorio que el incremento de la población esté acompañado por un declive en la tasa de natalidad, pero sólo a primera vista. Como el número de niños que mueren al nacer es cada vez menor ya no es necesario asegurar la descendencia con muchos hijos. El costo de la vida urbana y el hacinamiento de las ciudades penalizan a las familias grandes. Resulta prohibitivo brindarle educación continua a un gran número de herederos. El mejoramiento en los métodos de anticoncepción y aborto hace más fácil limitar la cantidad de miembros de una familia. La falta de premura que ahora tienen las mujeres para embarazarse afecta su perspectiva y el papel que desempeñan dentro de la sociedad. Su labor consiste cada vez menos en tener y criar a sus vástagos, y cada vez más en ganar dinero suficiente para educar a los que ya nacieron. El debilitamiento de la autoridad patriarcal libera no sólo a los hijos, sino también exime a las mujeres de su estructura vertical.
     A principios de siglo se relegaba al sexo femenino de la política y de prácticamente todas las profesiones. Sus derechos de propiedad eran limitados y tenían pocas alternativas de equidad legal con los hombres. Su cambio de nivel, que se ha acelerado de manera dramática en los últimos treinta años, no tiene paralelo en la historia. Y alterar el sito que ocupan las mujeres es invadir el nexo más íntimo de la sociedad, su nódulo central: la relación entre marido y mujer, madre e hijo, hermana y hermano, trabajadora y colegas. La descolonización de la sociedad alcanza su nivel más potencialmente desorientador aquí, donde se reconstruye la naturaleza de la autoridad. A medida que las relaciones horizontales de los padres con sus semejantes gravitan con más libertad fuera de las actividades horizontales de sus hijos, hombres y mujeres buscan diversidad y distintas alternativas, lo que ha disparado los niveles de divorcio o de cohabitación sin matrimonio. En Inglaterra, entre 1960 y 1980, el número de rupturas se quintuplicó. En la década de los setenta, la mitad de los niños nacidos en los Estados Unidos vieron divorciarse a sus padres antes de cumplir 16 años de edad.
     Éstos son algunos de los cambios apreciables más evidentes que han ocurrido en los últimos cien años. Afectaron y se vieron afectados por los eventos del siglo: nuestras guerras e ideologías, religiones e ideas filosóficas, ocupaciones y fuentes de trabajo, artes y ciencias, modas y deportes. Pero, ¿cómo seguir con detalle las relaciones de todas estas cosas a través del tiempo? Aplicar un patrón único sería inexorablemente reductivo. Quizá pueda decirse lo mismo de un solo relato. Y, sin embargo, algunos escritores han intentado hacer una síntesis narrativa de este siglo. Otros, desesperanzados, han optado por un acercamiento analítico y abordan los diferentes aspectos del periodo de manera diversa. Pero aún otros, que en su mayoría intentan lograr un producto útil y comercial, se han limitado a reseñar el transcurso de los años que componen el siglo XX. –— Traducción de Laura Emilia Pacheco©The New York Review of Books

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