Una plaga envuelta en el enigma

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Frente al escandaloso robo de doce pinturas firmadas por Rufino Tamayo, cometido el 28 de enero en la galería Ramón López Quiroga de esta ciudad, varios datos resplandecen bajo la siniestra aureola del enigma. ¿Qué pretendía o pretendían los autores intelectuales del hecho? ¿Subestimaron la capacidad de las fuerzas de seguridad para recuperar el botín? ¿Se apoyaron en la lábil porosidad aduanal —en caso de intentar una “emigración” de las obras— y en la crónica lentitud que suele caracterizar a los operativos policiales? Si esto fuera así, la insólita eficacia puesta en práctica por la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal desarmó tales cálculos con una velocidad absolutamente meritoria: cuatro días después, el 1 de febrero, dicha institución recuperó los cuadros, aunque —hasta el momento en que se escribe esta nota— no logró atrapar a sus secuestradores.
     La sustracción de obras de arte en museos de todo el mundo data de muchos años atrás. Sin embargo, resulta probable que ese fenómeno se haya acentuado a partir del desmesurado valor adquirido por las obras durante la pasada década. Simultáneamente, la presencia del mercado desde aquel periodo, su vertiginosa intensificación, su modo de inmiscuirse “entre líneas” sobre las mismas formas que articulan al objeto estético, al punto tal que parece instituir, sin esforzar la metáfora, una pauta icónica más, redondea otro tipo de fenomenología. Y aquí surgen nuevas preguntas: los excedentes de capital, el exceso de liquidez, ¿ha contribuido a esta virulencia comercializadora? Siguiendo, por otra parte, en el espacio de los enigmas, he aquí otra interrogación que, inevitablemente, se introduce en un terreno de riesgo: ¿es posible que una porción de los narcodólares se movilice en subastas y otras esferas transnacionales de las obras de arte? Si así ocurriera, deberíamos concluir que aquellos negocios que circulan sobre espúreos ámbitos de sombras como el tráfico de armas y de drogas, presumiblemente involucran, a veces —por curiosas vías “legales” o desde la directa ilegalidad delictiva—, a los productos visuales.
     Queda, finalmente, un misterio no develado en el que perversamente se entremezclan realidad y pautas para una materia novelesca: ¿qué sucede con aquellos ladrones alentados por objetivos hedonistas?, ¿cuál es su mirada frente a la imagen robada como un amante al objeto del placer prohibido? Lo cierto es que, al margen de cualquier ficción, el mercado negro del arte, en sus diversos aspectos, conforma una plaga que se hace necesario, y urgente, combatir. –

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