Hasta hace poco Jian Ghomeshi, un exlocutor de la CBS y exmĆŗsico de rock, no era muy conocido fuera de CanadĆ”. Ahora me gustarĆa que hubiera seguido asĆ. Pero en septiembre del aƱo pasado decidĆ, como director de la New York Review of Books, publicar la historia de la vida de Ghomeshi despuĆ©s de que lo juzgaran en 2016 por cuatro acusaciones de agresiĆ³n sexual y por valerse de la asfixia para superar la resistencia de una vĆctima. Dijo que las tres mujeres en cuestiĆ³n habĆan participado en actos sadomasoquistas de forma voluntaria. Ellas dijeron que no, y mĆ”s de otras veinte hicieron alegaciones similares. El tribunal absolviĆ³ a Ghomeshi de las cuatro acusaciones por falta de pruebas suficientes. Meses despuĆ©s emitiĆ³ una disculpa pĆŗblica a una antigua compaƱera de trabajo a cambio de la retirada de otra acusaciĆ³n de agresiĆ³n sexual, y firmĆ³ un acuerdo por el que se comprometĆa a comportarse bien.
En lugar de ir a prisiĆ³n, el castigo de Ghomeshi fue que lo purgasen de la vida pĆŗblica. QuizĆ” se lo merecĆa. El abuso sexual es, como se sabe, difĆcil de demostrar ante un tribunal. QuizĆ” la deshonra pĆŗblica sea lo que se habĆa ganado. Pero como un nĆŗmero creciente de hombres ha tenido un destino similar, tras ser expuestos por distintas ofensas sexuales, algunas mĆ”s y otras menos graves que aquellas de las que se ha acusado a Ghomeshi, pensaba que habĆa que entender mejor su experiencia. El caso invitaba a plantearse preguntas sobre cĆ³mo se deberĆa castigar a la gente. El proceso legal es importante, despuĆ©s de todo. Una sentencia en prisiĆ³n tiene lĆmites. El fin de la deshonra pĆŗblica estĆ” abierto.
TambiĆ©n me intrigaba la historia de un hombre que lo tenĆa todo y lo perdiĆ³. Ghomeshi era una gran estrella mediĆ”tica en CanadĆ”. Ahora, en lo que al pĆŗblico se refiere, solo existe como villano online. AsĆ que publiquĆ© su versiĆ³n personal como parte de un dosier sobre hombres caĆdos en desgracia, que incluĆa un artĆculo sobre Jim Brown, la estrella de fĆŗtbol americano de raza negra que habĆa sido admirado como activista por los derechos civiles pero fue recientemente denunciado por haberse comportado de forma violenta con varias mujeres.
SabĆa que era provocador y esperaba crĆticas, pero la ferocidad de la reacciĆ³n me sorprendiĆ³. Nos acusaron de promocionar a un violador. Se hizo un escrutinio de mis propios textos periodĆsticos, escritos a lo largo de varias dĆ©cadas, en busca de pruebas de que yo era un misĆ³gino. Circularon peticiones online que exigĆan que me despidieran de mi trabajo. Las editoriales universitarias amenazaron con retirar sus anuncios. TambiĆ©n di una torpe entrevista por telĆ©fono a Slate, donde dije de Ghomeshi: āDe la naturaleza exacta de su comportamiento ācuĆ”nto consentimiento huboā no tengo ni idea, y tampoco es realmente lo que me importa.ā QuerĆa decir que lo que me importaba sobre todo es lo que ocurriĆ³ despuĆ©s, pero se leyĆ³ como si no me importara lo que les habĆa pasado a las mujeres, lo que atizĆ³ el fuego todavĆa mĆ”s. El resultado fue que el dueƱo de la revista decidiĆ³ que debĆa marcharme.
Algunas de las crĆticas al artĆculo de Ghomeshi tenĆan sentido. Yo deberĆa haber insistido en que diera mĆ”s detalles sobre las acusaciones que se habĆan presentado contra Ć©l. OmitiĆ³ seƱalar que habĆa causado lesiones, cuando existen informes de una mujer que sufriĆ³ una fisura en una costilla, y no mencionĆ³ el gran nĆŗmero de ellas que lo habĆan acusado. Yo tambiĆ©n podrĆa haber aclarado que nuestra intenciĆ³n no habĆa sido exonerarlo, y mucho menos disculpar la violencia contra las mujeres: esto lo di por sentado, como otros dos editores que trabajaron meticulosamente en el artĆculo. No deberĆa haberlo hecho. Las voces de sus acusadoras deberĆan haber sido tenidas en cuenta, como respuesta a sus evasiones. Los subterfugios de Ghomeshi lo hacĆan menos convincente como vehĆculo para debatir asuntos de crimen y castigo.
A pesar de esos errores editoriales, y de una entrevista que hice con mal criterio y que fue luego amplificada por las redes sociales, creo que su historia era una contribuciĆ³n importante a una discusiĆ³n que merece la pena tener. Para algunos de mis crĆticos, sin embargo, el contenido del texto no era el asunto principal. Antes de que se publicara la pieza, desde la oficina se filtrĆ³ la noticia a un bloguero partidario, y la tormenta de Twitter, sobre todo desde CanadĆ”, se convirtiĆ³ en un huracĆ”n. El argumento de los crĆticos era que una figura como Ghomeshi no tenĆa derecho a escribir su versiĆ³n personal en una prestigiosa revista liberal. Se habĆa roto un gran tabĆŗ moderno. La transgresiĆ³n no consistĆa en que se defendiera una visiĆ³n particular, sino que se escuchara a una persona acusada de agresiĆ³n sexual. No era un asunto que pudiera debatirse. Un miembro del equipo editorial me recordĆ³ que #MeToo era un movimiento y que al publicar el artĆculo habĆamos cometido un error. No necesitĆ”bamos matices, me dijeron; el matiz se consideraba una forma de complicidad.
Yo no estaba de acuerdo con algunas personas de mi equipo, que se habĆan manifestado en contra de publicar el texto. Desde mi punto de vista, un editor no deberĆa tener miedo de publicar artĆculos sobre temas controvertidos; el trabajo consiste en hacer pensar a la gente. En los campus estadounidenses se habla mucho de la necesidad de evitar opiniones, o incluso obras literarias, que podrĆan hacer que los alumnos se sintieran incĆ³modos. Pero cierto grado de incomodidad puede ayudar a que la gente tenga en cuenta puntos de vista poco familiares o heterodoxos, algo que normalmente es saludable. La transgresiĆ³n no era que se defendiera una opiniĆ³n particular, sino que se escuchara a una persona acusada de agresiones sexuales.
De hecho, la NYRB, que nunca fue una revista que siguiera un movimiento particular, habĆa publicado antes a escritores que se comportaban violentamente. Un asesino llamado Jack Abbot, promovido por Mailer, publicĆ³ su obra en la revista cuando estaba en prisiĆ³n en la dĆ©cada de 1980 y matĆ³ a un hombre en cuanto saliĆ³. Esto causĆ³ un escĆ”ndalo considerable, en particular porque Mailer habĆa defendido su liberaciĆ³n. Algunos lo veĆan como una consecuencia de una ingenua tolerancia liberal, y otros consideraban la admiraciĆ³n por Abbott como una forma de machismo literario. Pero ni siquiera en ese caso se despidiĆ³ a un editor. Se podrĆa decir, por supuesto, que los tiempos han cambiado. TambiĆ©n se podrĆa decir que Mailer, y posiblemente Abbott, eran mejores escritores que Ghomeshi. No creo que Ghomeshi sea un maestro del estilo. Pero la calidad de la prosa de una persona no deberĆa determinar el carĆ”cter moral del escritor. Y el carĆ”cter moral, a su vez, no deberĆa ser lo Ćŗnico que determinase si una persona deberĆa o no ser publicada.
Al pensar en gente que ha caĆdo en desgracia āde nuevo, a menudo por muy buenas razonesā es difĆcil evitar utilizar el lenguaje religioso. La forma de escapar a la ignominia moral es ser redimido. Pero la redenciĆ³n se obtiene a travĆ©s de la confesiĆ³n, la reflexiĆ³n sobre uno mismo y la disculpa. Por eso la gente atrapada en una historia de mal comportamiento sexual emite a menudo inmediatamente una, con frecuencia bastante inconsistente: āSi he ofendido a alguienā¦ā, etc. Yo era solo un ofensor vicario, por asĆ decirlo. Sin embargo, un editor importante de una famosa revista liberal de Nueva York (no la NYRB) me aconsejĆ³ que escribiera una disculpa, para que sus āeditores jĆ³venesā me permitieran seguir colaborando.
El consejo era bienintencionado, y me lo tomĆ© en serio. Pero decidĆ que una disculpa serĆa una respuesta equivocada, por la siguiente razĆ³n: las disculpas son la reacciĆ³n tradicional a una transgresiĆ³n moral, cuando se comete una ofensa que produce daƱo. Una razĆ³n por la que las peticiones de disculpas son ahora tan frecuentes es que sentirse ofendido se ha convertido en una reacciĆ³n comĆŗn frente a cualquier cosa con la que no estemos de acuerdo. Esto puede plantear dificultades especiales al editor de una revista liberal. HabĆa objeciones vehementes al artĆculo de Jim Brown, por ejemplo. Tras retirarse del deporte en los aƱos sesenta, el exfutbolista, mientras proseguĆa con su activismo polĆtico, llevĆ³ una vida bastante disoluta como estrella del cine de segunda fila en Hollywood. Una persona de la redacciĆ³n denunciĆ³ una descripciĆ³n irĆ³nica de su vida festiva como āuna celebraciĆ³n de la condiciĆ³n de vĆctima de las mujeresā. PodrĆa āofender a nuestros lectoresā. Cuando dije que nuestra funciĆ³n no era proteger a nuestros lectores de posibles ofensas, respondieron que esa era exactamente la que debĆa ser nuestra funciĆ³n.
Las disculpas no son siempre suficientes para terminar con el ostracismo social y profesional. QuizĆ” ese sea el motivo por el que solo desempeƱan un papel pequeƱo en la ley occidental. Las sanciones deben definirse de forma mĆ”s tajante y tener lĆmites claros. La peticiĆ³n de disculpas en nuestra cultura actual tiene mĆ”s que ver con la forma en que se practica la ley en paĆses de Asia Oriental, con una tradiciĆ³n confuciana, donde las disculpas y las confesiones escritas tienen una funciĆ³n importante. No basta con sufrir una pena material; el acusado debe demostrar que se ha arrepentido. Se pide una transformaciĆ³n interior. Algo asĆ ocurre hoy en Occidente, especialmente en Estados Unidos. El debate sobre la raza, como seƱalaba el acadĆ©mico afroamericano John McWhorter en un nĆŗmero reciente de The Atlantic, ha asumido un tono casi religioso. Los blancos solo pueden tener āabsoluciĆ³n moralā, segĆŗn sus palabras, si admiten eternamente su privilegio blanco, como una forma del pecado original. La validez de las opiniones debe controlarse cuidadosamente. Las opiniones consideradas āproblemĆ”ticasā se denuncian rĆ”pidamente como formas de blasfemia. Lo que sucede con el antirracismo tambiĆ©n se puede aplicar a los movimientos contra el sexismo o cualquier otra forma de prejuicio odioso. Un cambio en el comportamiento exterior no es suficiente. O, mĆ”s bien, la gente asume que el comportamiento solo cambiarĆ” cuando se haya producido una transformaciĆ³n interna. Sospecho que hay un fuerte elemento protestante en esto. La confesiĆ³n pĆŗblica es una tradiciĆ³n tĆpicamente protestante; los catĆ³licos prefieren la intimidad del confesionario. McWhorter es escĆ©ptico ante esta forma religiosa de activismo. āDepende de fingir reivindicaciones de daƱo, de magnificar la indignaciĆ³n a modo de desencadenante, y de fomentar una perspectiva maniquea de la humanidad, de ellos contra nosotros, que parece sacada de El seƱor de las moscas.ā Hay otro riesgo, tambiĆ©n, cuando la superioridad moral supera todas las demĆ”s preocupaciones, especialmente en la vida intelectual y polĆtica. Puede reprimir la libertad de expresiĆ³n.
Hace unos doce aƱos, la activista somalĆ holandesa Ayaan Hirsi Ali se convirtiĆ³ en la catalista de un acalorado debate sobre cĆ³mo debĆamos debatir en torno al islam. A su juicio, Occidente estaba en guerra con el islam. El terrorismo no solo explotaba la religiĆ³n; estaba en el centro. EscribiĆ³ el guion de un cortometraje, titulado SumisiĆ³n, que dirigiĆ³ Theo van Gogh y muchos musulmanes consideraron blasfemo. En parte como resultado de esta pelĆcula, Van Gogh fue asesinado por un extremista islamista. EscribĆ un libro sobre el tema, Asesinato en Ćmsterdam. Los defensores de Hirsi Ali argumentaban en aquel momento que la libertad de expresiĆ³n no podĆa existir sin el derecho a ofender. Llegaron a compararla con Voltaire, que, como es bien sabido, ridiculizĆ³ a la Iglesia catĆ³lica. Aunque yo sentĆa simpatĆa hacia Hirsi Ali, tenĆa algunas reservas hacia su absolutismo moral (āla guerra contra el islamā), por las que fui muy criticado. Mi libro se leyĆ³ como una defensa del terrorismo islĆ”mico. Como sucede en la fase actual de polarizaciĆ³n extrema, el āmatizā tendĆa a desaparecer de la discusiĆ³n: o estabas a favor de Hirsi Ali o eras un enemigo de la libertad de expresiĆ³n. Pero esto dejaba de lado algunos puntos importantes. En primer lugar, Voltaire desafiaba una de las instituciones mĆ”s poderosas de Francia. En Occidente, los musulmanes son una minorĆa vulnerable. La libertad de expresiĆ³n se reivindica a menudo como un derecho de los poderosos para maltratar a los dĆ©biles. DespuĆ©s de todo, La Libre Parole (āLa palabra libreā) era el tĆtulo de uno de los periĆ³dicos franceses mĆ”s antisemitas en la Ć©poca del juicio a Dreyfus. Otra cosa que muchos comentaristas no llegaron a reconocer fue la distinciĆ³n entre ofensivo e insultante. Lo primero puede ser consecuencia de una opiniĆ³n honesta que algunos pueden juzgar ofensiva. Lo segundo es un acto hostil. La ofensa se toma. El insulto se da. No hay excusa para el insulto en el discurso civilizado. Pero a veces la ofensa es inevitable. Algunos de los mĆ”s famosos escritores y crĆticos āpor ejemplo, Christopher Hitchens o Gore Vidal, dos autores que publicaban en la NYRBā eran a menudo ofensivos. AdemĆ”s, la libertad de expresiĆ³n nunca puede ser absoluta. Demasiadas cosas dependen de quiĆ©n dice quĆ©, cuĆ”ndo y a quiĆ©n. La cortesĆa comĆŗn tambiĆ©n pone lĆmites a lo que decimos y en quĆ© circunstancias. Los miembros de una minorĆa pueden hacer bromas sobre sĆ mismos mĆ”s fĆ”cilmente que los que no pertenecen a ella. Un novelista o un cineasta puede expresar el lado oscuro del comportamiento humano de formas vedadas para un diplomĆ”tico o un rector, al menos en pĆŗblico.
Algo que hace que nuestro tiempo sea tan perturbador es que las reglas habituales de la vida pĆŗblica ya no funcionan. El presidente de Estados Unidos puede pronunciar o tuitear insultos tanto como quiera, mientras que los monologuistas cĆ³micos tienen que respetar estĆ”ndares tan elevados que la ofensa, no digamos el insulto, puede acabar con una carrera.
ĀæDĆ³nde deja eso al editor de una revista? ĀæY quĆ© lecciĆ³n deberĆamos extraer de la tormenta sobre el artĆculo de Ghomeshi? Un editor de una publicaciĆ³n seria no estĆ” tan constreƱido por las reglas sobre lo que es apropiado como lo estĆ” un polĆtico, pero debe ser algo mĆ”s cauteloso que un cĆ³mico. Yo me hice adulto a finales de la dĆ©cada de 1960, cuando algo de provocaciĆ³n no era solo mĆ”s permisible que ahora sino que se consideraba una virtud (era la Ć©poca en que la NYRB publicaba instrucciones sobre cĆ³mo preparar un cĆ³ctel molotov; un error de juicio que fue rĆ”pidamente reconocido incluso entonces).
La influencia de las redes sociales ha complicado enormemente la vida intelectual, y por tanto las decisiones editoriales. Hace mucho que la NYRB es cĆ©lebre por sus cartas, donde los famosos e incluso los infames intercambian opiniones con una ferocidad que ha entretenido a generaciones de lectores. En parte se trataba de pavoneo acadĆ©mico y exhibicionismo literario, pero tambiĆ©n era debate genuino. Como todas las publicaciones serias, los editores filtran la malicia gratuita y las meras estupideces. Esto no es cierto en el ecosistema de Twitter, que es a menudo ad hominem, intimidante y enloquecido. El resultado es que el debate puede ser suprimido, porque la gente teme la ira de la masa. Al publicar el artĆculo de Ghomeshi, malinterpretĆ© la fuerza del Zeitgeist y caĆ en la trampa que magnificaba la indignaciĆ³n. Reconozco que deberĆa haber tenido mĆ”s cuidado con la ediciĆ³n. Pero todavĆa creo que la intensidad de la reacciĆ³n ha sido alarmante y perjudicial para la libertad de expresiĆ³n. Los editores deberĆan poder correr riesgos. La denuncia, en vez del debate, producirĆ” una especie de conformidad temerosa. El Zeitgeist cambia. Silenciar a gente que no nos gusta harĆ” que a otros les resulte mĆ”s fĆ”cil callar a la gente que nos gusta. ~
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TraducciĆ³n del inglĆ©s de Daniel GascĆ³n.
Publicado originalmente en el Financial Times.
(La Haya, 1951), ensayista y colaborador habitual de The New York Review of Books. Es autor de Asesinato en Ćmsterdam (Debate, 2007), entre otros libros.