En septiembre de 2015 Presidencia de la República anunció que presentaría una iniciativa para crear la Secretaría de Cultura, la cual se discutió y aprobó en el Congreso. El 17 de diciembre se publicó el decreto que la materializa. La nueva secretaría englobará el conjunto de instancias culturales federales. Además, el inba y el inah dependerán jerárquicamente de la Secretaría de Cultura, aunque se regirán por sus respectivas normativas. Transformar el Conaculta en una Secretaría de Cultura ha sido un tema largamente discutido por la comunidad cultural; aunque ya concretado genera reacciones antagónicas. Para algunos (entre los que me cuento), la creación de una secretaría resulta, al menos en teoría, pertinente, pues otorga personalidad jurídica y mayor margen de maniobra política a la gestión de la cultura, brinda la oportunidad de clarificar atribuciones al interior del aparato cultural y abre una posibilidad para compactar y hacer más eficientes las actividades en la materia. Quienes se oponen a la nueva entidad esgrimen, entre otros argumentos, que se desvinculan las tareas de educación y cultura; que se abren ventanas para buscar la privatización de la cultura y la dilapidación del patrimonio, que es ilógico aprobar primero la nueva secretaría antes que la ley que la encauce y que se busca desmantelar los logros laborales del sector.
Por lo pronto, aun no hay elementos para respaldar categóricamente ninguna de las dos posturas, pues falta el diseño institucional concreto del ente que regirá la materia, así como la eventual integración y modernización del marco legal vigente. El reglamento, a publicarse en el transcurso de abril, habrá de disponer las formas de coordinación interinstitucional, la relación con estados y municipios y la operación cotidiana de la nueva secretaría. Al mismo tiempo, se ha señalado la necesidad, y se supone que las cámaras del Congreso están trabajando en ello, de elaborar una ley general de cultura que actualice e integre disposiciones dispersas y establezca las directrices generales de la actividad.
La eventual ley constituiría un paso lógico para dar sentido a la reforma jurídico-administrativa y su fin principal debería ser eliminar los resquicios para el manejo discrecional y patrimonialista de la cultura y buscar una política de Estado, con bases normativas claras, objetivos progresivos, programas sostenibles en el tiempo, metas cuantificables y rendición de cuentas. Para definir esta política es importante, por supuesto, la participación de empresarios de la cultura, expertos, grupos sociales y figuras con liderazgo dentro de los gremios artísticos; sin embargo, estas formas de consulta (que son indispensables, pero también pueden generar visiones parciales y presiones) deben complementarse y contrastarse con mapas de conjunto, derivados de instrumentos técnicos y estadísticos como los registros de patrimonio cultural, las estimaciones del impacto de la cultura en la economía, encuestas de hábitos y prácticas culturales, análisis sobre el mercado de la cultura y estudios sobre las diversas audiencias, entre otros.
De entrada, la acepción operativa de cultura que se adopte será significativa: una noción demasiado estrecha puede ser excluyente y regresiva; una demasiado amplia, demagógica e inmanejable conduciría a la dispersión de recursos y esfuerzos. (Porque lo que entra en el reino de la cultura entra también en los terrenos del presupuesto.) Por eso, deben evaluarse adecuadamente los equilibrios e interconexiones entre bellas artes y culturas populares, de masas y emergentes; entre intervención estatal y participación ciudadana, entre conexión con el pasado y promoción de nuevos productos y plataformas, entre formas ampliamente compartidas de identidad y respeto a la diversidad y las minorías.
Las funciones de una secretaría cambian poco con respecto a su antecesora: preservar el patrimonio, promover la oferta y distribución adecuada de recursos y productos culturales; fomentar la diversidad cultural; estimular el funcionamiento correcto del mercado cultural y crear nuevos públicos para la cultura.
En lo que atañe a la preservación del patrimonio cultural, en la medida en que la definición de la secretaría, y la eventual ley, atenúe los problemas de indefiniciones jurídicas sería posible avanzar en las tareas desesperantemente lentas y burocráticas de regularizar el registro, protección y promoción del patrimonio y buscar criterios que equilibren su preservación, sin paralizar el desarrollo económico.
Por lo demás, es necesario crear y mantener infraestructura y oferta adecuada para audiencias sumamente heterogéneas desde los sectores que tradicionalmente han estado marginados hasta los públicos, principalmente urbanos, que se inician en el consumo cultural con nuevas plataformas tecnológicas pasando por las numerosas expresiones y demandas particulares propias de una sociedad multicultural.
Un aspecto fundamental consiste en estimular el mercado cultural mediante esquemas transparentes de alianzas público-privadas, así como de mejores incentivos para las empresas culturales, particularmente pequeñas y medianas. La relación del Estado cultural con el mercado requiere equilibrios delicados: hay aspectos que es conveniente preservar e incentivar más allá de su rentabilidad inmediata porque son una forma de mantener la diversidad para futuras generaciones (bellas artes, patrimonio, expresiones nuevas y exigentes), mientras que hay otros en los que la autoridad simplemente debe ser un promotor y garante de la competencia.
En cuanto a los patrocinios y becas otorgados, pese a los avances, se requiere un continuo compromiso con la transparencia de los colegiados que deciden estos apoyos (haciendo accesibles prácticamente todas las fases de los procesos), así como la verificación de que esta inversión creativa reditúe en obras.
Otro reto será compactar tareas, evitar duplicaciones y hacer más eficientes los procesos, sin vulnerar los derechos adquiridos de los trabajadores. La capacidad de negociación y los incentivos pueden ser fundamentales para reasignar funciones y extender con los mismos los alcances de la política cultural y su derrama social.
Es obvio que, a diferencia de las políticas culturales del pasado, ya no puede pensarse en una sola noción de cultura redentora, sino en un flujo dinámico y cambiante de expresiones y actividades, en mundos culturales contrastantes y en diversas identidades. Los desafíos son amplios y van desde consensos mínimos en torno a la noción de cultura hasta las minucias administrativas del diseño del organigrama. Todo ello debe aterrizar en una entidad y una normativa que facilite el acceso a recursos culturales que permitan conectar con la tradición; abrir perspectivas intelectuales y vitales y ahondar los sentimientos tanto de pertenencia y solidaridad como de singularidad de los ciudadanos. En fin, una sola secretaría y muchos dilemas. ~
(ciudad de México, 1964) es poeta y ensayista. Su libro más reciente es 'La pequeña tradición. Apuntes sobre literatura mexicana' (DGE|Equilibrista/UNAM, 2011).