Fotografía: Nicolás Echevarría

V. John H. Elliott o el dominio del mar Atlántico

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El estudio de Sir John Huxtable Elliott está presidido por uno de los retratos que Diego Velázquez le hiciera al conde-duque de Olivares, el famoso valido del rey Felipe IV. Ese es el único detalle que llama la atención a quien entra en la cálida y bien ordenada habitación donde trabaja, en Oxford, uno de los profesores más distinguidos del Reino Unido. Hemos venido a entrevistarlo, el cineasta Nicolás Echevarría y yo, sobre la historia del Nuevo Mundo pues a la hora del Bicentenario de lo que Elliott quizá preferiría llamar la desintegración del imperio español en América es imposible no contar con él.

La conversación duró más de tres horas, sólo interrumpida por el café en el invernadero que nos ofrecieron nuestros anfitriones a la luz del sol de invierno. Todo se planeó con antelación: a Elliott se le enviaron previamente las preguntas por correo electrónico y cuando empezó la charla me di cuenta de que se apoyaba en sus propias respuestas escritas. La tarde anterior nos pidió que lo visitáramos durante unos minutos para cerciorarse de que las condiciones para la filmación fueran las adecuadas. Y pese a todos esos prolegómenos, la entrevista fluyó naturalmente pues la cordialidad aparecía para recompensar el orden; el rigor, la elegancia, tal como lo corroboro leyendo los testimonios de los discípulos de Elliott en Cambridge, en Londres, en Princeton, en Oxford.

Una vez establecido el derrotero, Elliott se conduce más con las providencias del administrador de un imperio que con las libertades de un navegante. No me extraña que su libro mayor (El conde-duque de Olivares / El político en una época de decadencia, 1986), un monumento de biografía, esté dedicado, precisamente, a un universitario, un funcionario y un cortesano sin el cual el lado de acá no hubiera sido el mismo.

Todo el mundo atlántico parece estar bajo el control de Elliott y en ello hay algo más que un símil: la conversación que él guía refleja su obra entera y va desde las tierras con las que acaso se toparon los vikingos antes que Colón hasta el Cabo de Buena Esperanza, pasa por Sevilla, Veracruz, Cartagena, La Habana y, tras tocar varios puntos del África occidental, va a dar al Río de la Plata y aún más al sur. Se interna, por supuesto, en tierra firme: Tenochtitlán, Filadelfia, Lima. A lo largo de los tres siglos y medio que Elliott gobierna, de 1492 a 1830, aparecen no sólo los previsibles personajes estelares –Colón, los Reyes Católicos, Cortés, Moctezuma, Carlos V y los Felipes, la reina Isabel, el cardenal Richelieu– sino una lujosa corte de caracteres secundarios que el lector verá pasar de lejos a lo largo de esta entrevista y podrá mirar de frente a través de la bibliografía de Elliott, el hombre que, se dice, ha hecho para el mundo atlántico lo que Fernand Braudel para el mar Mediterráneo. El mundo de Elliot tiene, empero, un centro: España.

Nacido en Reading, Inglaterra, el 23 de junio de 1930, Sir John –hecho caballero por la reina en 1994– es el hispanista que decidió reanudar el amorío entre los ingleses y España en el momento más inoportuno, cuando del régimen de Franco se huía como de la peste y acercarse a la península ibérica había dejado de ser una aventura lírica. Fue, digámoslo así, de la periferia al centro, de Portugal y Cataluña al corazón del imperio, especializándose en el siglo xvii y debutando con La rebelión de los catalanes, 1598-1640, título cuya estricta seriedad académica les dijo más a los catalanes de principios de los años sesenta del siglo xx de lo que Elliott admitiría. A ese clásico del hispanismo lo acompañó, también en 1963, La España imperial, 1469-1716, además de una serie de tratados entre los que destaca España y su mundo, 1500-1700 (1990) y España, Europa y el mundo de ultramar, 1500-1800 (2010). Elliott habla y escribe un español casi perfecto y cuida con especial atención las versiones castellanas de su obra.

La misión de Elliott ha sido, valga la redundancia, histórica: reincorporar a España, contra la voluntad pretérita y contemporánea de tantos españoles de casi todos los partidos, a Europa, a la historia europea. Ha desechado Elliott la vieja, persistente y perniciosa idea de que el temperamento español (sea quijotesco o sanchesco, mágico o recontracatólico, integrista o invertebrado, macizo o multicultural) es incompatible con la modernidad. Ni lo es ni lo fue, dice Elliott. El fracaso de España, su ausencia de la Ilustración, aquella decadencia de los pueblos peninsulares, la derrota de 1898 cantada por los ensayistas y los poetas, se debió a un exceso no de religión ni de irreligión sino de historia. El imperio español, para decirlo vulgarmente, se murió de éxito. Y las guerras de independencia de México y del resto de las repúblicas latinoamericanas se retrasaron hasta 1821, y más alla, debido no a la debilidad sino al poderío de un imperio español capaz de posponer aquello que los ingleses, una generación atrás, no pudieron posponer. De ser así, el origen de los Estados Unidos (la medida, la ilusión y la desgracia de todos los latinoamericanos) sería aún más inquietante.

La España democrática ha recompensado el celo europeísta del historiador con el Premio Príncipe de Asturias en 1996. Pero de los honores que la monarquía española le ha concedido a este súbdito británico (cuya cátedra en Oxford es provisión directa de la Corona), creo que Elliott debe sentirse particularmente encariñado con la llave del Museo del Prado que significa su asiento como miembro de la comisión de planificación de la pinacoteca.

Más allá de Un palacio para el rey –el estudio del Palacio del Buen Retiro publicado en 1980 en colaboración con Jonathan Brown– y de España, Europa y el mundo de ultramar, 1500-1800, libros que colman la fascinación artística de Elliott, algo hay que decir, para terminar esta semblanza, del Nuevo Mundo, de la parte mexicana de la historia universal. Al rechazar el excepcionalismo español, Elliott nos ayuda a combatir su secuela y su parodia, el excepcionalismo latinoamericano. Para él, tal cual lo ilustran los mapas de Imperios del mundo atlántico (2006), ambas partes del mundo en el siglo xvi, eran equivalentes: en la visión elliottiana lo mejor del mundo siempre ha sido global. El descubrimiento de América y la Conquista de México, de la que nos habla con detalle, fueron acontecimientos mundiales. El azar y la locura de la historia, elementos con los que un antideterminista como Elliott juega y juega mucho, hicieron el resto, convertir en nacionalistas, primero que nadie, a los historiadores. Pero a Elliott le entusiasma el giro que ha tomado la historiografía mexicana en los últimos años. Ello no me lo dijo a mí sino a Antonio Domínguez Ortiz, en una carta que este último cita en su prólogo a España, Europa y el mundo atlántico / Homenaje a John H. Elliott (2002). Le dijo John H. Elliott al finado historiador sevillano que los viejos mitos de la historia oficial mexicana estaban en decadencia. Ojalá y así sea.

 

 

El encuentro entre el Viejo y el Nuevo Mundo es uno de los grandes temas de su obra, motivo de un permanente ejercicio de comparación, a tal grado que se habla, gracias a usted, de una historia del mundo atlántico que va del centro a la periferia y de la periferia al centro. ¿A lo largo de sus cincuenta años como historiador cómo ha cambiado la percepción del Descubrimiento y de la Conquista?

Se ha puesto de moda últimamente la historia atlántica, y es importante que así sea: ver y mirar las dos orillas del Atlántico, incorporar la historia de Europa, del occidente de África y de las Indias dentro de un conjunto. Pero este nuevo enfoque atlántico ha sido más importante para estudiar la colonización que el Descubrimiento o la Conquista, puesto que la historia del Descubrimiento siempre se ha puesto dentro de un contexto atlántico.

El aniversario en 1892 del Descubrimiento de América por Colón fue una conmemoración muy triunfalista en la que sólo se exaltó la superioridad europea, el triunfo de sus principios racionalistas, de su ciencia, de su tecnología. Ahora, si uno se traslada al aniversario de 1992 se aprecia una diferencia enorme: la imagen de Colón perdió mucho de su esplendor y aparece como una figura emblemática de la avaricia, la codicia, la arrogancia de los europeos y de su imperialismo. Eso se debe, en gran parte, al rechazo del colonialismo durante la segunda mitad del siglo xx, un rechazo que en Europa aparece revestido de un afán de inculparse por tantos siglos de dominación. Ese nuevo enfoque cambia mucho nuestra percepción de lo que pasó a finales del siglo xv y principios del xvi. Pero al mismo tiempo creció el interés por lo que Miguel León-Portilla llamó hace cincuenta años “la visión de los vencidos”. Siempre ha imperado la visión de los vencedores y ha sido mucho más difícil descubrir, identificar e interpretar la visión de los vencidos, posiblemente por falta de documentación.

El gran acierto de estos últimos años ha sido una cierta recuperación de cómo se miraba en las Indias, en México, en el Perú, a los invasores. Es difícil interpretar las pruebas que tenemos, porque mucho no quedó escrito; había un tipo de escritura en México, pero no en el Perú. Muchos códices son de una época posterior y hay que fijarlos, lo cual da lugar a muchas dificultades de interpretación. Pero a pesar de todo ahora tenemos una visión más equilibrada. El reto actual es cuidarse del peligro del sentimentalismo ante los conquistados y lograr un equilibrio entre la visión de los vencedores y la de los vencidos.

 

Usted ha trabajado mucho en ese equilibro. En Imperios del mundo atlántico compara los diferentes tipos de conquista: la conquista del Caribe y de México a principios del siglo xvi con la ocurrida casi un siglo después, la conquista inglesa de lo que serían los Estados Unidos. A su vez, usted subraya su lugar en el tiempo, discute la noción que distingue a una y otra en tanto “empresa de conquista” y “empresa de comercio”, rechaza por poco convincente la diferenciación, de Clive Belith, entre el erizo español y el zorro inglés, pero al fin de cuentas acepta usted la idea de David Hume sobre que los españoles, ingleses, portugueses y holandeses se distinguen hasta en el trópico. En resumen, ¿es el tipo de cristianismo, el católico y el protestante, la diferencia esencial entre una y otra empresa?

No es cierto que acepte la distinción que hace David Hume entre la importancia primordial de la cultura sobre el medio ambiente, culture versus nature. No estaba intentando hacer eso en mi libro sobre los imperios del mundo atlántico. Traté de demostrar que hay una tensión permanente entre medio ambiente y cultura porque el ambiente pudo reforzar las ideas culturales con que aparecieron los europeos. Tomemos por ejemplo el caso de los conquistadores españoles, quienes, gracias a la reconquista de la península ibérica, llegaron con una visión de la riqueza como botín, tributos y metales preciosos. Descubren lo que esperaban descubrir, y ello refuerza las actitudes y la mentalidad de los españoles de finales del siglo xv. Los ingleses arribaron al norte del continente con una visión semejante, pero no encontraron en Virginia ni minas ni grandes poblaciones de indios. Tuvieron que abandonar hasta cierto punto la búsqueda del oro, de la plata y de los tributos para explotar la tierra por su propia cuenta y sólo más tarde con la ayuda de los esclavos negros importados. Ello reforzó la mentalidad inglesa del siglo xvi y xvii en favor del trabajo duro de los colonos. En ambos casos influye mucho el ambiente, al reforzar ciertas tendencias en una sociedad en lugar de otras, y eso trato de demostrar en el curso de mi libro: que no todo es cuestión de cultura o de ambiente sino el resultado de esa interacción.

Usted ha hablado de la cuestión religiosa, del protestantismo y el catolicismo, y del impacto de estas diferencias religiosas sobre la colonización. Es fundamental la religión, pero tal vez no en la manera en que se le ha descrito tradicionalmente. Se ha hablado mucho de la visión de Max Weber, de la ética protestante del trabajo que ha dado a las sociedades protestantes un concepto distinto de la riqueza y de los grandes proyectos empresariales que impulsaron a las nuevas sociedades de América del Norte. Pero en el caso de las Indias españolas, si uno mira a Hernán Cortés, tenemos a un empresario con plantaciones de azúcar y grandes proyectos para el comercio en el Pacífico. No hay falta de capacidad empresarial en esa primera generación de conquistadores y pobladores de las Indias. Pero debido a la riqueza minera y al enorme tributo otorgado por la población indígena se impuso, durante la segunda y la tercera generación de colonizadores, ese concepto de vivir de sus rentas en lugar del trabajo duro. En las Indias españolas la explotación de las minas entre los siglos xvi y xviii impresiona por la capacidad empresarial que conllevó.

El catolicismo, a pesar de sus luchas internas, fue y siguió siendo una religión en el fondo monolítica, y eso lleva naturalmente a la conformidad y a la uniformidad impuestas, además, por la censura y la Inquisición. En cambio, el protestantismo tiene una tendencia a fragmentarse y esa fragmentación, donde una iglesia protestante no consigue imponerse, lleva por fuerza a una aceptación de la tolerancia como necesidad. Es fundamental la importancia del pluralismo en las sociedades protestantes del norte de América. Ninguna de esas religiones, ni la anglicana ni la congregacionalista de los puritanos, pudo imponerse. El resultado fue un pluralismo religioso que condujo también a un pluralismo en la manera de pensar y de vivir. En cualquier sociedad, el pluralismo trae consigo mayores posibilidades de creatividad y de renovación dinámica en comparación con la uniformidad de una sola iglesia que se impone en todo.

 

Junto a la fragmentación y el pluralismo, es muy sugerente su comparación entre Cortés y Christopher Newport, entre la confederación que encabezaba Moctezuma y su versión a escala, los dominios algonquinos de Powhatan. En México (o el Perú) tendemos a pensar desde una suerte de etnocentrismo mesoamericanista, despreciando un poco el otro mundo indígena, el propiamente norteamericano. Es frecuente comparar el destino de los imperios inca y azteca, mientras que rara vez se contrasta el mundo indígena mesoamericano con el universo, tan diverso, de los indios norteamericanos. ¿Qué elementos deben considerarse en esa comparación que, quizá, va más allá de las habituales diferencias de desarrollo entre ambas civilizaciones?

En el sur de los actuales Estados Unidos había civilizaciones muy parecidas a la de los mexicas. Hubo grandes centros ceremoniales, como en Kaokia, cerca del río Mississippi. La civilización mesoamericana se extiende hacia el norte, eso se olvida muchas veces. Al mismo tiempo, cuando uno llega más al norte, no se cultiva con tanta facilidad el maíz, y por lo mismo es inevitable la existencia de sociedades más dedicadas a la caza, más móviles, nómadas, que abandonan sus pueblos cuando se agota la tierra y van a otros sitios y ahí empiezan de nuevo a renovar la tierra. Estas sociedades, en la visión de los conquistadores y de los europeos de los siglos xvi y xvii, no eran tan civilizadas como las de los Andes y del centro de México, pero gracias a su capacidad de adaptarse a la ecología formaron sociedades igualmente interesantes y coherentes que las de los grandes imperios.

Se olvida comparar a las grandes civilizaciones del centro de México y a los incas con los otros indios en las Indias españolas. Es mucho más dramático describir la caída de los grandes imperios, de civilizaciones centralizadas. Pero uno tiene que pensar que la conquista de Yucatán duró décadas porque, a pesar de ser muy sofisticada, no fue la maya una civilización centralizada, y por esa razón fue mucho más difícil conquistarla que a los mexicas y al resto de las tribus del centro. Y los españoles también tuvieron sus indios bárbaros, como los mapuches de Chile o los chichimecas en el norte de México. Los indios bárbaros del norte de los actuales Estados Unidos se escondieron de los europeos en los densos bosques y no se prestaron a los tributos que pudieran imponer los españoles en México y en los Andes.

 

Subrayando lo que acaba usted de mencionar de que cada quien tenía sus indios bárbaros y sus indios civilizados, quisiera preguntarle, más que sobre la difusión universal de la Leyenda Negra, sobre la amplia influencia, en el mundo de los Stuart y de los Tudor, del pensamiento español sobre el Descubrimiento y la Conquista. Se leyó mucho a Pedro Mártir de Anglería, a Gómara y, a través de este, las Cartas de relación de Cortés… Sin embargo, la pregunta que hace años le hizo Enrique Krauze me sigue pareciendo apasionante: ¿por qué no hubo, en el ámbito inglés, un Bartolomé de Las Casas?

Es una pregunta fascinante. Hay que acordarse de que sí que tuvimos un Bartolomé de Las Casas, un Las Casas “en minúsculas”, se puede decir, en la persona de alguien que llevaba mi propio nombre, John Eliot, un ministro puritano en Massachusetts en el siglo xvii, quien fundó catorce pueblos para los indios convertidos, praying towns, “pueblos de oración”. Fue este Eliot un apóstol de los indios en la misma pauta que Las Casas. Pero por varias razones no hubo esa discusión sobre la humanidad de los indios como la del gran debate de Valladolid, en 1550, entre Ginés de Sepúlveda y Las Casas.

Esta ausencia se debió, en gran parte, a que los ingleses no tenían esas enormes poblaciones de indios subyugados, muchos de los cuales estaban al margen de las sociedades coloniales. En comparación, los españoles, gracias a la donación papal, tuvieron la obligación de evangelizar y convertir a sus indios, tratarlos bien e incorporarlos socialmente. Y cuando hay una población subyugada del tipo que se encuentra en las Indias españolas, pero no en América del Norte, la explotación tan visible provoca una reacción entre los frailes obligados a proteger y convertir a sus indios. Eso es una diferencia enorme. El protestantismo no se prestó tan bien a la evangelización porque no había órdenes religiosas dedicadas a la evangelización en las iglesias protestantes. La iglesia anglicana resultó ser muy débil: no hubo ni un solo obispo anglicano durante esos dos siglos de colonización en América del Norte. Los puritanos se interesaban mucho más por su propia salvación que por la salvación de los indios, porque para ellos, en último término, la salvación dependía de la gracia de Dios.

 

El asunto de la predestinación…

Exacto, exacto.

 

Pasando a la conquista de México, hay varios asuntos que le hemos preguntado a otros historiadores, como la suerte que tuvo Hernán Cortés al encontrar traductores a las lenguas indígenas como Jerónimo de Aguilar, Gonzalo Guerrero y la Malinche. Ayer platicábamos en Londres con Hugh Thomas sobre cómo Gonzalo Guerrero y Jerónimo de Aguilar, los náufragos españoles, representan los dos extremos de la conducta española ante el Descubrimiento: uno cambia de bando, volviéndose un guerrero indígena, y el otro se convierte en un misionero ferviente de la Conquista. Y desde luego está la Malinche, figura cuya percepción en México ha cambiado: pasó de ser la traidora por antonomasia a transformarse en una especie de símbolo poscolonial: la mujer que traduce, la mujer raptada…

Yo tengo la impresión de que esa reinterpretación de la Malinche está todavía bastante reducida a los círculos académicos y universitarios; no se ha difundido entre la sociedad mexicana en general.

 

Acaba usted de publicar un ensayo magnífico sobre Moctezuma para el catálogo de la gran exposición recién clausurada en el Museo Británico. ¿Cuál de todos los episodios de la Conquista de México le fascina más? ¿El encuentro entre Cortés y Moctezuma y la convivencia entre ambos tras el secuestro del emperador azteca? ¿El horror de los españoles ante los sacrificios humanos? ¿La conciencia de la fatalidad en Moctezuma? ¿La alianza hábilmente establecida entre Cortés y los enemigos indígenas de los aztecas? ¿El sitio y la caída de Tenochtitlán?

Antes del encuentro con Moctezuma, me parece fascinante la capacidad de Cortés para encontrar aliados en el curso de su marcha a Tenochtitlán. Era enorme el resentimiento contra la dominación de los mexicas. Lo vemos especialmente en la reacción, al final, de Tlaxcala. La aportación de los enemigos tradicionales de Tenochtitlán cambia mucho nuestra percepción de la Conquista, que en el siglo xix, en la obra de William Prescott, se representaba como un gran triunfo europeo: hubo una tendencia a olvidar la ayuda fundamental que dieron estos indios a los conquistadores.

Durante los últimos años hemos logrado una visión más acertada de cómo triunfó Cortés. Fascina, desde luego, el encuentro emblemático, como siempre se ha visto, entre dos mundos totalmente ignorantes el uno del otro hasta muy poco antes de la llegada de Cortés a las costas del golfo de México. Ambos eran totalmente ignorantes de la mentalidad, de la manera de ser del otro, y compartían ese mismo problema de cómo leer las señales del otro en ese momento. Eso ocurre también durante las primeras semanas de la prisión de Moctezuma, cuya reacción me fascina. Tenemos una idea bastante clara del carácter de Cortés, de su astucia, de cómo manipulaba todo. En cambio, interpretar las reacciones de Moctezuma ha resultado muy difícil. Tradicionalmente se le representa como a un cobarde; se habla mucho del mito de Quetzalcóatl, que influyó enormemente en su reacción ante la llegada de estos extraños seres. A mi modo de ver, el mito de Quetzalcóatl no es decisivo en la mentalidad de Moctezuma. Yo creo que es un descubrimiento de la época posterior a la Conquista, cuando hubo que explicar la reacción de Moctezuma. Pienso en otras posibilidades. Por ejemplo, la manera tradicional de recibir en Mesoamérica a los representantes de otros caciques, de otros grandes príncipes, con una cortesía que Cortés malinterpreta. Otra posibilidad es la arrogancia, y no la cobardía, de Moctezuma, un hombre que había derrotado a tantos enemigos que, cuando se ve enfrentado con un puñado de españoles, los subestima. Es un problema francamente sin solución: nunca conoceremos tan bien a Moctezuma como a Cortés.

 

Me gustaría que nos hablara sobre el encuentro que tuvieron en el Templo Mayor, cuando Cortés le pide a Moctezuma que instale una cruz y una imagen de la Virgen en el Templo Mayor, prefigurando su decisión de construir las iglesias sobre las ruinas de las pirámides.

Los españoles insistían en visitar el Templo Mayor y hacer ahí un templo para la Virgen. Querían poner una imagen de la Virgen y de San Cristóbal. Ignoramos qué fue lo que pasó, porque dependemos de una sola fuente, de las Cartas de relación cortesianas. Eso de destruir los ídolos no pasó en el Templo Mayor, quizá porque Cortés quería presentarse como el gran representante de la cristiandad católica en aquel mundo pagano, reflejando la determinación de los españoles de evangelizar. Tengo la impresión de que fue el principio de la pérdida por parte de Moctezuma de su prestigio ante los mexicas, especialmente entre los sacerdotes. Ese menoscabo de su prestigio, de su parcial divinidad, lo encontramos también en el gran alboroto perpetrado por Pedro de Alvarado en Tenochtitlán, cuando Moctezuma no puede salir en el momento culminante y se desacraliza.

 

Siempre tiene que mencionarse en una conversación como esta el asunto de los sacrificios humanos. ¿Qué dosis de relativismo podemos ponerle al asunto quienes venimos de un siglo como el siglo xx? Ayer Hugh Thomas nos decía: “No, no, yo no soy relativista. Yo creo en la superioridad de la civilización cristiana. No tengo ningún problema por ese lado.” Pero cómo tratar históricamente el asunto de los sacrificios humanos, partiendo de la base de que no es función del historiador regañar a los muertos, como usted dice.

Se entiende muy bien la reacción de los españoles y los europeos frente a los sacrificios humanos. La mexica fue una civilización hecha a base de sangre, pero fue también una civilización muy sofisticada bajo muchísimos aspectos. Pasaron cosas que efectivamente son contra la humanidad, que se debían a la cosmología de los mexicas, sí, pero que son inaceptables.

 

Ha cambiado en medio siglo, en México, la imagen de Hernán Cortés. Hay un famoso fragmento que seguramente usted ha visto del mural de Diego Rivera en el Palacio Nacional de México donde aparece un Cortés sifilítico, una encarnación venenosa del mal. Y, aunque México sigue siendo, como usted sabe también, un país donde no hay estatuas de los conquistadores, se ha modificado la percepción de Cortés entre los historiadores mexicanos. Aunque no todos admiten llamarlo el fundador de México, se destaca al gran capitán del Renacimiento y no a aquel jefe de una banda de bandidos que dibujaba Schiller.

Me parece muy sana esa reinterpretación de Cortés, porque su aportación ha sido fundamental en la mezcla de las razas y en la cohabitación entre los conquistadores y las princesas aztecas. Pero hay que matizar la personalidad de Cortés: fue un hombre muy cruel, con un capacidad enorme para reinventarse a sí mismo. Se representó en sus Cartas de relación como el auténtico fiel servidor de Carlos V y lo consiguió con brillantez, gracias al éxito de la Conquista y a las riquezas que envió a España. Fue un hombre maquiavélico en el fondo. La reinterpretación de la que habla usted nos ha llevado a una visión más equilibrada de los acontecimientos porque los papeles tradicionales de Cortés, de Moctezuma, de Cuauhtémoc, fueron moldeados, sobre todo, por la ideología de la Revolución mexicana de 1910. Esa ideología simplificó la historia tan compleja de la Conquista. Pero después de un siglo estamos llegando a una visión más detallada de lo que se representaba en los grandes murales de Diego Rivera y de José Clemente Orozco, para quienes la Conquista era la imposición de una brutal sociedad europea sobre una civilización india caracterizada por su pureza.

 

Hay otra visión de Orozco en la que Cortés aparece desnudo con la Malinche, tomada de la mano, como dos enamorados primordiales, Adán y Eva del Nuevo Mundo. ¿Cómo no ver a México y España como dos países que chocan, se odian y finalmente se llegan a amar, aunque haya un muerto a sus pies?

Yo hablaría más de cohabitación que de enamoramiento. Pero efectivamente, como todos sabemos, se creó una civilización mestiza. Ahora, lo difícil fue incorporar a estos mestizos dentro de una nueva sociedad donde al principio los españoles querían conservar dos repúblicas: una república de los indios y otra de los españoles. Se complicaron mucho las cosas con el mestizaje, y eso creó una sociedad de castas, de mestizos, de indios puros, de gente mezclada, de africanos, de la que se formó efectivamente el México moderno.

 

Para terminar con el tema de la Conquista, nos podría hablar de los últimos años de Cortés, de los que se sabe y habla poco.

Gracias a esa desastrosa expedición a Las Hibueras regresó a México-Tenochtitlán un hombre deshecho, muy enfermo, agotadísimo. Y sí, había perdido mucho de su antigua capacidad. Después de la Conquista, vinieron los nuevos conquistadores en la forma de burócratas, oficiales del rey, y poco a poco consiguieron constreñir al conquistador de México, limitar su capacidad de acción, y al final tuvo que regresar a España para protestar. Recibió muchos honores, su título, y regresó a México. Pero no tenía las posibilidades de antes. La corona tenía miedo de un excesivo poder de los conquistadores, de una sociedad feudal como la que estaban intentando destruir en la península ibérica, no querían perder el control al otro lado del Atlántico. A la corona le encantó saber que Cortés regresaba definitivamente a España. Participó en la famosa expedición de Argel y perdió ahí sus joyas para morir poco después.

 

Hablando un poco más de historia e historiografía, lo que más me gusta de su obra es quizá la larga batalla que ha dado por socavar historiográficamente la idea de la “excepcionalidad española”, y hacer de la historia de España una historia no sólo europea sino una de las grandes historias europeas. Usted sugiere que el problema esencial de la decadencia del imperio español (el gran trauma de los españoles) no es otra cosa que el resultado de una sobrecarga estratégica, o para decirlo de otra manera, de “un exceso de historia”. Leyendo el prólogo que hizo Antonio Domínguez Ortiz al libro de homenaje que le dedicaron a usted, él dice que al joven John H. Elliott no le interesó mucho la polémica entre Américo Castro y Claudio Sánchez Albornoz sobre cuál era el origen de la excepcionalidad española, si aquel “paraíso” de la tolerancia religiosa que dibujó Américo Castro o la violencia hobbesiana furibunda retratada por Sánchez Albornoz. Cuando usted llega a la historia española y cuando usted llega a España, ¿cuál era el ambiente?

Cuando llegué ahí a principios de los años cincuenta del siglo pasado, realmente venía yo desde fuera, con una visión extranjera de la historia de España y con buen conocimiento de la historia europea en general. A mí me llamó la atención ese lema del régimen del general Franco, “España es diferente”. Se hablaba mucho de esa “diferencia” y era un reflejo de la percepción de la historia española desde el siglo xix. Con las grandes derrotas del 98 se empezó a hacer una introspección colectiva que explicaba la historia española en términos de sus fracasos. Y esta mentalidad de fracaso se arraigó con la Generación del 98, que se explicaba ese fracaso en términos del temperamento de los españoles…

 

Una suerte de fatalidad biológica…

Exacto. Buscaban un tipo de esencialismo español que durante el curso de los siglos cambiara poco y explicara los acontecimientos modernos. El régimen de Franco se enorgullecía de esa “diferencia”, que presentaba a España como el último reducto de los grandes valores trascendentales, nación que se defendía a sí misma defendiendo al mundo contra el liberalismo, el ateísmo, el materialismo, el marxismo, la masonería, etcétera. De allí vienen esas dos explicaciones, la de Castro y la de Sánchez Albornoz, ambos insistiendo en la diferencia de España en el contexto del esencialismo. Sánchez Albornoz descubría las raíces de España en la época romana y visigoda, y Castro en la convivencia de las tres civilizaciones de moros, judíos y cristianos durante la Edad Media. Fue importante la aportación de Castro al rescatar a los judíos y los moros, que estaban en parte marginados de la historia. Pero todo el enfoque estaba equivocado: ambos historiadores interpretaban la historia de España dentro de la misma pauta porque estaban pensando en algo biológico, esencial, más que histórico.

Yo prefiero ver la historia de España en términos de los acontecimientos y las personalidades. Por ejemplo, el hecho de que España haya sido el primer poder en crear un imperio extraeuropeo mundial fue de importancia enorme. El hallazgo de metales preciosos fue fundamental también para explicar la historia de España dentro de Europa. Lo que más llamó mi atención no fueron las diferencias sino más las similitudes entre España y las sociedades europeas en ese momento. La obsesión con el honor, por ejemplo, se encuentra en todas partes, lo mismo que esas críticas españolas del afán de las élites por el lujo, junto a la denuncia de la pereza de los trabajadores, que se repite muchas veces en Francia, en Inglaterra, en otras partes. Lo importante en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado era reincorporar la historia de España dentro de la historia europea general, sin esconder las diferencias.

Cada país piensa que es excepcional de una manera u otra, pero el excepcionalismo español ha sido muy fuerte, y se ha reforzado por ese sentido de fracaso. Lo interesante para mí, que he vivido la época de Franco y la transición, ha sido ver cómo últimamente y poco a poco ha ido cambiando la historiografía española: la nueva generación no lo interpreta todo en términos de fracaso como sus antecesores gracias a los éxitos de la transición. No sabemos lo que va a pasar en el futuro, pero hay cierta reinterpretación, así como la actual historiografía mexicana está renovándose.

 

En América Latina heredamos eso que Ortega y Gasset llamaba la “atmósfera de hospital”: vivimos, desde Unamuno, en un moridero donde nos las pasamos quejándonos de todos los males históricos, ontológicos y biológicos.

Efectivamente, se trasladó a la otra orilla del Atlántico el excepcionalismo español. Por ejemplo, cuando se achaca al legado español los defectos y fracasos del siglo xix y xx latinoamericanos. Lo mismo pasa al criticar a Estados Unidos y a Gran Bretaña por haber dominado durante tanto tiempo la economía de estas nuevas naciones latinoamericanas. Otra vez se insiste en la diferencia de América Latina, no se buscan las semejanzas, y hay que repensarlo todo.

 

Con las conmemoraciones del bicentenario de las independencias de los países latinoamericanos, se parte de 1808 como el año capital de la desintegración del imperio español, año del cual no se habla con mucha frecuencia a los estudiantes en México. Así como hace rato hicimos la comparación entre los dos tipos de conquista, el inglés y el español, ¿podemos hacer lo mismo pero con lo que usted llama “la gran crisis de los imperios” a fines del siglo xviii y principios del xix, con la independencia de Estados Unidos y con la desintegración del imperio español?

Hay semejanzas muy interesantes. Yo quisiera insistir en la enorme importancia de la Guerra de los Siete Años, entre 1756 y 1763, porque el impacto de esa guerra tanto para el imperio británico como para el imperio español fue precisamente la necesidad, vista desde Madrid y desde Londres, de extraer más recursos de sus colonias para subvencionar los gastos de la defensa del imperio. Eso dio un gran impulso al reformismo: a las famosas reformas borbónicas en las Indias españolas, a los intentos de reforma por parte de los ministerios de Jorge III en Inglaterra por los años sesenta y principios de los años setenta. Y esos intentos en las colonias británicas llevaron rápidamente a la rebelión de los colonos en 1773, The Boston Tea Party, y después a la proclamación de la independencia en 1776, que terminó en buena parte gracias a la ayuda de los franceses y de los españoles a los rebeldes.

Si uno mira la América española, también esas reformas provocaron rebeliones, como la de Túpac Amaru en los Andes hacia 1780 o la rebelión de los comuneros de Nueva Granada en ese mismo momento. Pero, en contraste con lo que pasó en América del Norte, el imperio español dominó esas rebeliones, en parte porque los rebeldes no tuvieron ayuda desde fuera, como sí la tuvieron los rebeldes británicos, y así se conservó la dominación española de las Indias durante treinta años: una generación entera más que en el norte de América. Cuando vino la insurrección, vino no por causa de rebeliones en la periferia sino por el colapso del centro gracias a la invasión napoleónica de la península en 1808. Y esa ocupación de España por los franceses, con excepción de Cádiz y su entorno, dejó un vacío de poder en los dos lados. Para llenar ese vacío surgieron en ambas orillas del Atlántico juntas en nombre de Fernando VII, y en la América española había una minoría muy pequeña que estaba pensando en la independencia, apenas un grupo en Venezuela y otro en el Río de la Plata, los dos puntos más abiertos al comercio del mundo atlántico y tal vez más receptivos a las nuevas ideas europeas. Pero por lo general estas sociedades fueron sumamente leales al rey. La costumbre en las Indias durante tres siglos había sido siempre decir, para los rebeldes, tanto en Europa como en América: “¡Viva el rey!” y “¡Mueran los traidores!” Los traidores eran siempre los ministros, los magistrados.

Se creía que el rey, bien enterado de lo que pasaba en sus dominios, haría dimitir a sus tiránicos ministros y que la situación quedaría como antes. Es lo que pasó tanto en México como en Perú y en gran parte de las Indias entre 1808 y 1811. En 1810 se convocaron las Cortes de Cádiz, donde estaba representada, aunque no de una manera muy satisfactoria, la América española. En la famosa Constitución de las Cortes de Cádiz, la constitución liberal de 1812, estaba el famoso artículo que decía que la nación española era la reunión de todos los españoles de ambos hemisferios. Y eso es precisamente lo que querían oír los colonos, las sociedades coloniales. Querían quedar como parte de la monarquía hispánica, una monarquía que abarcara ese orbe en pie de igualdad.

Pero ocurrió que los procuradores de las Cortes españoles sabían muy poco de las Indias, no entendían bien los agravios de las poblaciones coloniales y deseaban conservar el monopolio del comercio de los mercaderes de Cádiz en el comercio trasatlántico. Eso condujo a un distanciamiento entre las colonias y la metrópoli, pero al mismo tiempo empezó, gracias a la nueva constitución, un gran experimento constitucional por todo el mundo hispánico, lleno de nuevas lecciones, con la formación de nuevos ayuntamientos. Hubo más participación política en las Indias en esos días que la ocurrida durante los tres primeros siglos de colonización. Llegó tarde, pero llegó, el gran experimento constitucional. El gran desastre no fue tanto la reacción bastante tonta de las Cortes de Cádiz, sino la restauración de Fernando VII, un hombre fuera del mundo del xix, con una visión muy reaccionaria y absolutista del poder de la Corona. Y gracias a esta reacción, después de 1815, el envío de ejércitos para aplastar lo que quedaba de las rebeliones, que por lo general habían sido sofocadas, provocó exactamente lo contrario de lo que se esperaba conseguir: le dio un nuevo impulso a los rebeldes, a gente como Bolívar, en especial. Y empezó la larga y cruenta guerra de emancipación en una nación tras otra.

 

Sin embargo, aunque muchos sabemos que la palabra liberal es de origen español, siempre se cuenta esa historia insistiendo en que Estados Unidos entra con el pie derecho a la modernidad y la América española con el pie izquierdo. ¿Cómo seguir contando esa historia?

Si uno compara con lo que estaba pasando en América del Norte, en los nuevos Estados Unidos, encontramos en primer lugar una guerra mucho más larga y devastadora en la América española. La duración de la guerra, además, dio oportunidades para el surgimiento de numerosos caudillos, con sus fidelidades regionales y sus grupos de seguidores. Y al mismo tiempo surgieron a la superficie las pasiones étnicas y sociales. Así, hubo muchísimas luchas internas en todas partes. Iba a ser mucho más difícil, como lo fue, conseguir la estabilidad cuando al final se emanciparon estas sociedades forjadas en el curso de las guerras.

También hay que tomar en cuenta las ventajas de los norteamericanos. Entre los padres fundadores había gente de mucha talla que vio la necesidad de forjar un compromiso. Y tuvieron en George Washington un caudillo sumamente prudente que no pensaba en sí mismo sino en la comunidad y tenía un gran afán de estabilizar y consolidar las cosas. Pero fue muy delicado lo ocurrido durante la Convención Constitucional de 1787; hubo momentos en los cuales se creía que Estados Unidos iba a desintegrarse en dos o tres confederaciones diferentes, gracias en parte al gran problema de la esclavitud, que se aplazó al final. El conato de desintegración llegó sesenta años más tarde. Eso dio tiempo a Estados Unidos a consolidarse; además tuvieron la gran ventaja de ser neutrales durante las guerras europeas después de la Revolución francesa y la llegada de Napoleón. Durante esos veinte, treinta años, acapararon una parte importante del comercio atlántico y tuvieron un importante auge económico. Hubo un cimiento estable debajo de la nueva república, mientras que las nuevas naciones latinoamericanas llegaron demasiado tarde o demasiado temprano a la independencia.

 

Quizá sea un asunto misterioso, como lo que pasaba por la mente de Moctezuma, saber si llegaron tarde o temprano las repúblicas hispanoamericanas a la independencia. Se me ocurre, a partir de sus libros, que hay un problema similar que involucra a Tom Paine y a Bolívar: el problema, de alguna manera clásico, de crear pequeñas repúblicas desgajadas de los grandes imperios que poco tiempo después sucumben a la tentación de la gran república continental. ¿Por qué lo que tuvo éxito en Estados Unidos fracasó en América del Sur?

Hay que pensar que había repúblicas en la Europa de la época moderna, pero sólo en estados pequeños como Venecia o Suiza. Y la opinión ortodoxa decía en el siglo xviii que el sistema republicano no funcionaría para estados grandes, y el gran reto para los padres fundadores de los norteamericanos fue precisamente refutar esa opinión ortodoxa y probar que sí, que era posible construir una nueva y enorme república. Y al final lo consiguieron gracias a ese afán, insisto, de encontrar un compromiso y construir un sistema muy inteligente, federal, bicameral: una cámara con representación política de la población por su tamaño en los estados, y otra, el senado, con el mismo número de senadores de cada estado. A finales del xviii y para el siglo xix, fue una solución original y eficaz al problema de equilibrar la unidad y la diversidad de estas sociedades. Probaron con esa novedad que Montesquieu no tenía razón: era posible construir una república grande que iba extendiéndose más aún con la penetración en el interior de América del Norte después de 1800. Se formó un gran imperio continental, pero un imperio que conservó su sistema republicano integrando nuevos estados cuando estos se formaban en el interior. Fue un admirable acierto de los norteamericanos.

Hubiera sido mucho más difícil conseguir algo parecido en la América española, en primer lugar por la extensión. Es fascinante pensar que la superficie del imperio español en América era de unos trece millones de kilómetros cuadrados, en comparación con el imperio continental de Gran Bretaña, que tenía 824 mil kilómetros cuadrados. Hubiera sido imposible formar una república a base del antiguo imperio. La fragmentación hasta cierto punto fue inevitable. Bolívar veía las dificultades de imitar el sistema federal de Estados Unidos y esperaba formar por lo menos una gran república en la Gran Colombia, extendida desde Venezuela hasta Chile. Pero era imposible por los obstáculos geográficos y por la mezcla de razas, por las pasiones, rencores y rivalidades que habían surgido durante el curso de las guerras de independencia.

Y a ello debe sumarse la falta de preparación de estas sociedades para la participación activa política, a pesar de ese gran experimento constitucional de 1812 y de que las elecciones que convocó fueron mucho más abiertas que las de Estados Unidos en ese momento pues incluyeron el derecho al voto de los indios. Pero no había asambleas coloniales, un tipo de parlamento propio de cada colonia británica, que había educado a las élites en el diálogo y en la búsqueda de compromisos.

Otro obstáculo que hay que tener en mente es la duración de la época colonial en la América española. Se habían formado lealtades, cierto tipo de patriotismo del que habla David Brading, especialmente en Nueva España y en el Perú; ese sentido de construcción de una patria con su propia identidad, con sus propios santos, distinta de la España peninsular. Y yo tengo la impresión de que ese patriotismo incipiente –no hablaré de “nacionalismo”– fue más fuerte por ejemplo en México y en Perú que en Virginia o Massachusetts. Y cuando vino la desintegración, patrias y ciudades impusieron sus dominios sobre el hinterland y se formaron casi como minipatrias. Eso complicó enormemente la tarea de Bolívar para construir una comunidad más extensa. Esas fronteras de los virreinatos, de las audiencias durante la época colonial, prefiguraron espacios geográficos que al final se construyeron como naciones independientes.

El número de obstáculos fue formidable. A pesar de la brillantez un poco volátil de Bolívar, hubiera sido imposible, dadas las dificultades del momento, que las nuevas repúblicas latinoamericanas lograran algo similar a Estados Unidos. Además, los mercaderes norteamericanos y británicos ya habían penetrado tanto en el mundo colonial de la América española que no hubo posibilidades de crecimiento económico propio.

 

Un viejo dicho dice que en México la Conquista la hicieron los indios y la Independencia los españoles… Decía Octavio Paz que las guerras de independencia, en México y en América del Sur, sólo se parecen engañosamente. A Hidalgo y a Morelos les falta la formación ilustrada y clásica de Miranda y Bolívar mientras que la historiografía mexicana, al menos la oficial, trata de equilibrar esa carencia subrayando el contenido social del programa de esa primera etapa de la guerra de Independencia de México. ¿Que Hidalgo y Morelos hayan sido sacerdotes católicos es en verdad importante? E Iturbide, que culmina la Independencia, no le gusta a casi nadie. Usted mismo dice, con cierta resignación, que no fue ni un Bolívar ni un Washington… En México, usted lo sabe, se festeja 1810 y no 1821. ¿Tiene remedio esa predilección, a estas alturas y en mi opinión un poco extravagante, quizás hija de la herencia liberal del xix y de la ideología de la Revolución mexicana?

Hay bastantes semejanzas entre la independencia en México y la de Perú. Los dos antiguos virreinatos eran sociedades mucho más estables y consolidadas que, por ejemplo, Venezuela, Nueva Granada o el Río de la Plata. En esos antiguos virreinatos había muchos intereses creados que querían conservarse dentro de la monarquía hispánica aprovechando las ganancias coloniales, y por eso llega tan tarde la independencia tanto en el Perú como en México, precisamente por la fuerza de estas oligarquías de los criollos, sus grandes intereses comerciales y eclesiásticos. Esa fue la razón por la que ambos viejos virreinatos llegaron tarde, en comparación con Venezuela o Buenos Aires, a la independencia. En cuanto al papel de los curas y la gran insurrección de Hidalgo y Morelos, el hecho de que fueran sacerdotes fue importantísimo. La religión rural tenía mucha fuerza y estos curas eran muy cercanos a sus feligreses, conocían bien a los campesinos y su mundo. Hidalgo acertó al proclamar su rebelión bajo el estandarte de la Virgen de Guadalupe, elevando así una guerra al mismo tiempo santa y patriótica; movilizó grupos muy distintos dentro de la sociedad del Bajío, el norte de México, a algunos criollos, a muchos indios y mestizos también, a los pobres. Y durante algunos meses conservó a esa gente bajo el estandarte de la Virgen de Guadalupe como un grupo relativamente unido. Pero fue una unidad muy frágil, como se mostró cuando se tropezaron con la resistencia de los criollos. Y al final fracasaron estas rebeliones sociales porque fueron rebeliones en nombre del rey.

Llegó a creerse que Fernando VII mismo estaba viajando en coche por México y que algunos campesinos ya lo habían visto pasar. Ese era el nivel de lealtad al rey, concebido como padre de su pueblo. Pero al ver los criollos la anarquía surgida tuvieron un miedo enorme. Gracias a la rebelión de Túpac Amaru en el Perú, se sabía cómo terminaban esas rebeliones. Se había visto la rebelión de los esclavos de Haití a principios del siglo xix, en Saint-Domingue. Y vinieron el caos y las atrocidades de la insurrección de Hidalgo y Morelos. Y por eso los criollos y muchos eclesiásticos y militares querían conservar sus privilegios, su dominio de estas sociedades donde había pasado efectivamente un terremoto en 1810. Y a pesar de los rencores entre los criollos y los peninsulares, al final resolvieron todos, a principios de 1820, conservar una cierta unidad entre las clases dominantes que dejara abiertas las posibilidades de un regreso de la monarquía. Así llegó al Plan de Iguala, con una oferta de autonomía. Iturbide no es nada simpático y carismático, pero fue un hombre capaz.

 

Y la suya fue una solución inteligente.

Tal vez la única solución posible para conservar el dominio de estos grupos sobre la sociedad mexicana. No fue heroico, como los hechos de 1810, y el heroísmo llama más la atención que la inteligencia en el curso de la historia. Y cuando vino la revolución de 1910 pasó exactamente lo mismo que con la Conquista: una simplificación de la historia. El México revolucionario encontró sus héroes en Hidalgo y Morelos y los orígenes del nuevo México en el indigenismo, en la insurrección de los pobres contra los ricos. Así se creó toda una historiografía oficial basada en la propaganda de los regímenes del pri. La historia no se dibuja en blanco y negro: hay muchos grises. La historia es compleja. Hay que recuperar esos grises para entender cómo vieron y entendieron las cosas las generaciones pasadas. Y vamos a llegar a otras conclusiones, porque las interpretaciones del siglo xx han sido interpretaciones políticamente muy correctas pero que deformaron la complejidad del pasado.

La última pregunta se refiere un poco más a su personalidad como historiador. Usted escribió una gran biografía (El conde-duque de Olivares, 1986), una de las biografías esenciales sobre un personaje del mundo hispánico. Me da curiosidad preguntarle de qué otro personaje quisiera usted escribir una biografía de esas dimensiones. Yo he leído la otra parte de su obra, su trayectoria como crítico de arte, conocedor del arte español, del Greco y de la ilusión barroca. Usted, por ejemplo, nos ha llevado de la mano por el Palacio del Buen Retiro. ¿No le gustaría escribir una biografía de Diego Velázquez?

Pasé veinte años de mi vida escribiendo la biografía del conde-duque de Olivares y no me apetece mucho dedicar los años que me quedan a otra biografía, que representa una investigación a fondo, que necesita muchísimas pesquisas por los archivos, y en la que tienes que entrar en la mentalidad del hombre que estás biografiando. Es fascinante, pero es una vida muy dura, en el sentido de que yo pasaba noches pensando en los problemas del conde-duque, intentando solucionar sus problemas (por ejemplo, “¿Qué hacemos con Flandes?”) y no quiero hacer otra vez la misma cosa. Velázquez, obviamente, me fascina. Gracias a él empecé a trabajar en la biografía del conde-duque, después de ver sus obras en el Museo del Prado, tras contemplar la pintura de la España del Siglo de Oro.

En cuanto a la biografía de Velázquez, falta documentación. Fue un hombre muy flemático. Tengo la impresión de que escribió poco, o casi nada se ha conservado de su puño y letra. Mi colaborador y gran amigo Jonathan Brown, con quien escribí Un palacio para el rey, ha hecho estudios muy buenos sobre Velázquez; ha dicho lo que se puede decir con base en la documentación disponible e incluso más, partiendo de las obras, lo más importante de un artista. Y para mí es suficiente, en cuanto a Velázquez, contemplar las obras de un hombre que fue más grande que cualquier historiador. Las obras de historia por su naturaleza son transitorias mientras que las grandes obras de arte son inmortales. ~

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es editor de Letras Libres. En 2020, El Colegio Nacional publicó sus Ensayos reunidos 1984-1998 y las Ediciones de la Universidad Diego Portales, Ateos, esnobs y otras ruinas, en Santiago de Chile


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