Entrevista con Steve Levitsky. “La elección de Estados Unidos será una moneda en el aire”

El politólogo estadounidense es un experto mundial en tensiones entre democracia y autoritarismo, y un perspicaz investigador de los procesos políticos latinoamericanos.
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Joe Biden se encontraba retirado de la vida pública después de más de cuarenta años como senador, exitoso vicepresidente y frustrado candidato presidencial por el partido Demócrata, cuando leyó Cómo mueren las democracias, el libro recién publicado de los politólogos de Harvard University, Steve Levitsky y Daniel Ziblatt. Donde quiera que veía en su país, Biden detectaba las ominosas señales de otras robustas democracias que habían sucumbido al pacto fáustico ofrecido por líderes populistas y demagogos en todo el mundo: desde Mussolini, Hitler y Perón hasta Hugo Chávez, Viktor Orbán y, más recientemente, Donald Trump. La lectura lo sacudió obligándolo a volver al ruedo político con la convicción de un cruzado: si Trump no es derrotado destruirá la democracia estadounidense.

La historia reciente solo ha probado cuán acertada era la corazonada de Biden. Pero, tres años después de la insurrección del seis de enero, la misión de detener a Trump no ha concluido. El ex presidente felón continúa libre y tiene buenas perspectivas de volver a la Casa Blanca en un rematch histórico. Parte de lo que hace posible un gran regreso de Trump es el diseño de un sistema político que permite que hoy una menguante minoría blanca atrincherada en el Partido Republicano tenga un poder desproporcionado e impida que Estados Unidos se transforme en una democracia que refleje su diversidad étnica y racial, una democracia multirracial.

¿Cómo se formó ese sistema político, cuáles han sido sus consecuencias y cómo arreglarlo? Esos son los temas que exploran Levitsky y Ziblatt en Tyranny of the minority [La tiranía de la minoría], un apasionante libro de análisis histórico y político recién publicado, que también aspira a ser un mapa de ruta para sacar de la crisis a una de las democracias paradigmáticas de Occidente.

Steve Levitsky es no solo un experto mundial en tensiones entre democracia y autoritarismo, sino uno de los más perspicaces investigadores de los procesos políticos latinoamericanos. Conversamos en dos tiempos y dos ciudades: mediados de diciembre en su oficina de Harvard University, en Cambridge, y fines de mes por Zoom desde Lima, donde se encontraba con su familia. Fuimos y vinimos entre inglés, que yo machuco hasta donde puedo, y el español, que él domina con total fluidez. Mientras hablábamos, en Estados Unidos y América Latina, los dos principales escenarios de nuestra conversación, continuaba la batalla por salvar la democracia del asalto autoritario.

En Tyranny of the minority usted distingue entre instituciones y políticos que son leales a la democracia y otros que no lo son, aunque digan serlo. Si uno ve cómo el Partido Republicano ha abordado la insurrección del 6 de enero de 2021, concluye que ya no es una institución “leal a la democracia”.

Desafortunadamente, desde 2020 el Partido Republicano ha fallado en todos los indicadores asociados con una conducta de lealtad a la democracia. No solo ha apoyado a Donald Trump, el primer presidente que no ha aceptado una derrota en elecciones democráticas y que activamente trató de voltear el resultado de unas elecciones, sino que se rehusó a apoyar una investigación sobre esos hechos, pese a que en un primer momento muchos líderes republicanos denunciaron el levantamiento. Posteriormente, muchas figuras prominentes de ese partido han tratado a los insurrectos como héroes. Donald Trump ha dicho incluso que los indultaría con un perdón presidencial. Lo más importante es que el Partido Republicano ha expresado, casi de manera unánime, que apoyará a Donald Trump en las elecciones presidenciales de 2024, incluso si fuera condenado por tratar de cambiar el resultado de la elección que ganó Biden. Si seguimos las ideas de Juan Linz, llegamos a una conclusión sencilla: el Republicano no es hoy un partido comprometido con la democracia, porque la democracia no se puede sostener si uno de los dos partidos principales no la defiende. Vale la pena contrastar cómo se ha comportado el Partido Republicano frente a estos eventos con la actuación de la derecha aliada a Jair Bolsonaro, a raíz del alzamiento de los bolsonaristas el 8 de enero de 2023, en Brasilia. Esa derecha actuó de forma mucho más democrática que la de Estados Unidos. La noche que Lula da Silva derrotó a Bolsonaro casi todos los aliados políticos de Bolsonaro, desde el presidente de la cámara de diputados del Congreso hasta los gobernadores y presidentes de las cámaras de comercio, aceptaron los resultados de la elección sin ambigüedad y le desearon lo mejor al ganador, como deben hacer los políticos.

La premisa de Tyranny of the minority  es que Estados Unidos ha dado pasos hacia una democracia multirracial. Se trata de un avance dispar e incompleto que ha disparado una fuerte reacción entre sectores conservadores y ultraconservadores del país acaudillados por Trump. Al apoyar las aventuras de Trump, los republicanos han violado una regla básica del juego democrático: “la democracia es un sistema en el cual los partidos pierden elecciones”, como dice Adam Przeworski. ¿Cómo se llegó a este punto y por qué se han radicalizado de esta manera los republicanos?

Es importante recordar que casi todos los esfuerzos para llevar la democracia en una dirección más inclusiva generan reacciones en contra. Algunas veces esas reacciones son solo conservadoras y otras son autoritarias. No es raro que los movimientos de inclusión generen este tipo de reacciones. Es igualmente necesario recordar que Estados Unidos está en una frontera en su transición hacia la democracia multirracial, porque la democracia multirracial no ha sido practicada en muchos lugares del mundo. Somos la primera sociedad democrática en la historia del mundo en que un grupo étnico dominante, como lo ha sido la mayoría blanca, pierde su superioridad numérica y su estatus dominante. Este desafío está presente también en Europa occidental, pero se desarrolla más lentamente. Esa es una gran amenaza para el grupo étnico dominante. Una encuesta de 2021, auspiciada por el American Enterprise Institute, encontró que 56% de los republicanos concuerdan con la afirmación de que el estilo de vida estadounidense –American way of life– está desapareciendo tan rápido que podríamos necesitar usar la fuerza para prevenirlo. Eso es radicalización.

¿Es verdad o no que hay un cambio acelerado en la sociedad estadounidense?

Es verdad hasta cierto punto. En los Estados Unidos, hemos tenido un conjunto de jerarquías raciales y políticas que fueron estables por dos siglos: todos los presidentes, vicepresidentes, líderes en el congreso, gobernadores, directores de empresa y narradores de noticias en la televisión eran hombres blancos. Esa jerarquía ha sido seriamente cuestionada en los últimos cincuenta años, un proceso gradual que solo se ha sentido de manera cabal en el siglo XXI. El nombre de afroamericanos y latinos (no blancos) en el congreso en los últimos cuarenta años, desde que yo era adolescente, se ha cuadruplicado. El porcentaje de miembros afroamericanos en el congreso es por primera vez en la historia igual al porcentaje de la población afroamericana en la sociedad estadounidense. Así que estamos viendo la evidencia de una democracia multirracial que muestra la erosión de las jerarquías raciales en toda la sociedad. Se ve también en los medios y las universidades, donde las narrativas tradicionales de la historia estadounidense que le restaban importancia o ignoraban nuestro pasado racista están siendo contestadas. Y también en movimientos sociales como Black Lives Matter, que impugnan esos dos siglos de jerarquías raciales. En ese sentido, si el estilo de vida tradicional de Estados Unidos es asociado con esas jerarquías raciales, en las cuales los blancos cristianos están en la cima de la pirámide institucional, hay que decir que sí, hay un orden que está siendo amenazado y se está viniendo abajo. Sin embargo, otros elementos cruciales de la sociedad estadounidense como el sistema económico capitalista, la propiedad privada, el derecho de enviar a nuestros hijos a las escuelas que queramos, no están amenazados.

¿Crees que la presidencia de Barack Obama ha tenido un efecto disparador en esta onda de radicalización?

Ha sido sintomático del proceso de una democracia multirracial, aunque no llegáramos a ella plenamente, que Obama haya ganado la presidencia, pero ya estaba pasando antes de él. Hay evidencia en investigaciones de ciencias sociales de que la presencia de una familia afroamericana en la Casa Blanca por ocho años disparó una respuesta reaccionaria. El movimiento birthers es una clara expresión de racismo. Aunque el Tea Party, que emergió tan pronto Obama tomó la presidencia, fue visto inicialmente como un movimiento contra los impuestos, las investigaciones demuestran que el otro factor principal asociado con la pertenencia al Tea Party es el odio a Obama. Y la base política de Trump se construyó a partir del Tea Party.

De hecho, la primera crisis social del gobierno de Trump fueron los ataques racistas de Charlottesville y demuestran su falta de voluntad para condenar el racismo.

 “Hay gente buena en ambos bandos”, dijo Trump. 

La minoría a la que se refiere el libro es una minoría específica: los blancos cristianos y extremistas movilizados por Donald Trump, un líder populista y demagogo, quien, por cierto, nunca ha ganado el voto popular. Esa minoría dice representar a los verdaderos patriotas que salvarán a Estados Unidos de las garras del socialismo. El discurso no es nuevo, pero se ha expandido en los últimos quince años mediante una minoría violentamente antidemocrática.

Por primera vez en la historia, la mayoría de los estadounidenses apoya los ideales de una democracia multirracial. Esos principios son dos. Primero, la tolerancia hacia la diversidad: la idea de que queremos vivir en una sociedad diversa. Y, segundo, la igualdad racial: la creencia de que el Estado debe tratar a todos los ciudadanos por igual. Parecen cosas muy simples, pero un análisis histórico de las encuestas demostrará que incluso en los noventa no había apoyo mayoritario para esos principios. Ni Trump, ni el trumpismo o los MAGA han tenido nunca el apoyo de la mayoría de los estadounidenses. Pero ellos tienen varias ventajas. Por ejemplo, son el grupo étnico fundador de los Estados Unidos. Los estadounidenses, casi automáticamente, piensan en un hombre blanco cristiano como el típico estadounidense, pero una mujer latina de Los Ángeles es tan estadounidense como el hombre que encuentras en una cafetería de Ohio. Cuando The New York Times quiere saber qué pasa en “América”, va a esa cafetería en Ohio y da un tratamiento privilegiado a ese personaje, como si fuera más representativo que el resto de nosotros. Otra ventaja es que los adultos mayores de raza blanca, suelen votar mucho y vivir en zonas no urbanas, mientras la joven mayoría multirracial suele votar poco y concentrarse en las urbes. Una tercera ventaja es que las instituciones favorecen a las minorías trumpistas.

En el libro, propone una serie de medidas para corregir ese desbalance institucional que ha devenido en parte integral del tejido político de esta sociedad. ¿Podría delinear cuáles son los puntos críticos?

Hay dos cosas que debemos recordar. Estados Unidos tiene una Constitución muy vieja, que ha sido muy exitosa en muchos sentidos, pero que fue escrita en una era pre-democrática, cuando los grandes gobiernos de Occidente eran todos monarquías. La democracia no existía. Una era tan diferente que las élites más progresistas no podían ni siquiera contemplar un mundo en el que todos los ciudadanos tendrían el derecho a votar. Sin duda, cuando se escribió la Constitución de este país, era de lejos la carta magna más democrática del mundo. Pero para los estándares de hoy no sería muy progresista ni democrática. Creó los colegios electorales que eligen al presidente de manera indirecta, y les dio a los estados igual representación en el Congreso, sin importar el número de su población, por lo cual se representa el territorio más que a la gente. Estados como Wyoming, con menos de 600 mil habitantes, tienen en el senado la misma representación de California, que tiene más de 50 veces ese número. Esa forma de representación es un buen ejemplo de lo que en el libro llamamos instituciones contramayoritarias, instituciones que ayudan a minorías a forjar mayorías. En Gran Bretaña, la cámara de los lores era una institución muy contramayoritaria. Pero ellos la debilitaron eliminando el poder de veto que tenía. Otros países europeos eliminaron sus cámaras altas que eran antidemocráticas. En el siglo XIX, muchos países latinoamericanos copiaron instituciones de Estados Unidos y adoptaron el colegio electoral. Hoy todos lo han eliminado. Argentina fue el último en hacerlo, en 1994. En los últimos treinta años, las democracias alrededor del mundo se han hecho más democráticas. Estados Unidos ha hecho algunas reformas, pero todavía no hay un derecho constitucional al voto y es el único país del mundo donde el perdedor del voto popular puede ganar la presidencia. Tenemos uno de los congresos peor proporcionados del mundo, salvo por los casos de Brasil y Argentina, y somos uno de los pocos países donde los jueces de la Corte Suprema tienen puestos vitalicios. Por eso hoy somos la democracia más contramayoritaria en el mundo. El Partido Republicano perdió en voto popular en 2016 y aun así ganó la presidencia. Ese mismo año perdió el voto popular para el senado, pero ganó el senado. De modo que tuvimos un gobierno de minoría en la presidencia y en el senado. Ese presidente y ese senado nombraron tres jueces en la Corte Suprema cambiando el balance de fuerzas dramáticamente hacia la derecha. Si la presidencia y el senado de Estados Unidos se decidieran por el voto popular, el balance de la Corte Suprema sería hoy 6 liberales contra 3 conservadores, además de que la presidencia y el senado habrían estado en manos de demócratas. Es así de desbalanceado que está nuestro sistema político hoy.

A propósito de todo esto, uno de los grandes temas del 2024 será si los jueces de la Corte Suprema declararán al presidente, y por tanto a Trump, inmune al procesamiento legal. ¿Qué piensa de esa situación?

Hay que trazar una mínima distinción entre un gobierno de minoría y el autoritarismo. Ambas cosas amenazan a los Estados Unidos, pero no son lo mismo. Hasta ahora el poder judicial ha sido un bastión contra el autoritarismo. Caracterizaría a la Corte Suprema como conservadora y no representativa de la población, pero no como trumpista. Por lo menos por ahora no está controlada por fuerzas autoritarias, como en Hungría, Turquía o Venezuela.

Mientras tanto en Argentina, el flamante presidente Javier Milei propone medidas para limitar el derecho a manifestación y penalizar las protestas…

La derecha de los años noventa y de los primeros 2000  –un periodo que va de Fernando Enrique Cardoso y Vicente Fox a Pedro Pablo Kuczynski pasando por Sebastián Piñera y Mauricio Macri–, que estaba básicamente interesada en el mercado y era favorable a los derechos humanos, está desapareciendo. Ha sido gradualmente reemplazada por una derecha iliberal que tiene una agenda social y cultural, independientemente de su orientación al mercado, y es mucho más proclive al autoritarismo y menos tolerante a los derechos humanos que la derecha de hace veinte años.

He leído que Macri se autocriticó por no haber sido suficientemente radical durante su presidencia. ¿Cree que en esa falta de radicalidad en la derecha liberal está el origen del auge de una derecha extrema en América Latina?

Estoy todavía intentando entender qué ha causado este giro. Macri estuvo aquí, en Harvard, y me sorprendió cuánto me sonó como un derechista argentino de 1975 o un conservador chileno de 1972. Muy iliberal. No sé si sea un examen personal o que sintió el cambio de los vientos y decidió montarse en el tren de Milei. El expresidente colombiano Andrés Pastrana, quien solía ser un moderado, ha dado un giro marcado a la extrema derecha. Así que país tras país, la centro derecha de Cardoso, Macri y Piñera ha sido desplazada por una derecha mucho más dura como la de José Antonio Kast y Javier Milei.

Hay una fuerte corriente de opinión pública liberal que teme que Trump pueda ganar la nominación del Partido Republicano y la presidencia.

Es muy probable que Trump gane la nominación y tiene un buen chance de ganar la presidencia. Trump no es muy popular pero tiene dos grandes ventajas: la primera es el sistema de colegios electorales. Aunque él no ganó el voto popular en 2016, obtuvo la victoria de los colegios electorales. Y es posible que eso se repita en 2024. Podría sacar una ventaja de dos o cuatro puntos en los colegios electorales, lo que significa que Biden tiene que ganar por cuatro puntos o más para vencerlo. La otra ventaja, una a la que se le ha prestado poca atención, es que el nivel de descontento de los votantes con el establishment político es extraordinariamente alto en Estados Unidos y casi todas las democracias occidentales. Esa dinámica ayudó a Biden en 2020, pero ahora ayudará a Trump. En el mejor de los casos, la elección de 2024 será una moneda al aire.

¿Cuál es el encanto que hace a Trump tan atractivo para sus seguidores?

El fuerte apoyo que le dan sus bases se debe a que Trump es un buen populista. Se ha descrito a sí mismo como el hombre que representa a una porción del país que está muy molesta por los cambios de los que ya hablamos. Ha convencido a esas bases de representarlas de una manera auténtica. Hay muchos otros políticos, como Ted Cruz o Marco Rubio, que flirtearon con el Tea Party, pero fue Trump el que los convenció de que podía actuar. Quieren representación y alguien que le meta un puño en el estómago al establishment liberal: los profesores de Harvard, los periodistas, los políticos y los banqueros de Wall Street. Esto tiene paralelos con Chávez en Venezuela y Perón en Argentina. Es un buen populista y los ha convencido de que los defenderá mejor que ningún otro político.

De acuerdo con un perfil de Evan Osnos, Biden leía tu libro Cómo mueren las democracias cuando tomó la decisión de lanzarse a la presidencia contra Trump. Si tuviera enfrente a Biden y pudiera darle tres consejos, ¿cuáles serían, tomando en cuenta sus tres mayores problemas: su edad, ser el candidato oficialista y tener que enfrentar a Trump?

Le enviamos Tyranny of the minority y él respondió con una nota a Daniel Ziblatt. No sabemos si lo ha leído todavía. Biden es un muy buen político y aunque muchos no estén de acuerdo conmigo, creo que ha hecho bien la mayoría de sus deberes como presidente. Él no causó la guerra en Israel ni la pandemia y sus tremendas consecuencias. Ha manejado la guerra en Ucrania bien. La economía de Estados Unidos es más fuerte que las economías europeas. Ha logrado que se apruebe un gran número de legislaciones cuando nadie creía que esto sería posible. Nos enfocamos demasiado en la baja popularidad de Biden, pero no se presta atención a que Biden es más popular que Trudeau en Canadá, Macron en Francia y que el primer ministro británico y el canciller alemán. Merece mucho más crédito del que recibe, en parte porque ha enfrentado una situación increíblemente difícil. Pero me parece que Biden debió anunciar temprano que sería presidente de un solo término. Eso habría hecho que sus conciudadanos le dieran crédito por eso, lo que le habría ayudado a gobernar. Habría, además, permitido un proceso abierto de competencia entre los demócratas, quienes podrían probablemente haber elegido un candidato más joven y menos asociado con el oficialismo, con mejor chance de derrotar a Trump. Y ahora es muy tarde. Aparte de ese consejo ex post, tengo otros dos. Primero: construir una alianza muy amplia contra Trump que reúna gente tan diversa como Alexandria Ocasio-Cortez y Liz Cheney, con los republicanos de Bush y líderes empresariales de la centro-derecha y figuras religiosas conservadoras. Esa coalición tiene que aparecer en la misma tarima y en la misma pantalla de televisión, unos junto a los otros, para hacerle ver a los estadounidenses que esta no es una elección normal de rojos contra azules, elefantes contra burros. Biden también debería empezar a hablar de la agenda de reformas democráticas a las que me he referido. Necesita votantes más jóvenes. La situación de Israel hace las cosas mucho peores porque el gobierno es ciego al hecho de que los menores de cuarenta años no ven la guerra en Gaza ni remotamente igual que los políticos en Washington. Biden pagará un precio alto por abrazar al gobierno de Israel de la manera que lo ha hecho. Pero apostarle a una coalición amplia y promover reformas que harán más fácil votar y permitirán gobernar a las mayorías, junto con legislaciones para control de armas, el cambio climático y el derecho al aborto, temas que son sistemáticamente bloqueados por los republicanos, le ayudarán a Biden a obtener el respaldo de la gente joven.

Quisiera enfocar esta segunda parte en América Latina. Dispararé el nombre de un país o líder para que responda con lo primero que cruce por su mente. Puede ser solo una palabra o frase o un argumento desarrollado. Vamos: Perú.

Estoy en Lima en este momento. Perú es muy deprimente. El país está inventando un nuevo tipo de colapso democrático, uno que no tiene protagonistas. Esto es algo sobre lo que Alberto Vergara y Rodrigo Barrenechea han escrito en un reciente artículo en el Journal of Democracy: un país donde los partidos murieron y los políticos también murieron. Aquí, los políticos, como especie, se extinguieron. Perú es gobernado por un puñado de amateurs que no saben cómo hacer política y que solo están tratando de ganar algún dinero o mantenerse fuera de la cárcel. Las consecuencias son patéticas. No está claro cómo saldrá el país de esto. No sé de otro lugar donde la élite gobernante tenga menos legitimidad: un Congreso con una aprobación de 5% y una presidenta con 8%. Y no les importa, a pesar de que más de 90% del país los rechaza.

Pese a todo lo que menciona, el país sigue funcionando.

Ya no es así. La economía está en recesión y la pobreza, creciendo. Los peruanos están yéndose del país porque no tienen esperanzas. La política ha empezado a afectar la economía.

Vamos a un país con una clase política que aún existe, pese a un pésimo manejo de la economía. Me refiero a Argentina.

En Argentina estamos viendo a una especie de Menem en esteroides: Javier Milei. Hay dos antecedentes con los que puedes comparar este momento. Uno, desafortunadamente, es 1976. El otro es 1989. En esos dos periodos, la economía era un desastre. Entre las élites y la clase media, había la percepción de que había que cambiar de manera radical y que el país estaba sucumbiendo al estatismo y la protesta social. En el 76, una dictadura terrible trató de reformar Argentina. En el 89, fue un político peronista quien llevó adelante reformas agresivas de una manera mucho más democrática. Milei y su gente suenan mucho como aquellos que apoyaron el golpe del 76 y las reformas de Menem. No sabemos cuán democrático será el actual proceso de reformas. Hasta ahora los instintos de Milei parecen más autoritarios que pragmáticos, aunque es un gobierno democrático y no se le puede comparar con la junta de Videla. Pero su grupo, al igual que Videla y un poco como Menem, quiere reformar el sistema político, el Estado, la economía de Argentina a través de un solo megadecreto, lo que me parece imposible. Lo interesante es que esta no es la primera vez. Menem retrocedió en algunos de sus planes de reforma. Ya sabemos qué pasó con la dictadura. Milei no es el hábil y experimentado político que era Menem. La sociedad resistirá sus reformas. Veremos si reacciona negociando pragmáticamente, como lo hacen los políticos democráticos. O si reacciona tratando de ser el Bukele argentino, lo que lo meterá en problemas.

Entonceas, Colombia

Colombia es hoy más estable que hace cuarenta años. La elección de Petro puede haber asustado a mucha gente en el centro y la derecha, pero fue un avance democrático. Es la primera vez que la izquierda ha sido electa democráticamente en Colombia y no fue el fin del mundo. Mis predicciones no son correctas con mucha frecuencia, pero predije que Petro iba a ser muy débil para ser un Chávez y que no hay riesgo de chavismo en Colombia. Creo que eso es correcto, a tal punto que si Petro tratara de imponer su voluntad fracasaría. Hasta ahora lo que ha logrado ha sido a través de negociación y compromisos. No llegará a ser un gobierno muy exitoso. Por eso, Colombia bien podría ser el próximo país en unirse a la ola de derecha iliberal que cruza la región, aun así es una democracia relativamente estable y hay razones para el optimismo.

Acaba de mencionar la ola de derecha iliberal que avanza por América Latina. Un solo dato lo ilustra: 54% de los latinoamericanos, según Latinobarómetro, aceptaría un gobierno no democrático con tal que le arregle los problemas. El apoyo de la población a la democracia nunca había sido tan bajo. ¿Cómo ve esta corriente?

Esos datos son obviamente preocupantes pero no deberían sorprendernos. Desde el fin del boom de las materias primas, el desempeño económico de los países latinoamericanos ha sido mediocre en el mejor de los casos y terrible, en el peor.  Argentina ha sido un desastre y Chile y Perú han sido mediocres. Con el caso Odebrecht , se puso al descubierto un nivel de corrupción increíble y, al mismo tiempo, se ha visto un aumento de la violencia criminal. Esta violencia es alta o brutalmente alta en algunos países, mientras en otros, como Chile, no es alta pero se percibe como si lo fuera. De manera que, en los temas que más preocupan a la gente –seguridad, economía, corrupción– los gobiernos latinoamericanos han hecho una pobre gestión. A esa lista podemos añadir un cuarto factor, que es la pandemia. La covid-19 le pegó más duro a América Latina que a ninguna otra región del mundo, por la desigualdad, los déficits en el sector salud y las familias extensas. Hoy esa población está muy molesta, salvo quizás por México. Todo eso explica el cansancio con el sistema político y las instituciones. Pero yo no creo que Latinoamérica esté al borde de una oleada autoritaria. Si algo han demostrado los latinoamericanos en el último cuarto de siglo es que les gustan las elecciones y, en particular, le gusta usar el voto para quitar presidentes. Alguien del tipo Fujimori o Bukele, un líder electo que viola los procedimientos y leyes democráticas, puede entusiasmar por un tiempo, pero ese apoyo se desgasta. El cariño de la mayoría dura aproximadamente una década. Es fácil imaginar distintos gobiernos en la zona andina, por ejemplo, entrando y saliendo de regímenes de autoritarismo competitivo, término que uso para definir a los líderes que son elegidos democráticamente, pero gobiernan de forma autoritaria. Pese a todo esto, no creo que vayamos a ver una región infectada con estos regímenes, como lo vimos en los setenta. En algún momento, los gobiernos democráticos van a tener que resolver problemas y ofrecer soluciones. Si no lo hacen aumentará el riesgo de más Bukeles, Bolsonaros y Correas.

Estamos hablando de los buenos populistas, como Trump, entonces. Gente como AMLO, que tienen una conexión fuerte con sus seguidores basada en la creencia de que el líder los representa.

López Obrador y Bukele han demostrado que darle algunos golpes a la vieja elite genera un buen nivel de apoyo. Pero con eso no se come. No puedes comer populismo. Con el tiempo, líderes como ellos deben demostrar que pueden solucionar problemas y crear mejores condiciones. Es muy fácil que un populista sea electo. ¿Quién no odia a los partidos políticos? Más difícil es gobernar como populista. Algunos son políticos muy talentosos y saben manejar el disgusto de la gente con el statu quo, como AMLO. Otros son capaces de materializar milagros. Fujimori hizo dos milagros –acabar con la inflación y con Sendero Luminoso–. Bukele ha hecho el milagro de controlar a las maras. Eso te puede dar una década en el gobierno. Pero esos son casos raros. Los latinoamericanos saben que la mayoría de los autócratas no gobiernan bien. Por cada Pinochet, hay diez Videlas y por cada Fujimori hay diez populistas fallidos. Una alternativa autoritaria puede parecer atractiva. De ahí los números de Latinobarómetro. Pero lo que debemos aprender, como lo han aprendido los venezolanos, es el costo del autoritarismo. Los autoritarios de izquierda no resuelven la pobreza y la desigualdad; los autoritarios de derecha no necesariamente liberalizan la economía o proveen mejor seguridad.

Gabriel Boric.

Uno de los mejores outsiders. Hay una tendencia latinoamericana a votar por outsiders de centro, izquierda y derecha. Se trata de gente que viene de fuera de la elite política y son recién llegados a la política. El riesgo de esto es que estos líderes no tienen experiencia política, no conocen a fondo las normas democráticas ni tienen entendimiento de cómo se gobierna. El caso más extremo que hemos visto en años recientes es el de Pedro Castillo en Perú. Boric fue líder estudiantil y diputado, pero en general es bastante joven y nuevo en los términos que mencioné. Según esos estándares, ha gobernado relativamente bien. Ha demostrado ser pragmático y capaz de aprender. Es un presidente que cree en las instituciones. Pero también ha pagado el precio de no tener un partido político ni un equipo experimentado a su lado y, por supuesto, también el precio de personificar el oficialismo por ser el gobierno en un momento en que los latinoamericanos están hartos de sus gobiernos. Y en estos días uno se convierte en un “viejo político” demasiado rápido en América Latina. El camino desde que ser un outsider recién llegado hasta formar parte de la casta o la oligarquía solía tomar dos o tres décadas. Hoy toma dos años. Boric ha sufrido esa aceleración de manera más patente que nadie.

Venezuela.

Venezuela, como bien sabes, desafía las leyes de la gravedad en ciencias políticas. Una regularidad que muestran las ciencias políticas es que cuando una dictadura tiene un desempeño pobre por largo tiempo, esa dictadura pierde el poder, sobre todo cuando se trata del desempeño económico. Y la dictadura chavista tiene uno de los peores desempeños económicos en la historia mundial y es una de las grandes tragedias de Occidente. Es un país invivible que ha expulsado a un tercio de su población. Aún así, el chavismo sigue en el poder. He conversado con muchos venezolanos por veinte años, entre ellos miembros de la oposición. La oposición ha intentado todas las estrategias que existen bajo las estrellas y ha fallado. Pero enfrentar dictaduras es muy arduo y la oposición democrática debe seguir dando la batalla todos los días. No concuerdo en nada con María Corina Machado, pero ella es hoy la opositora más viable, más popular y más legítima y por eso la apoyo al 100%. Toda la clase política latinoamericana, incluyendo la izquierda democrática, debe apoyarla. A pesar de todos sus problemas, la oposición democrática venezolana ha sido increíblemente persistente y por eso merece nuestra solidaridad. Todavía está por verse si Estados Unidos usará el pequeño apalancamiento del que dispone para negociar con Venezuela.

Lula 2.0.

La mayoría de los presidentes 2.0 son menos exitosos que los 1.0. Un caso dramático es Carlos Andrés Pérez. Es muy importante que Lula haya derrotado a Bolsonaro en 2021. Brasil está hoy mejor que con él en el poder. Pero esperaba que en esta segunda oportunidad Lula hiciera un poco de autocrítica y revisara su posición sobre Venezuela. Esperaba que revisara los problemas de corrupción en el Partido de los Trabajadores y tampoco lo ha hecho. Y también que planteara una renovación del liderazgo de izquierda. Nada. Hasta ahora ha sido pragmático e inteligente para restablecer la gobernabilidad. Económicamente, Brasil lo está haciéndolo bien. El país ha retrocedido de una cornisa peligrosa donde se encontraba con Bolsonaro, lo que le da a Lula al menos la oportunidad de repensar el curso y hacer las cosas bien.

Daniel Ortega, el payasesco dictador de Nicaragua.

Realmente un chiste de dictador, pero qué exitoso. ¿Quién habría pensado que un dictador en el siglo XXI pudiese encarcelar a todos sus rivales políticos? Ni Somoza hizo eso. Ortega se ha llevado a todos por el medio y ha enfilado contra la Iglesia católica. Todo esto es muy peligroso porque ha habido ciertas líneas en América Latina que después de la década de los noventa pensábamos que no se podían cruzar. Ni siquiera el régimen de Venezuela las ha cruzado, pero Ortega sí lo ha hecho. Lo que preocupa es que una vez que se cruza esa línea, otros autócratas pueden pensar en seguir el ejemplo. Ortega está sentando nuevos precedentes en lo que es permisible. Y duele verlo.

¿Qué piensas de Andrés Manuel López Obrador y México?

AMLO es un populista muy exitoso. Hay áreas donde sus políticas han sido terribles como su respuesta a la covid. No le interesa lo que sucede fuera de su país. Eso es una tremenda vergüenza para México. América Latina se beneficiaría de una participación más activa de AMLO. La economía mexicana es dinámica y poderosa. México es un gran actor económico y debería ser un gran actor diplomático. AMLO es una decepción en muchos sentidos, pero se las ha arreglado para mantener su legitimidad y les gusta a los mexicanos. Y no es solo por ser un hábil demagogo, que lo es, sino por ser un político que ha aprendido a sostener su legitimidad, algo que mis buenos amigos en el PAN y el PRI perdieron por completo.

Supongo que lo dices a sabiendas de que persigue periodistas todos los días, acosa a sus críticos y mantiene contra las cuerdas a las instituciones que le hacen contrapeso al ejecutivo.

Puedes en desacuerdo conmigo, pero me parece que AMLO está más cerca de los Kirchner que de Chávez. Grita, amenaza y asusta, no le gustan las instituciones independientes y los organismos autónomos, aborrece los contrapesos y la transparencia, pero nunca ha cruzado la raya hacia el autoritarismo: las elecciones son justas y libres.

Cruzar la raya ha tratado, pero la Corte de justicia lo ha frenado.

Los años recientes han sido terribles para los periodistas pero básicamente por el crimen asociado al tráfico de drogas, no por el gobierno. AMLO no hace suficiente para protegerlos, los acosa y hostiga pero no los pone presos. Tampoco lo hace con sus opositores. Las próximas elecciones serán libres y justas, él se irá del poder y México seguirá siendo una democracia. Eso es muy distinto a lo que ha pasado en Venezuela, Bolivia y Ecuador. Es posible que Morena gane, pero el próximo gobierno será más débil que este. Gracias a Dios por la no reelección en México, una institución muy fuerte. Con AMLO fuera del gobierno, la próxima presidenta será menos amenazante para la democracia.

¿Cómo será la relación entre México y Estados Unidos si Trump llega a la Casa Blanca y AMLO ya está fuera de Los Pinos?

Será un gran desafío incluso para Claudia Sheinbaum si llega a ganar. Como se ve con los casos de Alberto Fernández en Argentina y Dilma Rousseff en Brasil, es muy difícil ser el “sucesor” de un líder populista que ha sido popular, particularmente cuando ese líder sigue vivo. Sheinbaum será vulnerable a esta percepción, más aún al ser la primera mujer presidenta. Ella no tiene el carisma o el talento político de su mentor. Usualmente, los predecesores comienzan a criticar a sus sucesores cuando no se sienten complacidos. Se ve con Evo Morales y Luis Arce en Bolivia y con Cristina Fernández de Kirchner y Alberto Fernández en Argentina. Los republicanos están haciendo campaña con la idea de una invasión militar a México y Trump es un bully, así que creo que él puede acosar a Sheinbaum y convertirse en una verdadera amenaza para su legitimidad y para el país.

Finalmente, ¿te has preguntado si la democracia liberal fue un periodo histórico que está pasando para abrir paso hacia otra cosa que aún no sabemos definir pero que tiene muchos rasgos de autoritarismo?

He pensado en esto antes. La democracia está en crisis en todo el mundo y no sabemos exactamente por qué. En muchos países de Occidente la crisis tiene que ver con la migración y la diversidad, otro tanto tiene que ver con la creciente desigualdad en Occidente, otra parte tiene que ver con las redes sociales. La pandemia ha empeorado la cosa. Para mí, un cambio principal, que es una paradoja, es que los países se están volviendo más democráticos en cierto sentido. Los distintos establishments políticos, las elites de los medios y de los grupos de interés, tenían muchísimo poder en todas las democracias del siglo XX. Un Trump, un Milei o un Castillo habría sido imposible en los ochenta. En el siglo XXI, los líderes partidarios son mucho más débiles, es posible llegar al votante sin pasar por los medios tradicionales o necesitar fondos de los grupos de interés. Uno puede ser un nadie y con un poco de ayuda de las redes sociales puedes llegar a ser presidente. Quien quiera puede llegar a ser presidente de los Estados Unidos o Perú, ya lo sabemos. Los políticos ya no tienen que pasar por el establishment, pueden declararse abiertamente anti-establishment y ser elegidos. Es una situación mucho más democrática que antes, pero mucho más volátil y peligrosa. La elección peruana en 2021 puede haber sido la elección más democrática en la historia del mundo. Un maestro provinciano sin partido ni plata, sin experiencia ni muchos amigos, con toda la clase política, los medios y la clase económica de Lima en contra, gana la presidencia. Sin embargo, el país cayó en crisis. Dado el debilitamiento del establishment, vamos a ver más Castillos, más Bolsonaros, más Bukeles y más Trumps en el futuro. Si estamos ante el fin de la democracia o de un cambio en su naturaleza, no lo sé. Probablemente, vamos a tener que reinventar la democracia con cambios formales e informales que serán fruto de la innovación y la experimentación en un proceso que va surgir desde abajo y no solo desde arriba. Desde esa óptica optimista, estamos yendo a un proceso de reforma democrática y no de colapso democrático, porque imponer autocracias en países con tanta sociedad civil y un grado alto de desarrollo como el de los países occidentales, incluidos muchos latinoamericanos, es muy difícil. ~

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(Caracas, 1969) es cronista y editor. Fue fundador y director de opinión de The New York Times en Español y es columnista de El País.


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