VII. Adiós al PRI

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Sería muy extraño que Adiós al PRI fuera eterno. Que no acusara el paso del tiempo, que su idea del país no tuviera fecha, que sus ensayos se leyeran igual hoy que cuando fueron publicados –entre 1985 y 1995. Sobre todo por tratarse de una antología de textos de combate cuyo propósito era hacer más factible, nombrándola, esa despedida. Acaso la impresión de que se trata de un alegato dirigido a lectores de otro tiempo, en función de una actualidad que ya no es la nuestra, sea el vivo testimonio de que ese porvenir en ciernes sobre el que escribió Zaid es, ahora, pasado inmediato. De que la despedida, efectivamente, ocurrió.

Zaid la concebía paulatina, acumulativa, pacífica. Prescindía de las visiones apocalípticas (un pri que durara per secula seculorum, un golpe militar, un levantamiento popular) no sólo por poco probables sino, más aún, por el efecto paralizante que ejercían sobre la imaginación democrática:

 

No estamos preparados para la transición. Nuestro futuro inevitable parece un tema prohibido, una terra incognita en la cual no queremos desembarcar ni siquiera mentalmente. Nos refugiamos en supuestos extremos: o todo va a seguir igual o todo va a cambiar violentamente. Bajo esos supuestos, no tiene caso explorar escenarios más realistas: de madurez política en México; un proceso que está en marcha, de maneras aún poco visibles, sobre todo si no queremos verlas. Vamos hacia el fin del pri con los ojos cerrados, como temiendo que después del pri, el diluvio [1985].

 

En principio, el escenario que Zaid proyectaba no implicaba la desaparición del pri, ni siquiera su derrota, sino su reinvención como un partido político competitivo. Si se sometía al veredicto de las urnas, si presentaba candidatos dispuestos y capaces de convencer a los ciudadanos, si abandonaba la práctica del dedazo o la cargada o todo ese viejo repertorio de chapucerías mejor conocido como alquimia electoral, el pri podía seguir existiendo, incluso ganar elecciones, pero ya no sería igual. Semejante metamorfosis no sobrevendría, sin embargo, por la propia voluntad de los priistas ni por una graciosa concesión presidencial. La oportunidad estaba, más bien, en que los valores y los votos de la sociedad siguieran gravitando hacia la oposición. Y es que Zaid confiaba en que el proceso de transformación socioeconómica que México había experimentado durante varias décadas conduciría, inevitablemente, a una transformación política. “A mayores ingresos, escolaridad, conciencia moderna, mayor rechazo a un sistema premoderno” (1985).

(Apunto, aunque sea en un breve paréntesis, una paradoja de la economía política zaidiana: mientras que en sus escritos sobre temas económicos Zaid desarrollaba una esmerada crítica contra la idolatría de ese amor imposible llamado progreso, en sus escritos sobre temas políticos se acogía sin recelo a intuiciones propias de la teoría de la modernización. De modo que si en El progreso improductivo el problema eran los costos de la modernidad, en Adiós al pri la solución es la modernidad misma.)

Zaid identificaba la política local como el ámbito más propicio para ese creciente electorado moderno. Los municipios y los gobiernos estatales eran el cauce más seguro (por ser relativamente menor su importancia dentro del sistema y, por ende, más débiles las resistencias a vencer) para que esas fuerzas reformadoras accedieran, poco a poco, al poder. La democracia tendría que empezar desde la periferia.

Ese escenario se apoyaba en tendencias estructurales de largo plazo, pero también en un oportuno sentido de la coyuntura. Durante los primeros años del gobierno de Miguel de la Madrid hubo una pugna intragubernamental entre quienes veían el reconocimiento de los triunfos de la oposición como una forma de amortiguar las presiones que el régimen enfrentaba tras la crisis económica de 1982 y quienes insistían en la necesidad de no ceder ningún espacio y mandar un mensaje de fortaleza ante la adversidad. Así, las intervenciones de Zaid ponían el dedo en la llaga de múltiples disputas municipales.

Sin embargo, el fraude en la elección para gobernador de Chihuahua en 1986 y en la presidencial de 1988, así como el encumbramiento de una nueva generación de políticos (los célebres tecnócratas), perturbaron la ruta trazada por Zaid. No sólo porque “si la escolaridad condujera a la democracia, la máxima democracia estaría en las cúpulas del sector público, cuya escolaridad promedio es de posgrado” (1988) sino porque una victoria democrática del pri era cada vez más difícil de creer. Zaid hacía, entonces, de tripas corazón:

 

Los partidos de oposición (y, desde luego, el pri) saben perfectamente lo que hace falta para que el sufragio sea efectivo. Hay que aceptar la imposición del sucesor a cambio de eso: de que llegue a la presidencia con el dedo amarrado. Si en las próximas semanas se negocia un amarre legal que garantice el sufragio efectivo en todas las elecciones que vienen, demos éstas por bien servidas [1988].

 

El proyecto de modernización autoritaria que puso en marcha Salinas de Gortari representó un desafío mayúsculo para la ruta bosquejada por Zaid. Si la presidencia débil de De la Madrid le había permitido imaginar una democratización en la que el pri tenía cabida, la presidencia fuerte de Salinas lo lleva a escribir que “las únicas elecciones creíbles serían las que perdiera el pri” (1991). Aplaude varios aspectos de la gestión salinista como la liberalización económica, la reforma de las relaciones entre Iglesia y Estado, las primeras gubernaturas de oposición en Baja California, Chihuahua y Guanajuato, mas sospecha de los “sueños de restauración” (1990) que los acompañaban. Conforme avanza el sexenio, el repertorio de su crítica incluye a los medios de comunicación, los sindicatos, la oposición e incluso ciertas formas de protesta ciudadana –“el abucheo no es, ni remotamente, un diálogo maduro y democrático […] es todavía una manifestación de impotencia […] un gallo destemplado de la sociedad que no logra emanciparse” (1993). Los asesinatos políticos de 1993 y 1994, así como la rebelión del ezln en Chiapas renuevan la convicción zaidiana de que el pri, como sistema, no tenía ya posibilidad alguna de regenerarse. No caería exactamente como Zaid quería en un principio, pero caería de todas maneras. No sería una transición de terciopelo pero tampoco una catástrofe.

El resultado de la elección presidencial en 1994, en consecuencia, lo toma por sorpresa. Una participación sin precedentes (casi el 80% de los empadronados), en un contexto por demás propicio para la alternancia, entregó una holgada victoria al candidato priista, Ernesto Zedillo. “Resulta extraño que los mexicanos hayan salido a votar como nunca, para votar como siempre” (1994). Al poco tiempo, no obstante, el enfrentamiento entre Salinas y Zedillo a raíz del error de diciembre, con sus múltiples reverberaciones, es para Zaid un indicio de que algo se ha quebrado irremediablemente, de que al desfase entre sistema político y sociedad había que sumar la ruptura al interior del pri. Entonces advierte un riesgo, antes insospechado, que la democratización podría traer consigo: “hay que evitar que el derrumbe del presidencialismo termine simplemente en la autonomía de las mafias sin ley […] que no desapareciera el negocio de las aplanadoras sino que se volviera local, financiado y operado por los antiguos socios a cargo de las sucursales” (1995).

Uno empieza releyendo Adiós al PRI con la impresión de que está ante páginas para otra época, pero lo termina y se pregunta: ¿no será que al leerlo leemos, además, una confusión muy del presente? No me refiero a que estemos en las mismas, sino a los problemas inherentes a llevar un diario de la actualidad, a la vocación de ir ensayando sobre la marcha. Me refiero, en suma, a la batalla intelectual que dio Zaid. A que, como escribió Cornelius Castoriadis,

 

pensar no es salir de la caverna, ni reemplazar la incertidumbre de las sombras con el nítido perfil de las cosas mismas, el titubeante resplandor de una llama con la luz del verdadero Sol. Pensar es entrar en el laberinto […] Es perderse en galerías que sólo existen porque las cavamos incansablemente, dar vueltas en el fondo de un callejón sin salida cuyo acceso se ha cerrado tras nuestros pasos –hasta que ese girar abre, inexplicablemente, fisuras transitables en el muro que nos rodea. ~

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es historiador y analista político.


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