Habrá sido la fascinación por lo invisible lo que, hace ya unos años, me llevó a buscar un salvoconducto hacia una de las ciudades interiores más sorprendentes de la ciudad de México: El Molino, el gueto del Frente Popular Francisco Villa, en Tlalpan. La idea de que existiera un cinturón de campamentos en catorce de las dieciséis delegaciones, con más de veinte mil familias, dirigido desde una ciudad amurallada asentada en un terreno ecológico en el deep south mexica se me congeló en la memoria, cuando las enormes rejas del villismo se abrieron tras explicaciones, nombres, quizás un par de mentiras. Nadie entra al Molino si no es con una autorización del Comité Político del Frente, un organismo de dieciséis miembros, nueve de los cuales contaban en esos días con órdenes de aprehensión. Uno de ellos con mejor apodo que nombre, “El Frijol”, José Jiménez, me repitió desde el techo de las oficinas centrales: “No estás hablando conmigo. Yo no estoy aquí. Ando clandestino.” Hace un año lo vi en la única sesión de diálogo entre los ejidatarios antiaeropuerto de San Salvador Atenco y el gobierno federal. Era asesor, ya no un fantasma.
Vista desde arriba, la ciudad interna de los panchos villas es claramente un mecanismo de movilización política, movilidad social y patrimonialismo: de un lado, un área de cientos de hectáreas llenas de techos de cartón y lámina ennegrecida con chapopote, y andandores de tierra de no más de cinco metros de ancho por donde caminan miles, y del otro lado, enormes edificios de tabique rojizo, con las efigies del Che, Marx Engels y Ho-Chi-Min. Después de acumular una serie de puntos número de movilizaciones, tequios, cuotas, una familia de la zona de cartón puede acceder a uno de los sólidos departamentos. Cada casa de cartón, a la que todo adherente tiene derecho, es de seis por cinco metros. Los departamentos en el aire, de cuarenta metros cuadrados. La cartonlandia mira su propio futuro todas las mañanas y se apresta para la marcha, el plantón, la cuota semanal de veinte pesos, la negociación de una situación menos precaria. A pesar de que todos están asentados en terrenos ecológicos o predios propiedad del gobierno, la genialidad del villismo urbano es que puede exhibir a los recién llegados el futuro por el que deben trabajar y les da, de entrada, una región que, si bien es un terregal, está a salvo del resto de la ciudad. En El Molino, las murallas de metal que cercan a los villistas están custodiadas día y noche por guardias del asentamiento, “la velada” por las noches mantiene afuera a la delincuencia. Si un vecino llega ebrio, se lo escolta hasta su módulo; si resulta que nadie lo conoce o la familia no quiere convivir esa noche con él, se lo echa de la ciudad interna. Una enorme torre de vigilancia con un sonido potente, en el centro de todo, como en las prisiones, le da al Comité una visión adelantada de alguna posible incursión de la policía. Fue desde ahí donde “El Frijol” vio a un grupo de policías intentar rodearlos la noche que los 1,111 zapatistas se quedaron a dormir para las sesiones de la primera fundación del Frente Zapatista.
Los muchachos se organizaron y se pusieron a dar vueltas con antorchas alrededor de la barda, por dentro. La policía vio eso y se retiró.
¿Sólo con antorchas? le digo. ¿No habrán sacado armas?
Aquí no hay armas. Es la leyenda negra del villismo. No las necesitamos.
Quizás “El Frijol” no mienta. La ciudad interna del villismo urbano son miles dispuestos a dar todo por permanecer aquí. Son los desechados del fovisste, infonavit y fonapo, los que no llegan a crédito de vivienda alguno por no contar con empleos fijos o salarios suficientes. Llegaron y nadie los recibió, dándolos por perdidos en una ciudad en la que los inmigrantes siempre se han perdido. Fueron invisibles para el poder, excedentes, inayudables, sacrificables, y se hicieron numerosos y sólidos: tienen una tienda de abasto popular, una biblioteca, la escuela, que abarca desde la alfabetización hasta la preparatoria mezcla entre saberes establecidos y consignas ideológicas, el Centro Urbano de Educación Permanente “Carlos Marx”, una organización por módulos, faenas voluntarias para hacer los edificios, vigilancia interna, limpieza por turnos, y a cien mil personas que pueden movilizarse en menos de tres horas. Dentro de sus miles de casas de cartón están tan a salvo como en cualquiera de las ciudades internas de la ciudad inabarcable.
El origen de los villistas está, como muchos otros de la historia reciente del país, en la huelga de los estudiantes de la UNAM en 1987. Un año después, dos mil familias llegaron con sus tiendas de campaña, provenientes del desalojo de Lomas del Seminario, a vivir a los jardines de la Biblioteca Central, “Las Islas” de la UNAM. Estuvieron ahí un mes, entre el futbolito de los que ya se fueron a extraordinario y la parejita más allá del historial académico, hasta que les prometieron que tendrían un nuevo asentamiento. Al no recibirlo, invadieron El Molino, a un costado del Canal de Cuemanco. Ahí, su dirigente original, Elí Homero Aguilar, estudiante de la corriente radical de Ciencias Políticas, fue detenido. Ahí, cuando los priistas asentados al lado, también ilegalmente, le prendieron fuego a cien casas de cartón con chapopote, la policía impidió que sacaran agua del Canal y ellos, amurallados, no permitieron la entrada de los bomberos. Hasta ahí llegué unas horas, indebidamente sorprendido de que los niños tuvieran como canción el “Zapata vive, la lucha sigue”, asombrado sin razón por constatar que la ciudad de México tenía una ciudad marxista en su interior, desconcertado porque veinte mil familias vivían así, invisibles para las avenidas que los circundan, refugiados en una comuna de perros.
Ese día, ahora lo recuerdo, había fiesta en El Molino: un aniversario de la muerte del Che Guevara y mucho Carlos Puebla en el sonido. Salimos ya de noche, nos escoltaron, y el jefe de prensa, alguien convenientemente llamado Alfredo Burgos, me advirtió sobre lo que esperaba que yo escribiera. Fue en ese instante cuando decidí que jamás había estado ahí. ~
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