Vindicación de Rómulo Betancourt

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Rómulo Betancourt nace el 22 de febrero de 1908, pero a la política y a la historia lo hace con el movimiento que, desde la Universidad Central de Venezuela, se opone a la dictadura de Juan Vicente Gómez en 1928. Antes que el suyo, hubo diversos movimientos estudiantiles. Pero este va a inaugurar una nueva era con tres aportes fundamentales, que hoy permanecen vigentes.

El primero es la lucha contra el personalismo. Los jóvenes del 28 no se proponen acabar con Gómez (por mucho que lo sueñen) sino con el gomecismo. Dicho de otra manera, para que se comprenda mejor su posición antipersonalista, deben comenzar predicando con el ejemplo. En uno de los primeros textos que escribió en su primer exilio Betancourt pone el acento en algo que por mucho tiempo se consideró de poca importancia: el uso de la boina azul por parte de los estudiantes que se alzaron contra la tiranía de Gómez. Se pensaba que era el símbolo o el uniforme de una comparsa, puesto que esas acciones tuvieron lugar durante el carnaval. Pero Betancourt se refiere a esa boina como un “símbolo incorpóreo”. Al hablar en esos términos, no sólo da su verdadero sentido a aquel momento de la historia venezolana, sino que establece un principio que lo acompañará durante toda su vida política y que, en cierto modo, le dará el tono, como aspiración y como realidad, al siglo XX venezolano a partir de 1936. Se trata del combate por la despersonalización del poder. La tiranía, de la cual la muerte libera a Venezuela el 17 de diciembre de 1935, no era la de un partido (conservador o liberal) ni la de una institución (la Iglesia o el Ejército) sino la de un hombre: el benemérito general Juan Vicente Gómez. Por cierto, eso no le era exclusivo: durante todo el siglo XIX los venezolanos se acostumbraron a que quien los mandaba no era el presidente de la república sino el general tal o cual.

De modo que es la situación imperante la que les dicta su primer deber político: torcerle el cuello al personalismo. Y la mejor manera de hacerlo es predicando con el ejemplo. Al nacer a la vida política al filo de sus veinte años, los estudiantes de 1928 no ponen su movimiento bajo la advocación de los viejos caudillos que envejecían en el exilio ni colocan por delante la propia persona. Se llaman a sí mismos con una designación colectiva: la “generación”. Con ese nombre entrarán en la historia: es el “nosotros”, por oposición al “yo” de los caudillos. Para enfrentar la egomanía de tiranos y antitiranos, evitarán la primera persona del singular y acogerán su plural: no “yo” sino “nosotros”; no “un caudillo” triunfante o derrotado sino una “generación”.

El segundo aporte es el aborrecimiento del militarismo, expresado con claridad en 1930 en un pacto que Rómulo Betancourt, Raúl Leoni y Ricardo Montilla firman con Francisco de Paula Aristeguieta: 

 

 

Los firmantes se comprometen expresa y categóricamente a no prestar su colaboración y a oponerse en todos los terrenos de la lucha política al establecimiento de un gobierno militar en Venezuela, para substituir al régimen gomecista […] su ideología de raíces civiles y su conciencia de que el militarismo ha sido el peor de los males públicos de Venezuela, no se aviene con la persistencia de los hombres de campamento y de cuartel en el manejo de la cosa pública.

 

 

Otros dos hitos del Betancourt histórico están asentados en aquellos principios señalados desde 1928, y se sitúan a diez años el uno del otro. Serán, en 1931, el Plan de Barranquilla; en 1941, la fundación de Acción Democrática.

El llamado Plan de Barranquilla muestra en su nombre la poderosa influencia de la Revolución mexicana. Pero la organización que se propone allí no es, como es tradicional en Venezuela, un partido militar. Aunque conserva alguna alusión no muy clara a un movimiento armado a corto plazo, el Plan de Barranquilla señala la ruptura de Betancourt y su grupo de fieles con las ilusiones garibaldinas. Hay dos características novedosas en ese documento. La primera, pese a que algunos elementos de estilo revelan que su autor es Rómulo Betancourt, es que evita presentarse como propuesto por una individualidad; lo es por un colectivo, la Agrupación Revolucionaria de Izquierdas (ARDI), que con ese acto se pretende fundar. La segunda es la ausencia de “coroneles” o “generales” entre los firmantes. Casi como consecuencia de esta falencia, por primera vez en la historia de Venezuela una generación de hombres políticos parece abandonar el inmediatismo y plantearse sus luchas en términos de años o de décadas.

El otro principio por el cual Betancourt luchará a brazo partido durante toda su vida es el de la inclusión. Esto tiene varias vertientes. El primer trabajo con el cual busca dar un asiento teórico a su pequeño grupo fundado en Barranquilla, y que titulará Con quién estamos y contra quién estamos, es un ensayo polémico destinado antes que nada a rebatir el antiandinismo. Eso podía sonar sacrílego a los oídos de la emigración venezolana, muchos de cuyos más conspicuos representantes atribuían los males de Venezuela a la larga presencia de los andinos (como lo eran Cipriano Castro y Juan Vicente Gómez) en el gobierno. No, responde airado Betancourt, los andinos están sometidos a la misma miseria, a la misma opresión, a la misma explotación que el resto de las regiones venezolanas. El problema no es entonces liberarse de los andinos, sino del yugo de los gamonales terrófagos y de las compañías extranjeras. Pero no es sólo a la discriminación, al odio y a la exclusión de los venezolanos de una región determinada a lo que se opondrá Betancourt sino a algo mucho más odioso: a la exclusión social pero también política de la aplastante mayoría de los venezolanos.

Con todo, lo más relevante de ese documento es que, al romper lo que él mismo llamaba en 1940 los “arcaicos cartabones” del liberalismo gomecista y antigomecista, señala, en el terreno teórico, el inicio de la modernidad en la historia de su país. Porque contiene el propósito de fundar la Venezuela moderna, la cual verá la luz a lo largo de los próximos setenta años, desarrollando y completando los principios esbozados en el plan, pero sin abandonarlo en lo esencial.

Cuando en 1941 presenta en sociedad su organización Acción Democrática, dirá de ella que se trata de un partido “nacido para hacer historia”. El resto del siglo XX lo confirmará, pero resulta una banalidad decirlo. La fundación del partido en 1941 no es sólo un acontecimiento histórico visto desde nuestra perspectiva presente, a casi tres cuartos de siglo de distancia, sino desde el momento mismo de su ser natural. Porque nacía limpio del pecado original del militarismo y durante los cuatro años siguientes se empeñó en convencer a los venezolanos de que se trataba de un partido nuevo, pues ni “cogió el monte” ni pactó con el gobierno. También venía curado del otro vicio que había enterrado al liberalismo del siglo XIX: el personalismo.

Fue así como, entre los firmantes del documento que fundaba el partido y proponía al gobierno su legalización, no figuraba el nombre de su creador, Rómulo Betancourt. Sea por un empeño “teórico” de sumergir la suya en una voluntad colectiva, sea por cuidar la precaria legalidad de su partido, pues su nombre podía todavía apestar demasiado a comunismo, el caso es que esa ausencia tuvo dos resultados contradictorios.

El primero fue que facilitó legalizar la organización. El segundo fue que, pese a la presencia de los dos escritores más populares de Venezuela, Rómulo Gallegos y Andrés Eloy Blanco, el público asistente al mitin fundacional dedicó los aplausos más torrentosos a Rómulo Betancourt, quien, se supone, venía a hablar “sólo” de los problemas económicos del país. La organización reconocía así a su fundador, pero este no estimulaba en ella esa adhesión ciega que exigen los líderes carismáticos. A lo largo de los años Betancourt sería siempre el primus inter pares en su partido, pero nunca el duce, el Führer, el caudillo.

El siguiente hito en la vida del Betancourt histórico es su colaboración en la conjura triunfante del 18 de octubre de 1945, y su acceso a la presidencia de la Junta Revolucionaria de gobierno allí establecida. Los términos empleados aquí para caracterizar ese momento y esa situación podrían prestarse a confusión y sobre todo a polémica: en ese acontecimiento, ¿el papel de Betancourt fue el de segundón o el de protagonista? En verdad, hay allí un momento pero dos faces y dos fases, dos procesos. Para decirlo en la forma más simple posible: una cosa es el 18 de octubre y otra el trienio que le sigue hasta el 24 de noviembre de 1948. Un estudioso norteamericano, Chalmers Johnson, al estudiar la diferencia entre “golpe” y “revolución” en nuestra historia, dice que lo primero designa a un movimiento que se agota en el ámbito de una administración, mientras que se habla de “revolución” cuando ese movimiento envuelve a la sociedad entera. Si nos atenemos a eso, podemos decir que el 18 de octubre de 1945 no fue una revolución sino un pronunciamiento militar clásico, y como tal el papel de Betancourt fue relativamente secundario. Esta no es una consideración polémica; la avalan dos testimonios insospechables.

Uno es el acta constitutiva de la Junta Revolucionaria de Gobierno, donde se habla del Ejército que “ejecutó” la revolución y del partido Acción Democrática que “cooperó” en ella. El segundo es la opinión del propio Betancourt vertida en su libro Venezuela, política y petróleo: el 18 de octubre, escribía en 1956, no fue producto de “una bravía insurgencia popular” sino un pronunciamiento militar clásico.

El papel de Betancourt, reducido a sus exactas dimensiones, no deja de ser un acontecimiento histórico, por varias razones. Una, porque era la primera vez que se producía un golpe militar en Venezuela. Cierto, el siglo XIX estuvo repleto de “generales” y “coroneles” alzados, con éxito o sin él. Pero el Ejército profesional que se conoce hoy lo fundó en los hechos el general Juan Vicente Gómez el 5 de julio de 1910. Ese día, ejecutando un decreto de 1903, abrió las puertas de la Academia Militar. Así, quien llegó al poder 18 de octubre de 1945 fue el Ejército como institución, no un movimiento personalista, pues los mandos medios que lo protagonizaron fueron comandados por el oficial de mayor jerarquía, mayor Marcos Pérez Jiménez, no por su ascendiente personal sino por su situación profesional.

En segundo lugar, era casi un dogma (basado en la proclama del Libertador en su lecho de agonía), tanto en las fuerzas armadas como en buena parte de la sociedad, el aborrecimiento de la política y en particular del partido político. Se solía oponer así al Ejército, símbolo y garantía de la unidad nacional y la paz, y al partido político, que como su nombre mismo lo indica es símbolo de división y pluralidad. El carácter histórico del golpe del 18 de octubre de 1945 se debe también a que la “presentación en sociedad” del partido político la hace su poderoso padrino, el Ejército. A partir de entonces el partido político no es sólo aceptado legal sino socialmente. El 18 de octubre aparecen, pues, dos nuevos actores en la escena política: el Ejército y el partido. Que un acontecimiento se revele histórico no implica que sea positivo o negativo: lo es si desencadena o revela un proceso que impacta a la sociedad entera.

Así, el 18 de octubre de 1945 es una jornada ambivalente. Porque también lleva en sí el germen de la propia destrucción: la unidad cívico-militar se reveló el 24 de noviembre de 1948 como una alianza del tiburón y las sardinas. En esa fecha los militares echaron del poder a su aliado civil para instaurar la última dictadura del siglo XX venezolano.

Pero un día después del 18 de octubre comienza otra historia. Uno, porque es la primera vez que un gobierno impuesto por los hombres de armas es presidido por un civil, y porque ese civil gobierna de verdad y no como un simple títere de los militares. En segundo lugar, porque el tercer decreto del nuevo gobierno prohíbe a los miembros de la Junta ser candidatos en las elecciones para escoger al próximo presidente de la república; la intención era romper con la tradición ventajista según la cual “gobierno no pierde elecciones”. Pero, a la vez, era un retrato hablado del único de sus miembros que podía aspirar en lo inmediato a la primera magistratura: Rómulo Betancourt.

Se puede decir que si ese decreto no fue redacción o iniciativa suya, contó con su anuencia, y fue menos un haraquiri (como lo llamó el propio Betancourt) que un golpe mortal (se creía o se quería) al personalismo. Vana ilusión.

 

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Con todo, lo que hará de Betancourt un personaje histórico de primera fila será la promulgación del Estatuto Electoral de 1946, que el historiador Germán Carrera Damas considera, no sin razón, el documento más importante de la historia de Venezuela después del Acta de Independencia de 1811. A partir de allí, el Estado venezolano deja de ser, en la percepción de la mayoría, un conjunto de instituciones gubernativas para hacerse nacional. Además, las elecciones que siguieron marcaron el ingreso de Venezuela a la sociedad de masas característica del siglo XX.

Para situar esto en una perspectiva histórica más amplia, conviene aclarar que la aceptación de Betancourt de la democracia política como uno de los principios centrales de su doctrina tiene un origen menos filosófico que histórico. En casi toda la primera mitad de la década de los treinta del siglo XX, Betancourt se sintió atraído por el comunismo leninista. Como él mismo lo escribió alguna vez, soñó por un momento, como tantísimos jóvenes en toda América Latina, con una revolución a la rusa, “con nuestro Zar de Maracay fusilado al amanecer”. La verdad es que ese “momento” duró para Betancourt un lustro. Él no era hombre, por lo demás, de quedarse sentado en una biblioteca hartándose de teoría política revolucionaria. Se lanzó entonces a la acción, llegando a convertirse, gracias a su inmensa capacidad de trabajo, a su cultura marxista y a sus dotes de organizador, en el jefe real del partido comunista de Costa Rica.

Sin embargo, la adhesión de Betancourt al comunismo en Costa Rica no se produce sin reticencias. La Tercera Internacional Comunista pasa entonces por su período más sectario, el de la llamada política de “clase contra clase”, y Betancourt no deja de creer, como lo dice en una carta a Valmore Rodríguez, que sea una “majadería” la “estigmatización, desde el VI Congreso, de las consignas de democracia política para los partidos semicoloniales”.

Lo más curioso es que Betancourt se opone al sectarismo suicida de los comunistas, pero sin aceptar por eso las tesis de los socialdemócratas. Él compartirá con los primeros, si no su odio visceral, por lo menos una desconfianza nada pequeña. Todavía resuenan en sus oídos los anatemas de Lenin y de su admirado León Trotski contra el reformismo. Pero por mucho que admire al creador del Ejército Rojo, el Betancourt de aquellos años no es trotskista.

Como todos los bolcheviques, el propio Trotski tenía una concepción instrumental de la democracia política, a la que consideraba, como todos ellos, despreciable y sobre todo prescindible por su contenido de clase: “burguesa”, para decirlo con sus palabras.

Aunque Betancourt no desdeña emplear ese lenguaje entonces, su compromiso con la democracia política es real, profundo y no circunstancial: la democracia “burguesa” no es (o no es solamente, para situarnos en la línea de su pensamiento de entonces) apenas un “prerrequisito” para la revolución socialista. Aparte de toda consideración teórica, quien tanta preocupación manifestaba entonces por hablar un lenguaje que fuera comprendido en su momento por las masas venezolanas debía saber que no era fácil convencerlas para que sustituyeran una dictadura terrorista, como la de Gómez, por otra dictadura terrorista, por muy del proletariado que fuera o pretendiera ser.

A partir del momento en que pisa de nuevo tierra venezolana tras la muerte de Gómez, al sumergirse en esas masas con cuyo contacto soñó tanto en las largas noches del exilio, el compromiso de Betancourt con la democracia política se hace más profundo, menos circunstancial. Es que se da cuenta de que, con toda la inmensa cantidad de problemas que agobian al pueblo venezolano, el deseo de democratizar la vida pública priva sobre todos los otros.

Hay algo más. Al llegar al poder por primera vez en 1945 no pudo evitar que la dinámica misma de un régimen revolucionario y la aplastante mayoría de que gozaba su opción política en el electorado hicieran florecer un fosco sectarismo y lo que se llamó entonces el “canibalismo político”. Lo cual condujo al derrocamiento de Gallegos en 1948 y a la amarga experiencia de la dictadura militar.

La reflexión sobre esas circunstancias y el impulso unitario que llevó, tras intensos combates de calle, al derrocamiento de la dictadura dejó claro a Betancourt que ningún régimen podía sostenerse si, en las palabras o en los hechos, pretendía excluir a quienes le adversaban en el combate político.

Fue así como se firmó uno de los documentos más importantes y de resultados más profundos y positivos en toda la historia de Venezuela: el Pacto de Punto Fijo. Por primera vez en la historia de la Venezuela republicana los adversarios dejaban de verse como enemigos y de practicar la política suicida de negarse a reconocer la existencia del adversario. Prefirieron pensar que para los partidos no existían enemigos en el campo civil.

Ese pacto hizo posible que, con tres candidatos enfrentados a la presidencia de la república, los partidos aceptaran que sus votos respectivos se contabilizaran como un solo paquete, lo que les permitió no sólo formar un gobierno de coalición –modalidad también inédita en la historia de Venezuela– sino aprobar la Constitución de 1961, la de más larga vida en la historia republicana de Venezuela.

 

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Nunca en la historia de Venezuela un dirigente político había escrito tanto como Betancourt. Pero esta afirmación estaría incompleta si no precisáramos el significado de lo que él mismo llamó su “periodismo de combate”, al que lo lanzó el fragor de las luchas sociales. Aquella afirmación quiere decir que nunca antes –y por lo que estamos viendo, nunca después– la política venezolana había sido, sobre todo, un combate de ideas.

Lo primero es lo que podríamos llamar el “aprendizaje de la democracia” si no fuera porque es algo mucho más elevado y significativo: lo que hemos llamado la “invención de la política”. Eso se basa en la distinción hecha ya hace cinco siglos por Maquiavelo. La acción de Betancourt y sus compañeros hace entrar a Venezuela en el reino de la política. Aquellos muchachos que en 1928 se alzaron contra el gomecismo y que con los años, aliados o enfrentados, han continuado el mismo combate fueron los inventores de la política en Venezuela.

Pero el aporte propio de Betancourt en este terreno fue el de haber comprendido, por encima de sus compañeros de generación y de combate, que política y democracia no eran sinónimos absolutos, porque, como muy bien lo intuyó en su momento Tocqueville, la democracia puede muy bien ser, y a veces sólo eso, la dictadura moral de la mayoría. Fue desde ese momento que comenzó a romper con la idea de que la política es apenas lo que el atroz neologismo marxista llama una “superestructura”.

Fue entonces también cuando la reflexión y la acción lo llevan a comprender, sin haber leído a un Gramsci todavía inédito, lo que este último llegaría a llamar la “autonomía relativa del hecho político”. Y ese “hecho político”, que no es sino la traducción a términos más modernos del vivere politico maquiaveliano, es el abandono de aquella actitud que el jurista René Capitant hacía arrancar de las guerras de religión, y que se resume en la negativa a reconocer la existencia del adversario.

Desde el momento en que, al contrario de lo que postula Carl Schmitt, se deja de ver al adversario como enemigo, se entra al reino de lo político. Es lo que Betancourt revela haber comprendido plenamente al final de los años cincuenta, luego de pasar por la amarga experiencia de la dictadura.

 

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Cuando se dice que el acento puesto en la democracia política es uno de los aportes más profundos y duraderos del pensamiento y la acción gubernativa de Betancourt, mucha gente, pensando en la actual situación venezolana, podría llegar a la conclusión de que ese aporte no fue tan profundo ni tan duradero. Pero se pueden decir dos cosas. La primera es que el actual gobernante venezolano no llegó al poder por un pronunciamiento militar, como él lo quiso en 1992, sino por esas elecciones que le impuso el sistema democrático. Y que si no se puede decir, en el país de Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez y Marcos Pérez Jiménez, que el régimen venezolano de 2008 sea todavía una dictadura, no es por la voluntad del gobernante sino por la vigorosa oposición, por la muestra del vigor de la cultura democrática del venezolano.

Lo que distingue a un estadista de un político es que mientras este piensa en las próximas elecciones, aquel, el estadista, piensa en las próximas generaciones. Si algo distingue a Rómulo Betancourt de una gran cantidad de los políticos latinoamericanos –por desgracia, durante demasiado tiempo mayoritaria– es que el poder no fue para él la culminación de una carrera, sino el comienzo de otra. El solo hecho de haber culminado su período es su mayor triunfo, porque ese era el centro de las preocupaciones en 1958.

Debe señalarse también como un hito histórico algo que llamó mucho la atención de la prensa internacional en su momento: al frente del Estado acaso más rico de Latinoamérica (en relación con su población), Betancourt salió de la presidencia tan pobre como había entrado.

 

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A su regreso, después de diez años de exilio, en 1958 Betancourt vuelve a ser protagonista de un hecho histórico: la primera vez que alguien llega al poder por el voto popular sin ser percibido como el candidato del gobierno. Para sorpresa de sus adversarios, los campesinos le pagaron con sus votos el haberlos convertido en ciudadanos, el haberlos nacionalizado dos lustros antes. De igual manera, será el primer presidente electo por el voto popular que complete su período de gobierno. Y también el primero que se niegue a aceptar una tercera presidencia que le ofrecía su partido y para la cual, a juzgar por los resultados electorales del año 1973, habría sido reelecto abrumadoramente.

No se intentará esbozar aquí un recuento de los hechos más relevantes de esta segunda presidencia de Betancourt, ni se analizará su gestión gubernativa, ni se emitirá un juicio sobre su bondad o maldad. Hablaremos sólo de dos aspectos cuyo tratamiento Betancourt se reservó siempre para sí: lo militar y lo petrolero.

En cuanto a lo primero, Betancourt insistía machaconamente (para emplear una expresión muy de su estilo) en que le hablaba al país en su doble condición de presidente constitucional de la república y de comandante en jefe de las fuerzas armadas. Esa no era una manifestación puramente retórica: por primera vez en la historia de Venezuela un presidente se hacía obedecer de verdad por los hombres de armas. Se puede traer a colación aquí el testimonio de uno de sus más tenaces enemigos, Simón Sáez Mérida. En un libro de intención denigratoria, ese autor pensaba que, en el terreno de las relaciones con las fuerzas armadas,

 

 

[…] alguien podría suponer que Betancourt, como Frondizi en Argentina o Janio Quadros en Brasil, era un prisionero del aparato militar y que a través suyo, y acaso a su pesar, obraban las inducciones e imposiciones militaristas. […] Betancourt […] era el verdadero gallo y no era prisionero de ellos. […] Sabía jefear más que ellos y sabía perrearlos. […] No era el preso, el prisionero, el acorralado por ellos, el jefe de papel. Puertas adentro, era el vértice de la cúpula militar. No era una farsa su jaquetonería de “comandante en jefe”.

 

 

La otra asignatura a aprobar por cualquier gobernante en el siglo XX venezolano era la política petrolera, sobre la cual Betancourt había estudiado, reflexionado y escrito desde su primera juventud. Desde muy temprano, comenzó a preocuparse por la condición monoproductora y dependiente de la economía venezolana, y a hacer cuentas sobre “cuánto se llevan y cuánto nos dejan la compañías petroleras”. Al regresar al poder en 1958, seguía convencido de que, en materia económica, lo primero era el petróleo.

Un artículo sobre ese tema, publicado en la revista de la Federación de Estudiantes, fue el primer paso de un trabajo cotidiano sobre el asunto, el cual daría sus frutos veinte años más tarde, cuando su opus magnum fue publicado por el Fondo de Cultura Económica de México con el título de Venezuela, política y petróleo. Es una obra de historia y la síntesis de su proposición política, amén de una detallada defensa de su obra de gobierno en el trienio 45-48.

1960 es el año más importante del gobierno de Betancourt en relación con el petróleo. Tiene apenas un año de haberse encargado del poder y ya Betancourt hace arrancar los dos motores fundamentales de su política petrolera y de la de sus sucesores: el 19 de abril, dentro de las celebraciones de la fecha patria, dicta el decreto 260 de su gobierno, creando la Corporación Venezolana del Petróleo, CVP.

Un mes después llega a Venezuela el ministro de Asuntos Petroleros de Arabia Saudita, jeque Abdullah Al Tariki, quien, en una declaración conjunta con Pérez Alfonzo, propone que los países exportadores de petróleo adopten una política común en materia de precios. El mayor logro de Betancourt no será así, como él mismo lo esperaba, la creación de la Corporación Venezolana del Petróleo sino la decisiva contribución de Venezuela a la creación de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, la famosísima OPEP, en los años setenta. Una comprensible aberración ha hecho ver al ministro de Minas Juan Pablo Pérez Alfonzo, por su innegable autoridad moral como por su defensa de los intereses de Venezuela en el mercado petrolero mundial, como el “Padre de la OPEP”, como alguien que había concebido esa organización desde un principio como un todo acabado hasta en sus menores detalles. La verdad es otra, aunque el papel de Pérez Alfonzo no sea menor ni tampoco lo sean sus méritos. Quien diseñó en primer lugar la política general del país en materia petrolera fue, como es normal, Betancourt. Y no sólo por su condición de presidente sino por su inquietud, desde 1929, por las cuestiones del petróleo. Pérez Alfonzo tuvo siempre el cuidado de poner el acento sobre eso: la paternidad de la política petrolera venezolana no era suya sino de Betancourt; se podría decir que él jugó el papel de “segundo violín”, y eso desde una fecha tan temprana como los años cuarenta.

La creación de la OPEP fue una opción menos ideológica que pragmática, aunque desde siempre existía en Venezuela un gran resentimiento hacia las compañías petroleras que determinaban el precio y la producción del petróleo sin consultar al país “anfitrión”. Pese a eso, fue una circunstancia exterior, la reducción unilateral de los precios del crudo del Medio Oriente, decidida en febrero de 1959 y agosto de 1960, la gota que derramó el vaso. Para reflexionar en conjunto sobre esa decisión, y por aquella iniciativa de los ministros Juan Pablo Pérez Alfonzo y el jeque Abdullah Al Tariki, se reunieron el 14 de septiembre en Bagdad los representantes de cinco grandes países productores de petróleo: aparte de los dos ya nombrados, estuvieron Irán, Iraq y Kuwait. Nacía así la OPEP, la cual llegó a tener más tarde trece miembros.

Los beneficios obtenidos por la formación de ese “cartel” no fueron tan espectaculares de inmediato como llegaron a serlo en los años setenta. Aunque ya en el periodo constitucional de Betancourt pueden señalarse al menos dos resultados muy importantes, uno desde el inicio, otro en 1964. El primero fue que se terminó con el espectáculo humillante de la determinación de los precios del petróleo por decisión unilateral de las compañías, sin participación alguna de los países productores: se comenzó entonces la etapa llamada de “la consulta”. El otro fue que, en 1964, la OPEP logró su primer triunfo: las compañías petroleras aceptaron uniformar la tasa de regalías en todos los países miembros, tasa que no podía ser deducida del impuesto sobre la renta que esas mismas compañías debían pagar en cada país dado. Eso permitió, en el caso de Venezuela, que aumentaran los ingresos petroleros pese a que habían bajado sus precios. Por otra parte, el país tomaba conciencia de la necesidad de reducir la producción para conservar un recurso natural no renovable. Más que la manipulación política de los precios, la preocupación fundamental de Pérez Alfonzo estaba en la conservación de un recurso natural no renovable.

Pero la significación de la política de Betancourt en materia petrolera fue mucho más allá de las fronteras patrias. Tanto que, luego de que un alto representante del Senado de Estados Unidos llegara a postular que “ese calvo [Pérez Alfonzo] era más peligroso que este barbudo [Fidel Castro]”, el más recalcitrantemente conservador de los gobernantes estadounidenses, Ronald Reagan, se puso como norte “poner de rodillas a la OPEP”.

Las solas siglas de la Organización de Países Exportadores de Petróleo determinan muchas de la acciones en la política internacional de nuestros días. Y su creación fue sueño y obra de Rómulo Betancourt. ~

 

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