Debo buena parte de mi educación sentimental a un niño de seis años con un tigre imaginario. No recuerdo el momento ni las circunstancias en que descubrí Calvin y Hobbes, pero sí la imagen que acompaña a aquel descubrimiento: en una noche oscura, plagada de estrellas, Calvin clamaba al universo: “¡Soy importante!” Para inmediata y pascalianamente añadir: “gritó la mota de polvo…” No sé si fue la simplicidad de aquella escena o la candidez del personaje; el caso es que esa tira me persiguió incansablemente hasta que un día me crucé con The complete Calvin and Hobbes.
Una breve historia editorial: Calvin y Hobbes fue, como algunas otras grandes obras, fruto de la casualidad. Durante años, el dibujante Bill Watterson envió, sin éxito, sus propuestas a varias editoriales; todas lo rechazaron, pero, “eventualmente, una organización periodística mostró interés en mi trabajo. No les gustó la tira que había hecho, pero les gustó uno de los personajes secundarios –un niño con un tigre de peluche imaginario”. Aunque esta organización terminó también por rechazarlo, Watterson continuó desarrollando a estos personajes; finalmente, la Universal Press Syndicate accedió a publicarlo y, en noviembre de 1985, Calvin y Hobbes apareció en 35 periódicos.
En un principio, Calvin parecía ser poco menos que un niño ordinario: imaginativo, curioso, inteligente; Hobbes, en cambio, era el amigo sensato, racional, en ocasiones sarcástico, que irónicamente lo devolvía a la realidad. Pero, a medida que la tira iba evolucionando, el mundo interior de Calvin se hacía cada vez más complejo: ahora ya no solo debía combatir a los monstruos que habitaban bajo su cama, sino viajar a otros planetas, explorar otros mundos, combatir a otros monstruos –a su profesora, a sus padres o al director de la escuela–. Calvin, entonces, ya no era Calvin: era, a la vez, o sobre todo, el “Capitán Spiff”, “Estupendo Man”, “Bala Rastreadora”, “el Insecto Humano”, “la Mosca”, “el Poderoso Gigante”, entre otros. Y, sin embargo, no es que Calvin imaginara todas esas personalidades: por un momento era cada una de ellas. En este sentido, no me parece exagerado afirmar que Watterson puede considerarse el Pessoa de las tiras cómicas: Calvin –el auténtico Calvin– termina por diluirse entre todas estas identidades; Hobbes, incluso, es una versión, más madura y más prudente, de sí mismo: “sus palabras y acciones son ficticias, a veces contrarias a lo que yo diría o haría, pero sus núcleos emocionales son cercanos a mi forma de pensar […] Son, antes que nada, una transcripción de mi diario mental”, ha señalado el autor.
A diferencia de, digamos, Peanuts, en donde cada personaje juega un papel crucial en el universo de la tira cómica, en Calvin y Hobbes todos los personajes secundarios (los padres de Calvin, Susie Derkins, Rosalyn, Moe, etcétera) sirven como contrapunto a la insólita percepción que tiene Calvin del mundo: mientras Susie es el modelo de la niña aplicada, él es el irresponsable que improvisa sus tareas en el último minuto; mientras sus padres viven una edad adulta tediosa y rutinaria, él insiste en habitar sus frenéticas fantasías; mientras Moe lo amenaza con la fuerza física, él lo derrota con la agudeza y el ingenio. Calvin no ignora lo que sucede a su alrededor. Todo lo contrario. Muchas veces, sus comentarios encierran una crítica: al mundo adulto (“Papá, ¿cómo es que vives en esta casa con mamá… en vez de en un departamento con mujeres semidesnudas?”), al consumismo (“Navidad está a la vuelta de la esquina. ¿Qué mejor forma de celebrar unas vacaciones que con un mes de frenético consumismo?”), a la política (“Cuando crezca, no pienso leer los periódicos. Pasaré de los problemas serios y tampoco iré a votar. Es mi forma de quejarme de que el gobierno no me representa”), etcétera.
Para Calvin, la vida no es únicamente un juego: todo lo que vive es real, y aun cabría añadir: más real que lo real. En su imaginación, todo es más vívido, más luminoso, más emocionante. En pocas palabras: Calvin es un verdadero ejemplo del niño que vive con intensidad su niñez y, más allá de eso, del ser humano que quiere vivir su vida con una plenitud que en el fondo sabe inalcanzable: “¡Entre ahora y la hora de dormir debo extraer de cada minuto toda la diversión posible! No quiero desperdiciar ni un segundo de libertad. Cada momento debería ser capaz de decir: ‘¡estoy viviendo la vida al máximo!’” Y es que cuando leemos Calvin y Hobbes tenemos esta creciente sensación de querer volver al pasado para vivir, ahora sí, las cosas como él las vive, e, incluso, de querer vivir nuestro presente con la misma intensidad con la que él lo hace. Porque Calvin es un ser de ficción, como don Quijote o Madame Bovary, cuyo amor por la vida lo lleva a concluir que la realidad no es suficiente; que es su deber dinamitarla, reinventarla, enriquecerla en su imaginación delirante. Así, más que una forma de evasión, sus aventuras son un ejercicio de profunda inmersión en lo real.
Luego de diez años de dibujar Calvin y Hobbes, Watterson decidió darlo por concluido y dedicarse a otros proyectos. Su última tira (aparecida el 31 de diciembre de 1995), contrario a lo que podría pensarse de un final, es un franco mensaje de vitalidad y optimismo: “¡Año nuevo, vida nueva! ¡Es como tener una enorme hoja de papel en blanco para dibujar! Un día lleno de posibilidades. […] Es un mundo mágico, Hobbes, viejo amigo… ¡Vamos a explorarlo!” Desde ese día, en la imaginación de sus lectores, un niño de seis años sigue reinventando el mundo con su tigre de peluche. ~
Este mes, Océano lanzará una edición conmemorativa de Calvin y Hobbes. Otros volúmenes de la serie aparecerán a lo largo del año.
es crítica literaria y colaboradora de la revista Criticismo.